Narradores del caos. Carlos Mario Correa Soto
todo caso, la mirada y el ímpetu narrativo de Palacios se regodean con un material imperdible para los escritores de crónica roja policial –que en sus días habría hecho chuparse los dedos al mismísimo Capote estadounidense– y, claro, a los lectores ávidos de sus truculencias: el señalado asesino se acostaba, al mismo tiempo, con Johana y Edith, las gemelas Casas; Johana es asesinada de dos tiros en un descampado por su novio, Víctor Cingolani; dos años más tarde Edith toma la decisión de casarse con el presunto asesino de su hermana aun sabiendo de la pólvora que la Policía encontró en las manos de este; según todos los testigos, las gemelas Casas eran las mujeres más hermosas nacidas al sur del mundo. ¿Qué pasó realmente? ¿La gemela se quiere casar con el asesino de su hermana para vengarse? ¿De verdad lo ama? ¿Mataron a Johana entre los dos? ¿Él es inocente y purga una condena injusta? ¿Está encubriendo a alguien?
Rodolfo Palacios va dando, una a una, las pistas y las respuestas de esta crónica erótica-policial. ¡Imperdible!
O también, relocalizar el relato del suceso criminal, reconstruirlo con herramientas y estrategias de indagación periodística, ubicarlo en el contexto de una sociedad disfuncional y marginal, y tonificarlo con los artificios formales de la novela negra policial, es lo que hacen en sus trabajos divulgados en el formato de libro otros dos notables cronistas de tinta roja: Javier Sinay en Sangre joven. Matar y morir antes de la adultez (2009) y en Los crímenes de Moisés Ville. Una historia de gauchos y judíos (2016)33, y Miguel Prenz en La Misa del Diablo. Anatomía de un crimen ritual (2013).
Las historias de estos cronistas son para leerlas con los nervios templados y los sentidos indignados. No creemos que se puedan digerir impunemente. Así que mientras ustedes se atreven a abrir las páginas de sus libros, estas son las síntesis:
Sinay reúne seis asesinatos que tuvieron resonancia para los medios masivos de comunicación pero que luego fueron olvidados por estos, cometidos o sufridos por jóvenes, hombres y mujeres, entre diecisiete y veintiséis años de edad, a quienes él trata de comprender, sin juzgarlos ni estereotiparlos, reconstruyendo cada uno de los casos con un tipo de relato donde mezcla las escenas de los crímenes con las escenas del mundo cotidiano, familiar y social de las víctimas y de sus verdugos. Y Prenz da cuenta del asesinato de Ramón González –conocido como Ramoncito–, de doce años de edad, cuyo cadáver decapitado apareció el domingo 8 de octubre de 2006 a dos cuadras de la terminal de buses de la ciudad de Mercedes, Corrientes, en Argentina. La cabeza de la víctima estaba apoyada junto a su cuerpo semidesnudo, y las investigaciones judiciales develaron que se trataba de un crimen ligado a un ritual, durante el que había sido violado y torturado.
Si ya tienen los nervios templados, asómense a las páginas de ambos libros. Las historias de Javier Sinay y Miguel Prenz, gracias a la audacia que tienen como escritores para sacarle provecho al sensacionalismo ajustado a la crónica roja –y negra– policial, nos hielan la sangre…
De la sangre helada de los crímenes en el sur del continente pasamos a la sangre caliente de los asesinatos sistemáticos y en serie –a partir de 1993– de mujeres jóvenes en Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, en la frontera de México con Estados Unidos, donde se sumergió con su olfato de tiburón Sergio González Rodríguez, y de donde emergió con su colosal reportaje publicado en el libro Huesos en el desierto (2002).
Camaleón desconcertante de reportaje, crónica, ensayo y bitácora de una tragedia humanitaria irresoluta, Huesos en el desierto, es el resultado de las pesquisas de un reportero aplicado y persistente detrás de un rastro de sangre que lo conduce a una trama de complicidades y silencios34 entre homicidas, policías, autoridades locales y nacionales, ciudadanos y gobernantes indolentes y corrompidos, que tanto por sus acciones como por sus omisiones, contribuyen a que las muertas de Juárez –capital mundial del feminicidio– hoy ya se sumen por centenares, pues entre cifras oficiales y extraoficiales las cuentas superan las quinientas asesinadas.
