Hinault. William Fotheringham
atracción que suscitaban las carreras ciclistas en un chico de campo resultaba obvia. Los sacaba de esa monotonía que suponía el trabajo en la granja, introduciéndolos en un entorno rebosante de adrenalina, dinero contante y sonante, y el reconocimiento de la familia y los amigos. Comparado con alimentar al ganado o reparar los aparejos agrícolas, era puro glamur. Hasta la carrera más insignificante podía provocar que alguien sacara su silla al paso del pelotón. En un entorno tan monótono apetecía pararse a mirar ese pelotón de hasta doscientos ciclistas que ocupaba el ancho de la carretera. Cualquier carrera —Prix du Comité des Fêtes de un domingo al mediodía o una seminocturna del sábado por la tarde— volvía al pueblo o pequeña ciudad patas arriba, llenándose de ciclistas que se cambiaban en sus coches por todas las aceras de la población, orinando en masa en los setos y puertas. El ciclismo te unía con tus compañeros, te hacía parte de un grupo particular: un coureur cycliste. En las tiendas locales otras familias ciclistas siempre te daban algún artículo de ferretería o vegetales. El club se reunía una tarde de mediados de semana para realizar un entrainement collectif, en el que el coche del club los seguía a la cola del pelotón; en aquellos entrenamientos, se pedaleaba de manera imperial por las carreteras rurales y se bramaba al pasar por las tranquilas poblaciones.
Los trayectos de las carreras eran pequeños puntitos en los mapas de la guía Michelin. El formato se repetía siempre: un camión con su remolque hacía de tribuna, se improvisaba el sistema de sonido con un enorme amplificador, en la parte trasera del Bar-Tabac o la plaza principal se entregaban unos dorsales con miles de carreras a cuestas, los negocios locales donaban las primas, se repartía un programa en el que no aparecían los nombres de los ciclistas porque todos se inscribían el mismo día, pero que dejaba bien patente quiénes habían sido los patrocinadores que habían puesto el dinero. La carrera se desarrollaba en un pequeño circuito. Podía ser accidentada o peligrosa, incluso ambas cosas a la vez, porque tampoco había tantas carreteras disponibles en mitad de la campiña; siempre incluían una llegada abierta, que podía estar en la zona de feria o en la mairie local para atraer el mayor público posible, compuesto de gente del pueblo con aspecto de no haberse alejado jamás de su casa más allá de la villa más cercana. Nadie llevaba chichoneras, excepto en alguna rara ocasión; cuando considerábamos que las primeras vueltas podían ser peligrosas nos las poníamos, para después arrojárselas a algún ayudante a mitad de carrera. Por contra, cuando en el calendario veíamos las palabras casque obligatoire junto a alguna carrera, significaba que ese circuito era más delicado de lo normal.
Bernard y René no tardaron en moverse como pez en el agua en este pequeño mundo. En su primer año acudían a todo lugar en el que se celebrara una carrera sénior con una prueba cadete antes como apertura; Bernard competía con los cadetes, René corría en la prueba para los de segunda categoría. Llegada la segunda temporada de competición que disputó Bernard, cuando ya era júnior de primer año, podía correr con los séniores, lo que simplificaba todo el asunto. «Le recomendaba que no dijera siempre que iba a ganar», recuerda René «y él me respondía que yo mismo había dicho que iba a ganar aquella carrera en la que me vio vencer, en Plédran. Pero no era lo mismo. Me decía “si digo que voy a ganar, entonces no puedo permitirme el lujo de perder”. En todo caso, daba un poco igual, porque muy pronto todo el mundo pasó a considerarlo el favorito para ganar, dijera él lo que dijera».
No resulta complicado de olvidar, desde que comenzó el declive del calendario francés amateur, que hubo un tiempo en que era posible competir tres o cuatro veces a la semana. Había tantas carreras que ganar que los ciclistas de mayor talento aprendían a lograr la victoria con toda una batería de armas diferentes; Guimard, por ejemplo, consiguió cuarenta victorias en un solo año como aficionado. Pero también había un reverso en la moneda. Con tantas oportunidades de ganar el ansia de victorias de un ciclista competitivo podía llegar a empacharse mucho antes de llegar a profesionales. Hubo prolíficos campeones franceses aficionados que, una vez que pasaron a profesionales, no fueron capaces de lograr el éxito desde el principio y decidieron regresar a la categoría amateur, donde sí que podían saborear la satisfacción por la victoria cada semana. Este fue un fenómeno particularmente extendido en Bretaña y Normandía.
