Historia de los sismos en el Perú. Lizardo Seiner Lizárraga

Historia de los sismos en el Perú - Lizardo Seiner Lizárraga


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que azotó Latacunga en 1698 y que se sintió en actual territorio peruano. En tal sentido, es bueno advertir que la mención al sismo que afectó Tarapacá en 1543, incluida entre las noticias ofrecidas por Polo, solo puede ser entendida porque se trató de un territorio peruano, perdido de manera indefectible a raíz de la suscripción con Chile del Tratado de Ancón, en 1883, tras la Guerra del Pacífico.

      Ya la sola identificación de las fuentes amerita el esfuerzo de Polo y Silgado. En ocasiones, los registros de este último superan en exhaustividad a los de Polo, dado que la disponibilidad de fuentes que pudo aprovechar fue mayor. No obstante, creemos que ambos ofrecen limitaciones y, en algunos casos, hasta equívocos. Por ejemplo, Polo identifica un sismo, a todas luces inexistente, como ocurrido en Lima en 1582, para el que indica que “con motivo de este temblor, y por consejo de San Pedro de Alcántara, confesor entonces de Carlos V, ordenó éste por una real cédula, que no excediesen los muros de los edificios de seis varas de altura, disposición que se observó en lo sucesivo en todas las construcciones” (cursiva nuestra) (Polo, 1898: 325). Carlos Bachmann ya había reparado en el equívoco (Bachmann, 1935: 83), pues entendía que era imposible que el emperador siguiera despachando en 1582, cuando había abdicado en favor de su hijo, Felipe II, en 1556, y más aún cuando, estando en su retiro en el monasterio de Yuste, había muerto en 1558. Su opinión la planteaba en los siguientes términos: “… algún autor señala como fecha de este terremoto el mismo 2 de julio pero del año 1582, lo que indudablemente es un error toda vez que Carlos V abdicó en 1555” (cursiva nuestra). La referencia a Polo es inequívoca. Si bien Bachmann advierte este yerro, incurre en otro cuando ubica aquel sismo en 1552, presunción tan válida como ubicarlo en 1542, pues también se trata de un año en que el poder de Carlos V se hallaba en pleno apogeo y podría haber dictado cualquier norma semejante a la mencionada. La duda puede aclararse solo a la luz de los libros de cédulas reales que custodia el Archivo de la Municipalidad de Lima, los que no hemos consultado por constituir fuente de archivo. De haberlo hecho, habríamos excedido los límites que impusimos a la investigación.

      Hubo esfuerzos previos para hacer cronologías como la emprendida por Polo, en otras partes de América. En México, la primera recopilación data de 1887: se trata de Efemérides seísmicas mexicanas, donde sus autores, Orozco y Berria, reúnen descripciones sísmicas de distintas regiones y periodos. Desde ahí se prolongaron muchos esfuerzos, aunque todos padecen un defecto: se limitan a glosar aquellas descripciones, es decir, no las reproducen textualmente y, a veces, ni indican la referencia; la misma selección es subjetiva. Zanjando con un modo de acción a todas luces —como decimos— altamente subjetivo, los editores mexicanos del Catálogo Sísmico de 1985 han preferido evitar cualquier selección y han puesto a disposición de los interesados, historiadores o geofísicos, el texto íntegro para su libre consulta; de ese modo, han reunido prácticamente toda la información existente sobre sismicidad histórica, desde el primer registro —al que denominan “1 Pedernal”— hasta 1912, cuando ya se encuentra instalada la primera red de sismógrafos en México y se inicia el registro instrumental (Suárez Reynoso, 1996: 13). En esa línea planteada por los investigadores mexicanos quiere inscribirse el actual catálogo. Importa recalcar que el inicio del uso de instrumentos sismográficos suele marcar un hito en toda cronología sísmica; antes de ese momento podemos referirnos a la sismicidad histórica, a la que luego se suma la sismicidad instrumental. Ambas se sustentan en una denominada sismicidad “fósil”, la más antigua y cuyo conocimiento parte del estudio de la fisonomía del paisaje de un lugar (Gouin, 2001).

      Dedicaremos las páginas que siguen a presentar diversos tópicos relacionados con la disponibilidad y uso de las fuentes, especialmente con el uso que Polo y Silgado hicieron de estas, a fin de evaluar el verdadero alcance de su aporte.

      Para la época colonial, la disponibilidad de fuentes es variada y amplia, lo que exige introducir algún criterio mínimo de clasificación. Sin aspirar a que sea la división más idónea, la distinción entre fuentes civiles y eclesiásticas puede ayudar a clasificar mejor las actualmente disponibles.

