Historia de los sismos en el Perú. Lizardo Seiner Lizárraga

Historia de los sismos en el Perú - Lizardo Seiner Lizárraga


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sísmico. De lo visto con las ediciones disponibles de la crónica de Oliva, puede entreverse la necesidad de no relativizar en absoluto lo concerniente a una edición, pues, aunque en este caso las versiones hayan resultado similares, en otros podríamos estar frente a versiones distintas que, a su vez, podrían estar configurando relatos diferentes.

      Sobre este asunto, bien vale la pena ofrecer otro caso comparando algunas versiones de la llamada “Ceniza de Arequipa”, ocurrida en febrero de 1600. Bernabé Cobo —otro cronista jesuita—, a pesar de encontrarse en Lima, compuso un valioso testimonio del evento, pues en su calidad de testigo contemporáneo a los hechos (“por haberme hallado yo a la sazón en este reino y sido testigo de vista de parte desta tan terrible tempestad, aunque estaba más de ciento y sesenta leguas distante del volcán, me habré de alargar algo en contarla”) ofrece una valiosa versión de primera mano, pero cuyas fuentes desconocemos. Identifica al volcán Omate como el que hizo explosión y causó la referida lluvia de ceniza sobre Arequipa (Cobo [1653], 1956, I: 95). Una serie de eventos sísmicos asociados empezaron a sentirse en Arequipa a las 9 de la noche, el viernes 18 de febrero, primera semana de cuaresma, los que se prolongan hasta el domingo 20. El 18 se advirtieron ruidos que “sonaron muy grandes y espantosos truenos a manera de artillería”, a lo que siguió, el sábado, una lluvia de arena blanca desde las 5 de la tarde. El domingo en la tarde, a las 2, se advertía una noche oscura, situación mantenida hasta el martes 22. Del miércoles en adelante, los días no fueron tan oscuros, pero aún no se divisaba el sol. Al sábado siguiente, 26, “no hubo día porque todo él fue noche tenebrosa sin rastro de luz” (ibíd.: 97). Desde el 30, “se fue amansando la tormenta y la ceniza fue siempre en disminución aunque no tan apriesa que no queden hasta hoy [1653] en Arequipa y su comarca muchas reliquias desta calamidad”.

      El relato de Cobo incide en la incertidumbre inicial sobre el origen de los ruidos que se escuchaban en Arequipa. Solo al cabo de diez o doce días se despejó la duda, cuando se supo, por el relato de indios provenientes de zonas cercanas a la explosión, identificar al volcán causante de todo lo ocurrido: el Omate, ubicado hacia al sur, en Moquegua. Ellos aportan el relato de la erupción del volcán: “… aunque amansó la tempestad y aclaró el aire no fue de manera que se pudiese ver el sol claro por muchos meses ni por más de ocho dejó de temblar la tierra tres o cuatro veces al día ni de salir truenos y ceniza del volcán de vez en cuando…”. Lima no estuvo al margen de la incertidumbre, pues

      los horribles bramidos del volcán (…) oyéronse a doscientas leguas de distancia, y en la ciudad de Lima, que está a ciento y sesenta y cuatro leguas del volcán, los oímos tan claramente cuando entonces nos hallamos en ella que tuvimos por cierto (…) que los truenos que oíamos eran de la artillería que en la batalla se disparaban (ibíd.: 99).

      El mayor daño lo provocó —aunque pudiera suponerse algo distinto— la enorme emisión de ceniza que había caído en los alrededores del volcán y en comarcas alejadas, como Arequipa; aún en 1652 quedaban sus rastros en los llanos de la costa. Hubo avalanchas de ceniza que sepultaron numerosas viviendas y que originó en Moquegua la rotura de cientos de botijas de vino y aguardiente. El fenómeno telúrico aún llegó a mayores, pues provocó que el río Tambo se represara, probablemente por efecto de algún deslizamiento de tierra (ibíd.: 100).

      A diferencia de Cobo — aun cuando siendo un testigo de oídas, compuso un relato valioso—, los testigos de vista son quienes proporcionan una narración más fidedigna de lo ocurrido. Así como Martín de Murúa ofrece, en su condición de procurador del convento mercedario instalado en Arequipa, un testimonio de primera mano para la catástrofe que la asoló en febrero de 1600, Antonio de la Calancha, a la sazón prior del convento agustino de Trujillo, es un narrador de los sucesos que acompañaron al terremoto que afectó esta ciudad en 1619. Las crónicas que ambos publicaron contienen los relatos pormenorizados de ambos terremotos. La primera edición de las crónicas de Murúa estuvo a cargo de Horacio Urteaga y Carlos Romero y fue a la que tuvo acceso Silgado, aunque algunos la hayan calificado de deficiente. No debe olvidarse el hecho de que del uso de esta edición se origina su error de asignar 1590 como año de edición de la crónica.

