Historia de los sismos en el Perú. Lizardo Seiner Lizárraga

Historia de los sismos en el Perú - Lizardo Seiner Lizárraga


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los autores mexicanos de fines del siglo XIX.

      Aun cuando su utilidad está fuera de toda duda, las actas de sesiones de cabildo sólo hacen referencia a sismos mayores y terremotos, los que generan daños en la infraestructura y, por consiguiente, mueven a la autoridad a dictar medidas inmediatas para hacer frente a los sucesos. En términos generales, el sismo leve no alcanzó cabida en esas actas.

      Las fuentes eclesiásticas representan otro venero de información relevante. En este caso, si bien no existe algo semejante a una memoria de gestión, sí están disponibles las cartas que las autoridades eclesiásticas enviaban a los representantes de la Corona, más aún cuando esas cartas informan sobre los sucesos vinculados a la ocurrencia de un terremoto. Como fuente oficial también pueden contarse las actas del Cabildo Eclesiástico, la instancia que se ocupaba del manejo administrativo de la diócesis. Extractos de dichas actas las publicó a comienzos de siglo el clérigo José Manuel Bermúdez, quien hizo así conocidas las actas del cabildo de Lima entre 1535 y 1824, aunque incurrió igualmente en los consabidos problemas generados por la glosa (Bermúdez, 1903). En la década de 1930, empresa semejante se acometió en Trujillo, con la publicación de tres valiosos tomos. Aun cuando las actas de los cabildos eclesiásticos de varias ciudades sedes de diócesis (Cusco y Arequipa, por citar solo dos ejemplos) permanecen inéditas, otras han sido utilizadas ventajosamente. Texto correspondiente a mediados del siglo XVIII, el relato de Esquivel y Navia sobre el Cusco hace referencia en muchos pasajes a dichos documentos, al igual que los Anales de Montesinos (Maúrtua, 1907; Esquivel y Navia [1747-1750], 1980). Víctor Barriga compuso su valioso Terremotos de Arequipa sin consultar esas fuentes, aunque entreviendo su valor e importancia (Barriga, 1951).

      No solo es interesante y satisfactorio culminar con éxito el hallazgo de las fuentes, sino también —de manera necesaria para completar las exigencias de una crítica histórica— rastrear en las motivaciones y circunstancias que condujeron a sus autores a componer sus relatos. Es el caso de la narración del deán de la catedral del Cusco, Vasco de Contreras, y del obispo de Arequipa, Diego de Ortega y Sotomayor —ambos de mediados del siglo XVII—, sobre los efectos del terremoto que sacudió el Cusco en 1650. La razón que explica su redacción la encontramos en una real cédula por la cual se ordenaba que las autoridades eclesiásticas redactaran memorias y descripciones de sus diócesis a fin de ayudar a la composición de una historia general de todas las Indias, que el rey había encomendado a su cronista mayor, Gil González Dávila.

      Obras, también de tipo eclesiástico, redactadas con posterioridad, aunque de índole diferente, fueron publicadas en Lima en el siglo XIX. En la segunda mitad de ese siglo, dos obras sintetizan la acción de todos los arzobispos que habían ocupado la sede metropolitana de la Ciudad de los Reyes. En 1873, el clérigo Manuel Tovar —futuro arzobispo de Lima a inicios del siglo XX— publicó, bajo el título Apuntes para la historia eclesiástica del Perú, una obra anónima que permanecía inédita —escrita probablemente a fines del siglo XVIII— y que daba cuenta de los acontecimientos ocurridos durante el gobierno de los siete primeros arzobispos de Lima. A esta siguió la contribución del presbítero Pedro García y Sanz, titulada, también, Apuntes para la historia eclesiástica del Perú, una suerte de continuación de la anterior y que abarcaba la historia del arzobispado de Lima, comprendiendo los periodos correspondientes al octavo y hasta el decimoséptimo arzobispo. De estas dos obras se desprende información valiosa que agrega detalles a sismos ya conocidos, como los de 1609, 1678 y 1687. No es ocioso acotar que las fuentes eclesiásticas merecen un tratamiento muy especial, pues emanan de la instancia que ejerció mayor peso en la mentalidad de los habitantes del virreinato, y por ello debe diferenciarse qué es lo propiamente eclesiástico y qué aquello en lo que se expresa la dimensión política de la Iglesia católica.