El joven Hinault precisaba de un elemento clave para poder salir adelante en este mundo: con apenas dieciséis años y medio no tenía los conocimientos necesarios para enfrentarse a otros adolescentes con una experiencia muchísimo mayor, por lo que tuvo que aprender a toda velocidad. Por descontado, René era la fuente de consulta más obvia, pero contó con otro elemento clave a su disposición: Robert Le Roux. No resulta nada complicado sentir el imperecedero respeto que Bernard Hinault profesa por la persona que dirigía el Club Olympique Briochine: «Todo el mundo lo llamaba Pépé Le Roux —abuelo—, pero no así Bernard», recordaba René Hinault. «Para él era Monsieur Le Roux». Incluso hoy en día Hinault sigue refiriéndose a su viejo mentor como M. Le Roux.
Según se cuenta, el que sería futuro soigneur de Bernard, Joel Marteil, le dijo al preparador que tenía que fijarse en aquel joven. «Celui la, c’est un futur super»; «pppphhhh», chifló M. Le Roux, «cada año me dicen lo mismo de veinte chicos». Hinault aparece en la cubierta de Coureur Cycliste, Ce Que Tu Dois Savoir, el libro en el que Monsieur Le Roux expone sus métodos y su filosofía. También aparece en la contracubierta, junto al autor; Hinault se apoya, agotado, contra la valla de un velódromo mientras Le Roux se arrodilla a su lado con un cronómetro colgando de su cuello, sosteniendo la mano de Hinault mientras le toma el pulso tras un duro esfuerzo mientras entrena.
En las guardas del libro aparece la fotografía de otro pupilo, un esbelto y caprichoso joven inglés que, a la fecha de publicación del libro, 1975, era la mayor estrella que Le Roux había ayudado a moldear. Cuando Hinault se unió a Le Roux apenas habían pasado doce años desde que le regretté Tom Simpson realizara su brillante paso por Saint-Brieuc y el COB; antes de su prematura muerte, en 1967, había logrado un Mundial en ruta, varias clásicas y había portado el maillot amarillo en el Tour de Francia. Cuando Hinault y Le Roux se conocieron el recuerdo de Major Tom seguía fresco en la memoria local, y el entrenador era conocido como el hombre que ayudó a aquel futuro campeón del mundo durante su etapa de formación.
Hinault no es un hombre que vierta sus alabanzas a la ligera, pero sí se explaya cuando se trata de Le Roux, insistiendo en que fue la única influencia real de sus primeros días que mantuvo a lo largo de su carrera, y todavía guarda su copia de aquel libro. Le Roux supervisó la brillante carrera de Hinault como aficionado —dos años como júnior, uno como sénior— y su influencia fue más allá. «Siguió guiándome hasta que tuve dieciocho años, puede que hasta un poco después, y cuando me convertí en profesional pude darme cuenta de que me había enseñado muchísimas cosas, pero que, de alguna forma, yo las había olvidado. [De joven] contaba con la potencia física suficiente como para ganar incluso cuando cometía los errores más estúpidos, pero cuando llegué a lo más alto, si seguía cometiendo aquellos errores, ya no ganaba. Y entonces me preguntaba “¿qué te ha enseñado Monsieur Le Roux? A pensar. A correr con la cabeza, no valiéndote solo de la fuerza bruta”. Y gracias a eso conseguía, de nuevo, encontrar el camino correcto».
La reseña del libro es de lo más efusiva: «Educador nato —en toda la amplitud de ese término— [Le Roux] ha forjado un ideal al que continúa aspirando y que todavía transmite a sus pupilos, inculcándoles, gracias a su autoridad paternal, una enorme fuerza de voluntad ante el sufrimiento, la fe en el esfuerzo, la rectitud moral y el amor por la justicia. Ese es el milagro de Le Roux: valerse del deporte para forjar hombres y dotarlos de las armas con las que responder a las vicisitudes y los golpes que da la vida». Esa «autoridad paternal» resultaba clave: Le Roux era tan resuelto como lo era el que fuera su pupilo más famoso. Era un hombre de enorme firmeza, con cierto toque de dictador, pudiendo ser tremendamente dominante sobre aquellos a su cargo. En ese sentido, al menos, la conexión fue excelente.
El Olympic Brionchine de Le Roux era un paraguas que albergaba toda una serie de deportes, entre los que estaban el baloncesto, el atletismo, el boxeo y el judo. Le Roux dirigía la sección de ciclismo, que tenía su sede en el velódromo de Beaufeuillage, en la parte noreste de Saint-Brieuc —precisamente en la cima de la colina que bajaba a Yffiniac—, y cuando