Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto
concretos que materialicen esa violencia, abstracta para muchos, a través de historias de personas y de pueblos que la han vivido en carne y hueso. Un ejercicio de construcción de memoria que es común a toda Latinoamérica.
Los actores que producen la violencia que más ha afectado a los países latinoamericanos –y de manera cruenta además de Colombia, a Venezuela, Brasil, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México– están presentes en todas las páginas de las antologías de crónica latinoamericana actual: guerrilleros, paramilitares, fuerzas armadas estatales, pandilleros, narcotraficantes, secuestradores, pederastas y traficantes de personas.
“Así se fabrican guerrilleros muertos” (2014), es la segunda crónica que Ander Izagirre –bloguero y viajero español que ejerce el periodismo con botas contagiado del estilo de sus colegas latinoamericanos– escribió en Colombia sobre un negocio siniestro dentro su Ejército: los falsos positivos. Secuestraban a jóvenes para asesinarlos, luego los vestían como guerrilleros y así cobraban recompensas secretas del Gobierno de Álvaro Uribe (de 2002 a 2010). De ahí el término “falsos positivos”, en referencia a la fabricación de las pruebas. La Fiscalía ha registrado cuatro mil setecientas dieciséis denuncias por homicidios presuntamente cometidos por agentes de las fuerzas públicas (entre ellos, tres mil novecientos veinticinco correspondían a falsos positivos). Los observadores internacionales denuncian la dejadez, incluso la complicidad del Estado en estos crímenes masivos.
Izaguirre siguió la historia de Luz Marina Bernal, una de las madres del municipio de Soacha que rompieron el silencio y destaparon el escándalo. Su relato comienza así:
—Así que es usted es la madre del comandante narcoguerrillero –le dijo el fiscal de la ciudad de Ocaña.
—No, señor. Yo soy la madre de Fair Leonardo Porras Bernal.
—Eso mismo, pues. Su hijo dirigía un grupo armado. Se enfrentaron a tiros con la Brigada Móvil número 15, y él murió en el combate. Vestía de camuflaje y llevaba una pistola de 9 milímetros en la mano derecha. Las pruebas indican que disparó el arma.
Luz Marina Bernal respondió que su hijo Leonardo, de 26 años, tenía limitaciones mentales de nacimiento, que su capacidad intelectual equivalía a la de un niño de 8 años, que no sabía leer ni escribir, que le habían certificado una discapacidad del 53%. Que tenía la parte derecha del cuerpo paralizada, incluida esa mano con la que decían que manejaba una pistola. Que desapareció de casa el 8 de enero y lo mataron el 12, a setecientos kilómetros. ¿Cómo iba a ser comandante de un grupo guerrillero?
—Yo no sé, señora, es lo que dice el reporte del Ejército.
A Luz Marina no le dejaron ver el cuerpo de su hijo en la fosa común. Unos veinte militares vigilaban la exhumación y le entregaron un ataúd sellado. Un año y medio más tarde, cuando lo abrieron para las investigaciones del caso, descubrieron que allí solo había un torso humano con seis vértebras y un cráneo relleno con una camiseta en el lugar del cerebro. Correspondían, efectivamente, a Leonardo Porras (Izaguirre, 2014).
De este modo, la crónica es “el altavoz de la víctima”. Ahora a la crónica latinoamericana “le fascina la víctima” de la violencia (Jaramillo Agudelo, 2012: 45). No está lejano el tiempo en el que la situación fue al contrario: el victimario fue el protagonista de diversas historias de horror en las que, por ejemplo en Colombia, figuran incluso como autores de los relatos –muchos de ellos empaquetados en libros– y los periodistas como sus amanuenses.
Aunque los medios de comunicación hegemónicos informan sobre la violencia, esta no suele trascender más allá del dato noticioso, de una imagen anónima o una víctima desconsolada por unos segundos frente a la cámara. En ellos su tratamiento corresponde a la forma que en Latinoamérica es más conocida como nota roja –pero que también indistintamente se nombra como crónica roja, policial, judicial o de sucesos–. Este tipo de relatos se refieren a hechos violentos o sangrientos causados por personas comunes, lo que llama la atención a los lectores, pues quienes protagonizan estas historias podrían ser sus vecinos, compañeros o familiares (Correa, 2011).
