Hinault. William Fotheringham

Hinault - William  Fotheringham


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Cyrille Guimard.

      En los cómics de Asterix, creados por Goscinny y Uderzo, la aldea de los irreductibles galos está situada en el extremo occidental de Francia, en Bretaña. Cuando René, el primo de Bernard Hinault, une los puntos de un croquis de las afueras del pueblo bretón de Yffiniac, cerca de Saint-Brieuc, en la costa norte, no aparece el más mínimo indicio de que exista un conjunto de cabañas reunidas tras una empalizada de troncos. «Lucie y Joseph Hinault vivían en esta cabaña con Bernard, sus hermanos y su hermana; los padres de Joseph vivían aquí, la hermana de Lucie —ella era una Guernion— y sus diez hijos vivían en esta casa; y otra hermana Guernion, mi madre, también vivía aquí».

      Las cuatro cabañas situadas a las afueras del pueblo de Yffiniac —La Clôture, La Tenue, La Rivière y Levauriou— se alzaban una junto a la otra y se extendían 500 metros por una suave colina: una aldea llamada La Fraiche. Ambas, durante los 50 y los 60, fueron el hogar de veinte niños salidos de las cuatro ramas del clan de los Hinault-Guernion. Era una pequeña comunidad en sí misma, en la que todo el mundo sabía cómo le iba al otro, en la que varios miembros de la familia —sobre todo los niños— ayudaban a sus parientes durante la época de la cosecha y en la que los niños entraban y salían de las casas de los demás. La Clôture, hogar de Joseph y Lucie Hinault y sus cuatro hijos —de los cuales Bernard era el segundo—, era relativamente moderna. Joseph mandó construirla no mucho antes de que naciera Bernard, en noviembre de 1954; hasta ese momento, la familia había compartido La Tenue con los padres y el tío de Joseph.

      Los terrenos eran modestos —el más grande, Levouriou, apenas cubría 30 hectáreas, lo que para la Bretaña de aquella época era considerable, pero para nada grande— y los campos se unían unos con otros. Existía un continuo tira y afloja entre la necesidad de manos que trabajaran la tierra y la necesidad de los jóvenes de forjarse su propia identidad, lejos del pueblo, tal vez de aprender un oficio antes de regresar. «En cuanto llegabas a la adolescencia, si dabas muestras de fortaleza, te ponían a trabajar. Todos nuestros padres tenían que mirar el dinero», cuenta René Hinault, que a los catorce años tuvo que abandonar el colegio para trabajar la tierra, lo que permitiría que sus hermanos pequeños pudieran ir, a su vez, al mismo.

      Eran un clan muy unido. Como solía ocurrir, los padres de Bernard se conocieron en una boda familiar, la de los padres de René, donde eran la dama de honor y el testigo; la tradición dictaminaba que estos debían ser también los padrinos del primogénito; el resto, es historia. «Éramos un peu tête de cons», recuerda René. «Un poco duros de mollera. Cuando estamos convencidos de algo se necesita mover carros y carretas para hacernos cambiar». En sus múltiples recuerdos Hinault se recrea en su rebeldía juvenil, hasta el punto de que en ocasiones roza con lo autoparódico. «Yo fui el mayor sinvergüenza que Yffiniac haya conocido…», cuenta. «Burro, Gruñón, Bretoncillo Cabezota… durante los primeros doce años de mi vida me pusieron todo tipo de motes porque no dejaba de armar un lío tras otro, pequeñas trastadas y grandes faenas, con una insolencia y naturaleza hiperactiva que no hacía nada por controlar». Bernard y sus tres hermanos pequeños eran unos rabos de lagartija; apenas hay fotografías de ellos porque, tal y como cuenta, no eran de los que se podían quedar quietos «esperando al pajarito».

      Bernard era el más hiperactivo de los cuatro torbellinos. «[De niño] era el crío más trasto que jamás haya visto», le contó Lucie, su madre, al periodista Jacky Hardy. «Solía llamarlo gamberrillo. No es que fuera malo, pero era incapaz de estarse quieto». El pasatiempo favorito del pequeño Bernard era dejar libres a las gallinas —y, como cuenta un cronista, matar con un palo a la que pudiera pillar—, pero las tundas y riñas que acarreaban sus gamberradas no parecían hacerle mella. Eran parte del asunto. «No era rencoroso», contaba su madre. «En el momento en el que dejabas de azotarle se echaba a tus brazos».

