Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto

Narradores del caos - Carlos Mario Correa Soto


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de los horrores de la violencia generada por el narco mexicano, el dolor, el absurdo, el odio, la descripción de sus consecuencias y del sonido de los disparos –ese epidémico bang, bang, bang– hacen parte de una crónica coral escrita por once periodistas narradores que han estado inmersos en el terreno de los acontecimientos, reunidos en la antología de Juan Pablo Meneses titulada Generación ¡bang! (2012b).

      Meneses explica que las crónicas antes de ser juntadas en su libro fueron publicadas por partes en medios nacionales y extranjeros por once reporteros que comenzaron el sexenio del gobierno de Felipe Calderón –del 1 de diciembre de 2006 al 30 de noviembre de 2012– con menos de treinta y cinco años, que crecieron “leyendo el boom de la nueva crónica latinoamericana y usaron esa forma de narrar” (2012b) para relatar la violencia del narco y la guerra de Calderón.

      Estos cronistas –explica Meneses– no escribieron eruditos ensayos académicos sobre la violencia,

      […] redactados desde un cómodo escritorio de algún barrio fuera de peligro. Tampoco son reporteros de primera línea, aquellos que sacrifican su vida por el dato duro y el conteo de balas, y de los cuales hay demasiados muertos. Estos nuevos cronistas de Indias mexicanos –valora Meneses – relataron historias de violencia más que el número de víctimas (2012b).

      Los once reporteros “¡Bang!”, y sus respectivas crónicas reunidas en el libro de Meneses, son: Alejandro Almazán, con “Un narco sin suerte”; Daniel de la Fuente, “Partes de guerra”; Galia García Palafox, “La mujer más valiente de México tiene miedo”; Thelma Gómez Durán, “Los sheriffs de la montaña”; Luis Guillermo Hernández, “Los niños de la furia”; Diego Enrique Osorno, “Un vaquero cruza la frontera en silencio”; Humberto Padgett, “Los desaparecidos de Tamaulipas”; Daniela Rea, “Juegan a ser sicarios”; Emiliano Ruiz Parra, “La voz de la tribu”; Marcela Turati, “Vivir de la muerte”; y Juan Veledíaz, “¿Qué hay en el más allá de un narco?”.

      La crónica es “el altavoz de la víctima” y la cronista Patricia Nieto –altavoz de sus colegas latinoamericanos en la narrativa periodística de la violencia–, con determinación y perseverancia ha alentado a las víctimas de las violencias de Colombia –en su mayoría mujeres– a dar su testimonio en las páginas de sus relatos sueltos en revistas y periódicos y en las de los agrupados en sus libros, para nutrir de escenas, de preguntas y de respuestas incómodas la memoria de un país que se acostumbró a llorar para adentro y a olvidar.

      Sus libros, tanto los que firma como editora de cronistas naturales37 asesorados e iluminados por ella, como los reportajes de su autoría, ponen de presente el valor del género periodístico testimonial que, por la fuerza de su expresividad elemental, nativa, a corazón abierto y en carne viva, no da lugar a que el lector duque de la veracidad de las historias que grafican la magnitud del drama que la violencia ha causado en la nación colombiana.

      Ahí justamente está uno de los principales aportes de sus trabajos cronísticos: romper la mudez de las víctimas que se ha traducido en amnesia e impunidad. Son relatos testimoniales que presentan la tragedia colombiana con nombres propios de personas y de lugares, con clara descripción de situaciones y consecuencias que permiten ver más allá de los esguinces de responsabilidades de todo tipo que hacen los victimarios cuando hablan –y en Colombia hablan bastante– ante los medios judiciales y de comunicación.

      El lenguaje de las víctimas que se oye en los relatos de Patricia Nieto es sencillo, rico en el detalle y en la imagen descriptiva; elocuente, directo, sin metáforas. Es el lenguaje de la evidencia y de la recordación sincera de quienes como escritores novatos o como fuentes informativas testimoniales se presentan ante la cronista –y ante los lectores– como el niño que se apoya en sus primeras frases para satisfacer necesidades elementales y no sabe mentir, pues al no tener el complejo oficio que impone el uso del lenguaje organizado tampoco tiene oficio para la mentira.