El investigador mexicano José Luis Arriaga Ornellas considera que la nota roja, tradicionalmente breve y concisa, en una acepción general es el género informativo por el cual se da cuenta de eventos “en los que se encuentra implícito algún modo de violencia –humana o no– que rompe lo común de una sociedad determinada y, a veces también, su normatividad legal”. Y precisa que en su horma “caben los relatos acerca de hechos criminales, catástrofes, accidentes o escándalos en general, pero expuestos según un código cuyos elementos más identificables son los encabezados impactantes, las narraciones con tintes de exageración y melodrama, entre otros” (2002).
La prosa cronística del tipo reportaje tal como la hemos estado considerando en este libro, sustentada por un notable contraste de fuentes de información y de versiones documentales y testimoniales, así como por el acercamiento del reportero a las víctimas y a los victimarios, humaniza la noticia, le da un rostro a las historias y las presenta ubicándolas en un tiempo y en un territorio claramente definidos.
Así que, a veces, para retratar la violencia basta la crudeza de una descripción sencilla y detallada de una situación. Sin recurrir a la reflexión rimbombante, el cronista le entrega al lector un instante a través de sus palabras. Otras veces, el suspenso y lo inesperado se funden en la narración.
Tenemos entonces que la reconstrucción, la escenificación, la dramatización, la personificación y el acercamiento, es decir, la relocalización narrativa de los hechos de violencia, fortalecen el contenido y la forma de la nota roja, la cual de esta manera –además del contacto audaz de los reporteros con las víctimas y los victimarios de las tragedias que se proponen registrar– adquiere la holgura y el aliento de la crónica de reportaje.
Relocalizar el relato –explica Rossana Reguillo–, significa participar de algún modo en lo narrado. […] El acontecimiento, el personaje, la historia narrada, pierden su dimensión singular y se transforman en memoria colectiva, en testimonio de lo compartible, de lo que une en la miseria, en el dolor, en la fiesta, en el gozo (2007: 45).
Relocalizar el relato del suceso criminal, recontarlo, transformarlo en una historia extraordinaria y compartirla con la gente como lo hizo el reportero argentino Rodolfo Palacios –el Truman Capote suramericano– en “La historia de las gemelas” (2013). Hernán Casciari, quien junto a Josefina Licitra, editó la historia para la revista Orsai, a través de su blog, el 14 de febrero de 2013, alertó a los lectores de la próxima edición sobre la crónica de Palacios:
Mientras escribo este adelanto de la Orsai N12, una chica de veintitrés años se está casando con su novio en un pueblo de la Patagonia. La pareja eligió dar el “sí” justo el Día de los Enamorados. La madre de la chica está ausente porque el novio mató a la hermana gemela de la novia. Por eso él entrará al Registro Civil esposado. Y por eso, también, la luna de miel será en la cárcel […] Lo que quiero decir, para terminar, es que Rodolfo volvió hace unos días con una de las mejores crónicas policiales que leí en la vida. La empecé hace cuatro noches, en la cocina, y a cada rato pensaba: “Que no termine nunca, que no termine”. Le habíamos pedido seis mil palabras. Nos devolvió once mil y no supimos qué cortar. Decidimos, porque gracias a la virgen santa no tenemos publicidad, no cortar nada. Lo que leerán desde los primeros días de marzo es casi una novela corta. La diferencia es que está ocurriendo ahora (2013).
Rodolfo Palacios comenzó su historia de las gemelas Casas en la revista Orsai número 12, marzo de 2013, con este párrafo:
En los sueños de Marcelina del Carmen Orellana, los muertos aparecen en blanco y negro. A sus abuelos los sueña como si fueran parte de una foto antigua. Y a su hija Johana –asesinada hace dos años– Marcelina la ve como una actriz de Hollywood: peinado tirante, cejas finas, ojos negros, labios y nariz que caben perfectos en una cara angulosa parecida a la de Audrey Hepburn (2013).
“Es difícil explicar cómo escribe Rodolfo –señala Hernán Casciari en un comentario sobre el detrás de escena de la confección de la historia–. Tiene una magia única: la de involucrarse en las historias