Hinault. William Fotheringham
no, la brutalidad clínica con la que consiguió el título mundial en Sallanches. Algunos de los resultados de Hinault quedaron convertidos en una excentricidad por la imprudencia con que los logró: una victoria al esprint en los Campos Elíseos en 1982; un extravagante ataque junto a Zoetemelk para disputar un esprint cara a cara al final del Tour de 1979; la versión ciclista de ver quién tenía el atributo más prominente con Francesco Moser, y que tan de las manos se les fue durante la Lombardía de 1979.
Para los franceses Hinault era más que un mero ciclista. Era también un símbolo de La France qui gagne —una Francia vencedora—, en un momento en el que el país atravesaba por todo tipo de dudas fuera del mundo del deporte. El Tejón formó parte de una generación de oro de deportistas franceses cuyas carreras fueron prácticamente en paralelo, desde finales de la década de los 70 a principios de la de los 80: Michel Platini entre 1976-87, ganando los Mundiales de 1978, 1982 y 1986; Alain Prost, quien debutó en 1979 y ganaría su último gran premio en 1990; Yannick Noah, que pasó a profesionales en 1977 y ganó el abierto de Francia en 1983 y Wimbledon en 1985; Jean-Pierre Rives, el rubio y rebelde jugador de rugby salpicado de sangre que reinó desde 1975 hasta 1984 y recibió la Legion d’Honneur de manos de François Mitterrand junto a Hinault.
Sam Abt considera que aquellos triunfos llegaron en un momento complicado para Francia. «Desde finales de los 70 y durante todos los 80 hubo una crisis de confianza, una enorme fuga de capitales, nadie podía estar seguro ya de cuál era el lugar que Francia ocupaba en el mundo, o qué harían los socialistas. Cuando me mudé en 1971 era un país del segundo mundo; mi portero ni tan siquiera tenía frigorífico y mantenía la leche fresca sacándola fuera de la casa. No muchos tenían un coche. Así que un verdadero campeón sobresalía de verdad. Hinault parecía recubierto de teflón, nada podía detenerlo». El mentor de Hinault, Cyrille Guimard, no era, para nada, seguidor de Merckx —nunca se llevaron nada bien— y siempre coloca tanto a Anquetil como a Hinault por encima del Caníbal, incluso cree que Coppi también lo estuvo. Igualmente, aquellos que compitieron contra Hinault lo ponen en un pedestal, basándose en el daño que les infligía en la carretera. «Merckx fue el más grande, pero Hinault impresionaba más», reconoce Lucien Van Impe, quien disputó la victoria en el Tour tanto al Caníbal como al Tejón. «Jamás he visto una furia interior como la suya. Tenía la habilidad de ponerse al mando de la situación en una fracción de segundo».
«Físicamente, era superior a Merckx», es el veredicto de Joop Zoetemelk, otro de los que disputó el Tour a ambos. «Eddy quería ganarlo todo —critériums, pequeñas carreras, pruebas de seis días— pero Bernard era más razonable, comenzaba la temporada de manera más gradual, pero ganaba aquello que deseara. Bernard no buscaba ganar ocho etapas en un Tour; Eddy quería ganarlo todo: etapas, maillot verde, la montaña… Para mi gusto era demasiado avaricioso».
«Tenía un carácter completamente distinto al de los ciclistas que vinieron después, Miguel Indurain, Pedro Delgado, LeMond…», decía Robert Millar, quien presenció los primeros años de Lance Armstrong y los mejores de Bernard Hinault. «No corrían de la misma manera que él. A Hinault le podía interesar una carrera, o no interesarle, pero cuando le daba igual ganar se ponía a revolotear y te castigaba de vez en cuando, solo para que recordases que estaba ahí; con Greg o Miguel había veces que no sabías que estaban en carrera, pero con Hinault sí lo sabías, siempre. Era el tipo más impresionante de todos contra los que competí, incluido Lance», pensaba Millar. «Lance tenía la agresividad, pero Hinault tenía una argucia y una capacidad física superior. Seguramente habría descubierto la debilidad de Lance y lo hubiera derrotado».