En su “Epílogo personal” del libro, González Rodríguez explica que comenzó a interesarse en los homicidios contra mujeres en Ciudad Juárez durante 1995:
Una mañana de 1996 –recuerda–, salí de la Ciudad de México hacia la frontera norte. Y hallé un rastro de sangre. Desde entonces, lo he seguido. […] A veces, el rastro aquel se convertía en un hilillo casi invisible, y había que aguzar los sentidos para distinguirlo. Luego se volvía ostentoso de tan evidente. Un charco de sangre espesa en el que se hunden la indignación y el azoro. Una y otra vez perduraron las palabras, los testimonios, los documentos, los datos, los hechos, los indicios, las conductas circulares (2002: 284).
En 2002, cuando González Rodríguez le puso punto final a su reportaje veía “patente, ante todo, la existencia de un centenar de homicidios seriales contra mujeres” en Ciudad Juárez. Producto de móviles confusos de cariz misógino y contenido sexual, “en un contexto de protecciones y omisiones de las autoridades mexicanas”; cuyos culpables estarían libres o muertos; con muchos chivos expiatorios e individuos inocentes en la cárcel; “la carencia de una investigación policiaca de calidad” y diversas personas que sufrieron “avisos”, intromisiones, amenazas o atentados para que dejaran de atestiguar, o de ahondar en las pesquisas de los asesinatos contra mujeres en Juárez (2002: 284-285).
Avisado, amenazado, golpeado y asaltado en sitios públicos y en taxis, en el camino de su casa o de su trabajo, González Rodríguez se dio cuenta de que había ido muy lejos en las pesquisas de su reportaje y en sus conclusiones: “El país alberga ya un gran osario infame, que fosforece bajo la complacencia de las autoridades” (2002: 286). Había llegado hasta donde el periodismo tiene potestad: hasta denunciar intrigas, mostrar indicios y situaciones, perfilar a víctimas y victimarios, testimoniar, divulgar… Y poco más. De ahí en adelante quienes debían actuar para encontrar la verdad, identificar y castigar a los criminales, es decir, las autoridades policiales, judiciales y gubernamentales, dieron pasos vacilantes o se hicieron las de la vista gorda.
No obstante, por su determinante y perturbador trabajo de reportero35 Sergio González Rodríguez no se quedó con las manos vacías y a los reconocimientos nacionales e internacionales de periodismo que ha recibido, se suma el homenaje que le hizo el escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003), al incluirlo con su nombre propio36 como personaje de su novela póstuma 2666 (2004).
***
En marzo de 2013, Jon Lee Anderson, un reportero que ha cubierto las guerras más trascendentales de la actualidad, viaja al noreste de México y, guiado por el cronista Diego Enrique Osorno, comienza a conocer algunos hechos y testimonios de la violencia extrema que produce la guerra del narcotráfico.
Osorno pone en contacto a Anderson con “un operador a ras del suelo; un soldado zeta” (Osorno, 2013), quien, a sangre fría, le da referencias de confrontaciones y crímenes en Nuevo León, Coahuila y Tamaulipas, entre ellas sobre las prácticas para eliminar a sus enemigos quemándolos con combustible “para que ya no quede nada de ti” (Osorno, 2013), según dice.
Cuando yo estuve la primera vez en eso –les cuenta el soldado zeta a Anderson y a Osorno–duré como un mes sin comer pollo ni carne porque huele igual, casi lo mismo que cuando pasas por un restaurante o un lugar donde venden pollo asado. Me di cuenta que el pollo asado huele como una persona normal (Osorno, 2013).
El testimonio lo comparte Osorno con sus lectores de la revista Gatopardo en “Entrevista con un zeta” (2013), tras advertirles que el periodismo en el que cree está lejos de la parafernalia y las fuentes oficiales; y que esa ha sido su manera de acercase a los agujeros negros de la realidad mexicana.
Anderson –un periodista que vive con el fuego dentro– esta vez, delante de Osorno, no oculta su estupor por el testimonio de su entrevistado sobre las atrocidades que comete como soldado zeta, y le hace otra pregunta:
—¿Te cambia la concepción de la vida un poco?
—Sí, te quedas como ondeao –responde el zeta, y en seguida explica–: ondeao es una palabra que quiere decir que te quedas volteando para todos lados y no sabes qué hacer. Como loco. Cuando yo bajé de allá de la sierra –añade– iba pasando así por la calle y me