      De la obra de Calancha, Coronica moralizada del Orden de San Agustín, publicada en Barcelona en 1638, solo tenemos disponible la edición original y una reedición hecha en la década de 1970. La primera ya era escasa en el siglo XVII. Al P. Bernardo de Torres, también agustino, le fue encomendada por sus superiores la tarea de acabar la obra inconclusa de Calancha; en virtud de ello, dio a la imprenta un segundo tomo, publicado en Lima en 1657,12 al final del cual incluía un Epítome —suerte de compendio del primer tomo de Calancha— “para que el curioso no necesitase de buscar el primero para hacerse capaz y tener bastantes noticias de los años anteriores”.13 Sin embargo, la razón de incluir dicho compendio era la poca accesibilidad a la edición de 1638, “por ser ya difícil hallar el primer tomo”.14 La importancia de elegir la edición más conveniente radica en el hecho de que algunas ediciones solo reproducen parcialmente la obra de Calancha; tanto es así, que una edición conjunta de ambos cronistas agustinos omite por completo la edición de 1638 y solo se limita a reproducir el Epítome mencionado (Merino, 1972). En esta edición, por consiguiente, no aparece noticia alguna sobre el desempeño de Calancha en el priorato del convento de San Agustín de Trujillo. En cambio, la edición moderna, segunda, publicada en Lima por Ignacio Prado Pastor, reproduce la edición príncipe, la única en español en más de tres siglos, si bien se había traducido anteriormente al latín (1652) y al francés (1653).15

      A diferencia de quienes lo precedieron en la tarea de confeccionar un listado de sismos, fue José Toribio Polo quien mostró, por vez primera, en 1898, el amplísimo y variado abanico de fuentes disponibles para identificar eventos sísmicos y así emprender la reconstrucción de la sismicidad histórica del país. Y es que, en realidad, solo un reconocido erudito como él pudo organizar, apenas en un mes, la dispersa información existente. La Sociedad Geográfica de Lima, acogiendo un pedido del gobierno argentino —asunto que aún no hemos dilucidado suficientemente—, encargó a uno de sus socios la tarea de elaborar un catálogo sísmico, la que asumió Polo, quien, en un periodo relativamente corto, pudo identificar cerca de 2.500 ocurrencias sísmicas sentidas en territorio peruano en cuatro siglos. En tal sentido, la primera interrogante que creemos válida es: ¿por qué eligió determinadas obras y dejó de lado otras? En otras palabras: ¿cuál fue el criterio empleado para su selección de fuentes?

      ¿Cuál era el panorama de fuentes disponibles en el Perú a fines del siglo XIX, a efectos de elaborar un catálogo sísmico? De lo conocido en esa época, Polo pudo identificar, de primera intención, algunas fuentes capaces de albergar información sísmico-histórica. Suponemos que las crónicas conventuales eran de lo primero que había por revisar; los textos de Calancha, Torres, Meléndez, etc., se hallaban disponibles en varias colecciones limeñas, empezando por la Biblioteca Nacional, aparte de las propias bibliotecas conventuales y particulares. Por otro lado, los cronistas —soldados o religiosos— tampoco estuvieron ajenos a su búsqueda; así aparecen los jesuitas Acosta, Cobo y Oliva, además de los Comentarios reales de Garcilaso y las Decadas de Antonio de Herrera, cronista mayor de Indias. Si todas estas obras pudieron significar materia de elección obvia por parte de Polo, menos lógicas aparecerían a nuestros ojos las productivas búsquedas que desarrolló en textos aparentemente desvinculados de asuntos peruanos virreinales, como son los casos de Pedro de Oña, Martín del Barco Centenera o el franciscano Torquemada. Además, tampoco es inútil suponer que Polo pudo haber consultado las grandes colecciones impresas de documentos que aparecen a lo largo del siglo XIX (Porras, 1954: 208), luego completadas con los grandes aportes del erudito español Marcos Jiménez de la Espada, especialmente las Relaciones Geográficas de Indias (1879, 1881-1897) (Porras, 1954: 211), el chileno José Toribio Medina (ibíd.: 211) y los peruanos González de la Rosa y Torres Saldamando. Para la investigación en materia de sismicidad histórica, la obra de Polo es la gran summa de fines del siglo XIX, y representa el paso esencial en la evolución de los antiguos listados a los catálogos sísmicos.

      Ya en el siglo XX y, por consiguiente, posterior


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