      Vemos entonces como en el libro Llanto en el paraíso. Crónicas de la guerra en Colombia (2009), la estructura narrativa está soportada en tres historias mayores contadas por voces de mujeres del campo que relatan episodios en los que se entrecruzan todas las formas de la violencia colombiana. Y si bien las voces acaban formando un coro trágico que estremece al lector, en medio del dolor, la narración también rescata el heroísmo, el amor a la vida, la alegría y la pureza de alma de estas mujeres.

      En Los escogidos (2012), Patricia Nieto reúne las historias de un grupo de personas, hombres y mujeres de diferentes edades y oficios, de Puerto Berrío, donde han tenido que ver desde hace varios años con los “muertos del agua” o “pepes”, como denominan los lugareños a esos “barcos fantasmas” del río Magdalena que con tiros de gracia en la cabeza, mutilaciones en las extremidades y coronados de gallinazos, atracan en una playa, en una raíz o en una atarraya, de donde son salvados y luego lavados, nombrados, sepultados, apadrinados e invocados todos los días, pero especialmente los lunes de difuntos, en el pabellón de caridad del cementerio local.

      La reportera Nieto escucha y mira de cerca, discierne y narra con detalles:

      “La pesca no siempre es buena”, dice Ciro buscando mis ojos. Todavía era un niño cuando el río dejó de parecerle el paraíso. Sintió que la red se templó y con solo mirar a su padre supo que debía sumergirse, nadar hasta el punto de tensión, valorar la presa y subir para dar aviso. Lo visto no le pareció conocido. Se acercó, palpó y supo que no era la piel de animal de río. Con solo tocarlo, las carnes de deshacían. Lo rodeó a nado y lo exploró. Era el cuerpo de un hombre boca arriba, desnudo, con la cabellera revuelta y los dedos descarnados. Solo en la superficie, cuando recuperó el aliento, se dio cuenta de que lloraba como el niño que era. Se echó a flotar y lloriqueó mirando el cielo, de espaldas al agua que lo arrastraba. Después de un suspiro hondo, retornó al seno del río con la pena de haber perdido la inocencia. Liberó el cuerpo de la red y dejo que la corriente se lo llevara (2012: 23).

      En la estructura y en la narración de Los escogidos –como también lo apreciamos en Llanto en el paraíso– percibimos a Patricia Nieto con sus dedos trabajando sobre el teclado de la computadora, no exactamente con los movimientos frenéticos de una escritora de periodismo, sino con los movimientos lentos, delicados y precisos de una tejedora que, a la manera de Penélope mientras espera a Odiseo, hila y deshila, detalle tras detalle, la angustia y la pena de las víctimas de su país martirizado por los violentos; entrelazándolas y anudándolas con tanto primor y sutileza que los lectores no vemos las costuras cuando pasamos la mirada de una oración a otra, de un párrafo a otro, y nos deslizamos por el relato como por una pista de esquí.

      En cada puntada con dedal que Patricia Nieto da en la composición de sus textos, cuidándose para no ir a pincharse con las tentaciones y las exhibiciones propias del artificio de una prosa presumida de literatura y vacía de periodismo, va entreverando y anudando sus relatos en primera y tercera persona con las piezas testimoniales de los testigos excepcionales de la “existencia” que llevan Los escogidos. Y logra, con la unión de estas voces, darle forma a una elegía que a medida que la vamos leyendo, también la vamos oyendo, y nos cala hasta los huesos.

      Patricia Nieto denota valor y muchísima pasión en la investigación y escritura de Los escogidos, asumiendo con entereza su compromiso como altavoz de las víctimas de la violencia colombiana, a pesar de que es muy probable que en sus faenas de reportera le haya escuchado decir en tono de advertencia a los “señores de la guerra” que “hay verdades que no se pueden decir”; y mucho menos atreverse a describirlas como ella lo ha hace en esta crónica… Pues lo más sano sería taparse los ojos y la nariz, tomar una vara y “ayudarlas a embarcar” para que la corriente periodística del miedo y la indolencia, de las declaraciones y las versiones libres –en directo y por Skype–, siga haciendo su trabajo a favor de los victimarios.

      ¡Víctimas del conflicto colombiano quién las pudiera nombrar…! ¡Qué Patricia Nieto las saque de su olvido y las lleve a figurar…! Porque gracias al trabajo de esta cronista, los “ene ene” (NN) rescatados de las aguas del Magdalena –el río madre de Colombia– y sus dolientes en el pabellón de caridad del cementerio de Puerto Berrío, escogidos por ella como personajes de su relato, si


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