      En primera instancia, entre las fuentes civiles la división mayor estaría dada por la diferencia entre fuentes administrativas centrales —que emanan de las diferentes instancias del Estado— y fuentes administrativas locales, asociadas al funcionamiento del cabildo. Entre las primeras se cuentan, por ejemplo, diversas memorias de virreyes publicadas en ediciones peruanas del siglo XIX (Fuentes, 1859), a excepción de algunas del siglo XVIII o XIX que ya fueron objeto de valiosas ediciones críticas, a saber: las del virrey Conde de Superunda (Moreno Cebrián, 1983) o las del virrey Abascal (Rodríguez Casado, 1944). En lo específicamente referido a sismos, algunas de las memorias correspondientes al siglo XVII son las de los virreyes Conde de Castellar, el Arzobispo Linán de Cisneros, el Marqués de Mancera y el Duque de la Palata, que refieren los sismos ocurridos en Lima en 1630, 1655 y 1687, respectivamente (Hanke, 1980). El uso de estas fuentes debe estar previamente tamizado a la luz de cierto orden de observaciones, referidas fundamentalmente a su verdadera autoría (Lohmann, 1959).

      De los mismos virreyes emana otro tipo de fuente, a saber, su correspondencia oficial, compuesta por los documentos administrativos de variadísima índole que enviaban frecuentemente a las autoridades establecidas en la Península. Un excepcional y abundantísimo conjunto de documentos fue recopilado por el diplomático argentino Roberto Levillier en catorce tomos publicados en Madrid en la década de 1920. Gracias a ellos sabemos de las providencias que el virrey Villardompardo ejecutó para paliar los efectos del sismo que afectó Lima en julio de 1586 (Levillier, 1925, tomo X). Este tipo de fuente también se extiende a las audiencias, las que reemplazaban al virrey en caso de su ausencia o muerte. La correspondencia emanada de la Audiencia de Lima, en relación con el terremoto de 1586, obra en archivos españoles (Ortiz de la Tabla et al., 1999).

      El otro gran conjunto de fuentes civiles proviene de los cabildos, instancia en que se reglamentaba la vida de las ciudades hispanoamericanas y que, para la época virreinal, conjugó numerosas prerrogativas de orden administrativo. Entre las ciudades peruanas, Lima es la que cuenta con una mejor oferta de este tipo de fuente, ya que los libros en los que se consigna el tenor de cada una de las sesiones que presidía el alcalde de la ciudad forman un corpus documental casi ininterrumpido desde el momento mismo de su fundación. Por otra parte, la feliz iniciativa del municipio limeño de publicar los libros de cabildo empezó a materializarse a partir de 1935, coincidiendo con la celebración del cuarto centenario de la fundación de Lima. Veintitrés gruesos volúmenes se editaron entre 1935 y 1963, conteniendo la transcripción puntual de cada una de las sesiones de cabildo en el periodo 1535-1637. Adicionalmente, los editores consideraron necesario elaborar dos índices generales para facilitar el manejo de los volúmenes, aun cuando se trata de herramientas medianamente útiles, pues distan de ser exhaustivos y, por añadidura, solo cubren hasta las sesiones de 1609, con lo cual ocho volúmenes se ven desprovistos de semejante instrumento. Es cierto que, antes, se publicó una edición de aquellos libros a fines del siglo XIX; no obstante, solo reprodujo las primeras sesiones de cabildo, aunque, en compensación, contuvo valiosos documentos vinculados a los primeros años de vida de la ciudad. Hemos hecho uso intensivo de los libros de cabildo, como podrá apreciarse en el catálogo histórico-sísmico que incluimos luego de esta parte introductoria.

      El destino de libros similares de las demás ciudades, ha sido distinto. Algunas, como Trujillo, Arequipa o Huamanga, los conservan; otros, como los de Ica, se encuentran desaparecidos (Casa Vilca, 1935). Guillermo Lohmann trazó un panorama de todas las actas de cabildo que habían sido publicadas hasta la década de 1960, entre las que se contaban las del Cusco, Chachapoyas, Huamanga, Piura y, evidentemente, la serie limeña (Lohmann, 1969: XIV), notando la marcada tendencia hacia las transcripciones de las actas más tempranas y que correspondían al siglo XVI. Una edición de libros de cabildo no siempre depara información confiable; es el caso de los sucesivos folletos que Alberto Larco Herrera dio a la imprenta desde 1917, reproduciendo parcialmente aquellas sesiones del cabildo de Trujillo que, en su parecer, podían contener información relevante sobre varios tópicos: sociales, económicos, culturales o religiosos. El resultado es una sucesión de transcripciones truncas y de omisiones flagrantes, aunque ello no obste para hallar información


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