      Entre las fuentes eclesiásticas no es menor la importancia de los relatos que dan cuenta de la historia de las órdenes religiosas arribadas al Perú desde el momento mismo de la conquista. A tales efectos se deben mencionar las Cartas Annuas (Annuæ Litteræ Societatis Jesu), relaciones periódicas que las provincias de la Compañía de Jesús enviaban a su general sobre el estado de cosas de la orden; se trata de documentos en los que puede seguirse paso a paso la historia de la orden jesuítica. Las más antiguas vinculadas al Perú se remontan a la década de 1580; Rubén Vargas Ugarte las revisó, y seleccionó las que contenían noticias alusivas al país (Vargas Ugarte, 1951: 147). Algunas de ellas se han publicado en la segunda mitad del siglo pasado (Monumenta Peruana, 1966). Sin embargo, no existe una obra compuesta con el propósito de historiar la presencia de la Compañía de Jesús.

      La sucesión de crónicas conventuales se inicia con la publicación en Barcelona de la primera crónica agustina, escrita por fray Antonio de la Calancha, y cuyo primer tomo apareció en 1638; el segundo tomo, publicado en Lima en 1653, fue dejado inconcluso por éste y terminado por su hermano de orden, fray Bernardo de Torres, quien recibió el encargo de continuarlo, continuación que publicó en Lima en 1657 (Vargas Ugarte, 1951: 150). A los agustinos siguieron los franciscanos, con la obra de fray Diego de Córdova Salinas, dada a luz en 1651, en la que se informaba sobre el desarrollo de la Provincia de los Doce Apóstoles, denominación de la provincia peruana franciscana. Para la otra provincia franciscana del Perú, San Antonio de los Charcas (hoy Bolivia), Diego de Mendoza publicó una obra en Madrid, en 1664 (ibíd.: 153). Décadas después, en 1681, Juan de Meléndez, dominico nacido en Lima, publicaba su Tesoros verdaderos de Indias.

      Si bien Córdova y Meléndez consultaron y aprovecharon datos almacenados en sus respectivos archivos conventuales, los mercedarios no llegaron a componer una obra de fuste para la Colonia; solo se conoce la existencia de varios manuscritos en los que se da cuenta de la historia de su orden.

      Pueden establecerse algunas consideraciones sobre la información que los catálogos históricos disponibles manejan, o el modo en que la presentan. En el caso de Polo, la presentación de la información oscila entre extremos: desde la ausencia de referencias en algunos casos, hasta la exhaustividad en otros. Varios son los años de ocurrencia sísmica para los que no ofrece ninguna referencia; en los casos donde estas aparecen podemos establecer, luego de verificarlas en su mayoría con las fuentes originales, que, en términos generales, la trascripción literal no fue virtud cultivada por el erudito. No hay duda sobre la ocurrencia de la mayor parte de los eventos identificados en su catálogo; sin embargo, la gran limitación que se advierte radica en la estimación de aquellos, ya que por lo general Polo utiliza adjetivos distintos a los usados en las fuentes originales, en su afán, creemos, de no ser repetitivo y literal, con lo que deja su impronta personal en la estimación de la intensidad de los sismos. Tal hecho, evidentemente, crea un problema, pues puede inducir a error en la estimación moderna practicada por un sismólogo o entendida por un geofísico. Por otro lado, existen omisiones flagrantes en su obra. Tratándose de una información heterogénea en lo que a presentación de datos se refiere, creemos que Polo cometió una grave omisión con el meritorio registro de datos proporcionado por Mendiburu, al que citó escasamente, simplemente omitió e incluso siguió en los errores. Varias son las referencias donde hemos observado gran similitud entre ambas obras; por ejemplo: ambos se equivocan al afirmar la existencia de un sismo en Lima en 1567, asociado a la llegada de los jesuitas a la ciudad. Grueso error, pues se conoce que este arribo se produjo recién en 1568. El yerro es grande porque ha sido consignado en el catálogo sísmico vigente, identificándolo con las coordenadas que corresponden a la ubicación de Lima, con lo que dicho sismo se asume como efectivamente ocurrido (Huaco, 1986).

      De manera paralela, entre las observaciones que podríamos plantear al trabajo de Silgado habría que lamentar, primero, su débil ponderación de las fuentes, si bien se trata más bien de una herramienta esencial del utillaje teórico del historiador y no de un geofísico. Por ejemplo, para presentar el sismo ocurrido en el Cusco en 1590, utiliza el listado de sismos de Middendorf, cuando pudo haber considerado fuentes más útiles, como el mismo Mendiburu o el relato de Esquivel y Navia, ambas conocidas por él y referidas tanto en notas como en bibliografía (Silgado, 1978: 19). En otros casos el error surgió por omisión; prueba de ello es que una búsqueda limitada de fuentes le impidió a Silgado tener acceso a los documentos del terremoto


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