Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

Narradores del caos - Carlos Mario Correa Soto


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perfumes, desodorantes, toallas desechables, relojes, fotos, dagas, abrecartas y tarjetas de saludo, visita y navidad, además de camisas, corbatas y calcetines nuevos, algunos aún con su papel de regalo a medio abrir– que el dictador dejó alguna vez ahí y muy probablemente después olvidó, sin que nadie se atreviera a sacarlos o cambiarlos de lugar, siquiera a pasarles un plumero.

      Entre tanto, Daniel Alarcón (2012) nos engancha desde las primeras líneas de un relato que recorre el interior de Lurigancho25, la más grande institución penal del Perú, a pocos kilómetros del centro de Lima, donde los siete mil cuatrocientos hombres que viven allí –en un espacio construido para alojar a dos mil–, no usan uniformes; no se pasa lista ni hay horario de encierro ni se apagan las luces a una hora determinada. Por una razón: mientras que las autoridades tienen un control nominal los presos lo tienen real; son ellos los que gobiernan de puertas para adentro y tanto la disciplina como la recreación es su responsabilidad.

      La “cárcel” se divide en dos territorios: El Jardín, donde viven los “prisioneros” más ricos; y La Pampa, donde viven los más pobres; entre ellos los sin-zapatos, un ejército de drogadictos sin esperanza; y los “rufos”, adictos al crack, una pandilla descarnada y enferma que roba o se prostituye para drogarse. Una estructura de clases bastante rígida ha surgido intramuros junto con el “sistema democrático” del Pabellón Siete –considerado como “un paraíso” dentro de El Jardín– reservado para narcotraficantes internacionales, donde hay cerca de treinta naciones representadas.

      En todo caso –descubre Alarcón– la versión de la prisión es un mercado al aire libre donde puede hacerse cortar el pelo o comprar jabón, pilas, máquinas de afeitar, camisetas viejas, drogas y chupetines; además de todo lo que se puede conseguir “por encargo” como teléfonos celulares, armas y alcohol. Y las drogas, en particular, “ayudan a sobrellevar la superpoblación y mantienen a una población por lo general nerviosa en un estado condescendiente y nebuloso” (2012).

      Pero también las ciudadelas de los muertos cobran vida cuando los cronistas pasean su mirada por entre los epitafios tallados en el mármol y, de pronto, ante uno de ellos se detienen a pensar, tras una rápida operación matemática, en la crónica que viene a ser la existencia de un ser humano entre las dos fechas que, inexorablemente, lo determinan: fecha de nacimiento-fecha de fallecimiento.

      En uno de los callejones de piso ajedrezado del parque cementerio de San Miguel, en el restaurado centro histórico de Santa Marta, Colombia, el escritor Juan Gabriel Vásquez detuvo sus pasos y su mirada para leer en una lápida: “Comandante Jaime Bateman Cayón26. M-19. Abril 23, 1940-abril 28, 1983. Morir por la patria no es morir. La promesa que será cumplida” (2013: 95).

      “Pienso –escribe Vásquez– en todo lo que ha pasado desde 1983; pienso en la promesa, en quién la habrá hecho, en quién tendrá a su cargo cumplirla; pienso, también, en esa relación extraña entre la muerte y las patrias” (2013: 95).

      El cronista Alexis Serrano Carmona, por su parte, se aleja de la ciudad para trepar por un camino empedrado, lleno de agujeros, rodeado de pencas y cipreses arropados por el frío, el viento y la neblina, hasta llegar a las montañas de Cusubamba, una parroquia de nueve mil habitantes en su mayoría indígenas, enraizada en las montañas de Cotopaxi, Ecuador, donde los miércoles realizan la feria del trueque.

      Cada semana se oferta de todo: sombreros, ponchos y sandalias, panes que aún guardan el sabor a horno de leña, espumillas blancas y rosadas, pescado frito, panelas, gaseosas y jugos artificiales, manteca de res y de cerdo. Pero los habitantes de Cusubamba esperan con ansiedad el “Togro: el alimento que tumbó al dólar” (2012) y que muchos lo comen solo y otros con una envoltura de mote –maíz cocido–.

      El togro –explica Serrano –es una masa gelatinosa que resulta de cocinar todo un día las patas y el cuero del cerdo –chancho o puerco– en ollas grandes. Cuando el agua, las patas y el cuero comienzan a compactarse de tanto hervir, la preparación habrá llegado a lo que las “togreras” conocen como el “punto”. Será el momento de colocar las vasijas plásticas que le dan su forma final. Luego recibirá el achiote en grano, que le da su color anaranjado, y le seguirán los aliños: cebolla, ajo, sal, orégano; la leche y “algunos otros detalles” que estas mujeres se guardan como un secreto. Esperan hasta que termine de cuajar y queda listo para destacarse como la estrella de la feria del trueque (2012).