Hinault tuvo que esperar hasta aquella época en que lo vi en Lisieux para lograr el cariño universal, tras sufrir una lesión que pudo acabar con su carrera y tras la derrota de 1984. A principios de los 80 estaba en algo parecido a una guerra fría con los medios de comunicación franceses, uno de los cuales describiría los Tours de 1978-82 —entre los que están las primeras cuatro victorias de Hinault en el Tour— como «los más aburridos de todo el periodo que siguió a la guerra». Hubo momentos en los que fue puesto en la picota por no seguirle el juego a la prensa, por adoptar el rol de anticampeón, desdeñando lo que lograba, «reduciendo el ciclismo internacional a la talla de una empresa provincial de medio pelo», de acuerdo con el periodista Olivier Dazat.
Guimard considera que la grandeza de un deportista depende de la manera en que él o ella juegan con las emociones de aquellos que lo contemplan; en su caso, Hinault provocaba una respuesta emocional mayor que la que provocaba Merckx, lo cual podía ser bien cierto entre los franceses. «La lógica deportiva no genera héroes. A partir de cierto nivel, si deseas que te amen ya no importará el número de victorias, ni su valor, sino las emociones que despierten, la manera en la que se desarrolla la trama y el papel que eliges tener en ella». Si la verdadera vara de medir la grandeza deportiva de un campeón es si se habla de él años después de que haya dejado de competir, Hinault saca matrícula de honor por su actuación en el que puede que sea el Tour más controvertido de la historia: 1986, su batalla «fratricida» con LeMond.
La carrera siguió un patrón: a lo largo de toda su carrera hubo momentos en los que Hinault dejaba la lógica a un lado y se dejaba llevar por las emociones. Mandaba todo plan a la basura y corría por el maldito placer de correr, como hacen los aficionados. A veces parecía destilar esa alegría genuina que se ve en el hombre obeso que esprinta contra su hijo adolescente para ver quien llega antes a la señal; todo aficionado al ciclismo puede identificarse con eso. Era algo que iba más allá de las estadísticas.
«Trabajar era estar siempre de pie, siempre frente a la misma máquina de metal, haciendo lo mismo, una y otra vez. Lo que hacemos —tanto usted como yo— es un juego», me dijo en 2014. «El ciclismo es un juego. C’est du bonheur. Para mí, competir siempre fue un juego. Puede doler, pero si duele es porque soy yo quien quiere que le duela, así de simple. Si hay algo que no quiero hacer, no lo hago».
«Jugar al póker es algo muy serio, porque puede tener una gran consecuencia financiera; pero para los demás es du bonheur, du plaisir. Incluso cuando no sale bien. Cuando las cosas no han salido bien hay que analizar el por qué. ¿Por qué no he ganado hoy? Porque hice alguna tontería, porque he competido fatal, porque no he entrenado lo suficiente. Es culpa de uno mismo, de nadie más. Jamás he culpado a nadie por mis derrotas. Son solo cosa mía. Y lo era cuando no era más que un crío, un júnior; siempre sentí ese placer».
Al preguntarle si ese deleite sigue acompañándolo, Hinault se limita a decir «siempre», añadiendo «jugar también es ganar. Demostrarse a uno mismo que es capaz de hacer algo diferente». Pero mantiene que es diferente de sentir esa absoluta necesidad de ganar que empujaba —sobre todo— a Eddy Merckx. «No veo las cosas exactamente de la misma manera que las veía él. Eddy quería ganarlo todo. Yo me limitaba a centrarme en cuatro o cinco objetivos a lo largo del año y con eso me bastaba. Pero si no los lograba no me quedaba nada contento. Me hacía a mí mismo esas preguntas: ¿por qué nos has ganado? ¿Qué errores has cometido? Gané muchísimas carreras más allá [de esos objetivos] solo porque quería divertirme». Su razonamiento es que lo importante era disfrutar con lo que hacía, no la victoria por sí misma. «Cuando se disputa una carrera uno está entre sus rivales, los vigila, a izquierda, a derecha, alrededor. Si alguien no está donde debe ¡bang!, se le ataca y se le elimina. La victoria es lo que llegará al final, como consecuencia».
«A Hinault no le motivaba el palmarés, sino darles la vuelta a las diferentes situaciones, luchar contra un adversario», piensa Philippe Bouvet, quien escribió en L’Équipe durante los años finales de Hinault. Ese es el motivo por el que no es una equivocación denominarlo «el último ciclista con un ardor verdadero», como escribiría Philippe Bordas en el libro Forcenés. «El paradigma de la exuberancia. El último en justificar el ciclismo como una manera de mostrarse diferente». Motivo por el que Bordas concluía: «La historia del ciclismo termina con Hinault».
EN EL FILO
Tout champion d’exception porte la
croix ou l’étendard de sa marginalité.