      Dejar escapar a las gallinas era todo un problema, porque en la economía de La France Profonde hasta el último huevo tenía su valor, y el desarrollo de Hinault fue el típico del entorno rural. Joseph y Lucie se marcharon para buscarse la vida: al principio salieron de Bretaña y pasaron a Normandía, donde trabajaron en una granja antes de comprender que la agricultura no los llevaría a ningún lado. Esto condujo a la pareja a las afueras de París, donde Joseph consiguió la certificación profesional para trabajar como peón en la compañía nacional de ferrocarriles, SNCF, antes de regresar a Yffiniac.

      La historia del chico de campo que busca ganarse la vida sobre dos ruedas en lugar de trabajando el campo ha sido una constante en el ciclismo desde el mismo momento en el que comenzaron a disputarse carreras durante el siglo XIX, y repetida hasta el último ciclista capaz de ganar cinco Tours de Francia, Miguel Indurain, que llegó unos pocos años después de Hinault. Tanto Hinault como su mentor, Cyrille Guimard, ponen en gran valor sus raíces rurales, sobre todo en la manera que tienen de forjar hombres de gran voluntad e independientes, atados a la tierra y a sus valores. Como la mayoría de las familias trabajadoras rurales, los Hinault tenían un gran jardín con gallinas y conejos y —como es tan típico en Bretaña— un campo de cebollas para ganar unos pocos francos extra.

      «Gente normal», como escribió Guimard. «En todos lados, del alba a la noche, había una idea que dominaba la conducta de la familia: trabajar, trabajar antes de nada, trabajar en todo momento. Mi familia podía sacrificar cerdos, plantar patatas, plantar maíz y levantar muros. Ni más ni menos». Durante la adolescencia, a Hinault le gustaba trabajar el campo junto a su padre, cavando, plantando, sembrando, recolectando las judías y las cebollas. Había años en los que su parcela daba una tonelada de judías y diez toneladas de cebollas que iban a la cooperativa y «hacían un poco más sencillo llegar a fin de mes». Estos orígenes hacen que Hinault tuviera mucho más en común con otros ciclistas como Fausto Coppi, Raymond Poulidor o Jacques Anquetil que con Eddy Merckx, cuya familia dejó atrás las raíces rurales para llevar un existencia relativamente cómoda ganándose la vida con una tienda de comestibles en un barrio de las afueras de la ciudad.

      Según Guimard, Joseph era un hombre introvertido. «Era discreto, casi pasaba desapercibido a la vista. Su esposa [Lucie] era más vivaracha, pero sin entrometerse jamás, sin interrumpir ni fomentar discusiones familiares». El joven Bernard confesaba que el trabajo de su padre, «que requería de lo que yo consideraba una gran responsabilidad y riesgos increíbles», le fascinaba. «Una especie de superhéroe», diría una vez. El trabajo en la construcción de ferrocarriles era una dura labor manual que no estaba bien remunerada, «como el de un convicto picando piedra», en palabras de un escritor francés. No tenía comparación alguna con la vida de un deportista en cuanto a responsabilidades, pero en lo referente al peligro, el esfuerzo físico y, a ojos de un hijo adolescente, cierto grado de glamur sí que tenía cierto parecido. Esta era una vida rural de mono de trabajo y, de hecho, Hinault habla del típico mono celeste de los ferrocarriles que llevaba su padre, tan extendido entre los paysans de aquella época y que vestían todos los días, a excepción de la mañana del domingo, cuando se cambiaban para ir a misa. Su padre era poco hablador, tenía mano firme y administraba disciplina, lo que hacía que los hermanos de Bernard se asegurasen de no sacar los pies del tiesto. Pero el segundo entre los hermanos, por su parte, no cejaba en su empeño por dejar libres a las gallinas.

      Hinault era un joven muy combativo, al que apodaban Cerdan por el legendario boxeador francés de los 50. «Un barreur, un fajador», recuerda René. Este es otro rasgo del que Hinault sacó gran provecho, pues encaja perfectamente con ese personaje que acabaría labrándose en el ciclismo, el Tejón. «En el colegio me enfrentaba a quien fuera, incluso a los muchachos más mayores», le contó a Philippe Bouvet. «Me llevé unos cuantos guantazos, pero también propiné los míos». Su infancia tiene un trasfondo violento: el maestro les propinaba golpes en la cabeza con una regla de madera para corregir cualquier error cometido durante los dictados matutinos en el colegio; o esas peleas de regreso a casa que con tanto deleite recordaba Hinault en sus memorias, en las que los chicos de colegios rivales los emboscaban en estrechos caminos. «Había otras muchas maneras de llegar a casa, pero las peleas me gustaban demasiado como para ir por ningún otro. Tomar precisamente aquel camino era mi manera de desafiarlos. Cada tarde ponía a prueba mis miedos y mi valor, y no me dejaba amedrentar ni por la edad ni por el número de mis contrincantes… Me pregunto si lo que en realidad me gustaba


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