      Ecuador es un país dolarizado pero en Cusubamba y en sus vecindades que son pueblos agrícolas, muy pocos de sus habitantes conocen el dólar y la mayoría aún vive del trueque. Allí el dólar se llama cebada y los centavos son otros granos, como el trigo y el maíz que no son tan cotizados como el togro. Con la cebada la gente consigue casi todo lo necesario: con tres libras, por ejemplo, una persona puede llevar para su casa, cuatro panes, un jugo artificial, dos fundas grandes de mote y, por supuesto, el infaltable togro (2012).

      Si de reportear en las alturas andinas se trata, Eliezer Budasoff escaló hasta los cuatro mil doscientos metros sobre el nivel del mar, a los pies del cerro nevado Sawasiray, en el Cusco, Perú, para enseñarnos el terruño y la historia de Julio Hancco, un campesino que cultiva trescientas variedades de papa. “El señor de las papas” (2015),27 tiene sesenta y dos años y ha sido calificado de custodio del conocimiento, guardián de la biodiversidad y productor estrella. Fue premiado con el Ají de Plata en la Feria Gastronómica Internacional de Lima –o feria de Mistura–, y ha sido visitado por investigadores de Italia, Japón, Francia, Bélgica, Rusia, Estados Unidos, y por productores de Bolivia y Ecuador que han viajado hasta sus tierras en la comunidad campesina Pampacorral, para saber cómo consigue producir tantas variedades de papa. Hancco –relata Budasoff– vive en un paisaje de suelos amarillos, colinas áridas y rocas gigantes adonde no llegan ni los automóviles ni la luz eléctrica. Entonces para ir hasta su casa hay que bajarse en la ruta y subir un kilómetro a pie por una ladera empinada. En verano, el agua de deshielo se enfría tanto que es doloroso lavarse la cara, y en invierno, el frío llega a diez grados bajo cero, una temperatura que puede congelar la piel en una hora. Para conseguir leña, Hancco tiene que andar cinco kilómetros hasta un sitio donde crecen los árboles, cortar los troncos y llevarlos a su casa a caballo. Para conseguir gas tiene que bajar hasta el camino asfaltado y tomar una camioneta que lo lleve hasta Lares, el pueblo más cercano, a más de veinte kilómetros, donde compra pan, arroz, verduras y frutas, que no puede producir en la tierra que heredó de sus padres, porque lo único que florece a esa altura es, justamente, la papa (2015).

      Es así como nos vamos enterando de que cuando el cronista latinoamericano sale a reportear no le bastan su preparación intelectual y su ambición profesional. El adiestramiento físico y emocional es también indispensable para alcanzar el éxito.

      Queda demostrado con Federico Bianchini, quien el 2 de febrero de 2014 viajó a la Antártida en un Hércules de la Fuerza Aérea Argentina para conocer en la base Doctor Alejandro Carlini –una de las siete bases permanentes de las trece que su país tiene en este territorio helado– el escenario y las rutinas de los estudios científicos que allá, durante el verano, desarrollan entre cincuenta y sesenta biólogos, geólogos, glaciólogos e ingenieros, con la flora, la fauna y los cambios en el clima.

      La base científica está emplazada en una isla que los argentinos llaman “25 de mayo”, los rusos, “Batepjóo Vaterloo”, los chilenos, “Rey Jorge” y varias personas en otras partes del mundo “King George”, y hace parta de las Shetlans del Sur, un archipiélago del Océano Glacial Antártico. Allí, en menos de una semana, Bianchini conoció las historias y los testimonios de personas que pasan meses contando ojos de Krill, midiendo el viento y la temperatura, contando elefantes marinos, estudiando el vómito de los pingüinos, y para quienes un ave, por ejemplo, llega a ser mucho más cercana que un familiar. Hasta ahí, todo le salía de maravilla en ese paraíso helado e inmaculado. Pero, cuando llego el momento de su regreso a Buenos Aires, el clima se tornó hostil, el avión encargado de llevarlo no pudo aterrizar, y su estadía se transformó en casi un mes encerrado en el hielo y tuvo que seguir una rutina de reglas estrictas para comer, ducharse, caminar y salir a la intemperie sitiado por la blancura de la nada; un paisaje bello y tenebroso al mismo tiempo.

      En su casa


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