Migrantes. Roger Norum
latinoamericanas han sido modeladas por valores universales directamente provenientes de la Ilustración y la Revolución francesa, y el concepto de raza aparecería como discriminatorio frente a sus ideas de ciudadanía universal. A la vez, estos países privilegian una ideología nacional que pone de relieve una mezcla supuestamente armoniosa de las razas europea, africana e indígena, resultante en un nuevo tipo, el mestizo. Esto también ha tenido una formulación idealizada y políticamente influyente en algunos sectores en la idea de que en Iberoamérica nació «la raza cósmica», con todas las herencias históricas encarnadas en un nuevo tipo de hombre, destinado a construir una nueva civilización universal[42]. De forma reivindicativa, el término raza puede aparecer en los discursos de los grupos con una herencia de exclusión, a veces expandiéndose desde una formulación basada en las herencias de color de piel y fisonomía a una basada en la historia sociocultural: en las letras de la salsa o música caribeña, entre sus cultores y promotores, podemos encontrar referencias tanto a la «raza negra» como a la «raza latina».
Definirse y ser definido: el contrapunto identitario
Como vemos, la identidad, personal o colectiva, no viene naturalmente dada, sino que se define y se constituye cultural y socialmente. Esto quiere decir que está condicionada tanto por nosotros mismos como por la sociedad y las comunidades en las cuales vivimos, trabajamos, jugamos e interactuamos. La gente determina su propia identidad, sí, pero también lo hacen sus vecindarios, sus familias y sus contextos económicos. Más aún, la identidad es mutable: puede cambiar a lo largo del tiempo y puede incluso ser cambiada conscientemente por un individuo. Un hombre norteamericano que vive en Argentina, por ejemplo, puede elegir «identificarse» como argentino después de vivir en el país diez o veinte años, o quizá uno o dos, si es particularmente rápido para desarrollar un sentido de pertenencia y adoptar nuevas identidades. Un venezolano que ha obtenido ciudadanía italiana a través de sus abuelos, pero hoy vive en Mallorca, puede elegir identificarse como italiano o como venezolano (o incluso como español o mallorquín), dependiendo de sus circunstancias y del contexto en que se encuentre.
Los humanos tenemos una necesidad innata de categorizar los lugares, las cosas, la gente y los demás seres vivos. Una categoría es un concepto que define una clase de cosas, ideas o personas que comparten ciertas características comunes, para distinguirlos de otros grupos. Categorizar permite darle sentido al mundo social y natural y aprender cómo comportarnos en concierto con otras personas. En una etapa de nuestra historia la habilidad para saber quién era miembro de un grupo y quién no constituyó una herramienta fundamental para la propia supervivencia: darle forma a esos grupos y alianzas permitía maximizar la propia habilidad para conseguir comida, territorio y pareja. El contexto de nuestras vidas diarias ha cambiado mucho desde los tiempos en que todas las sociedades humanas eran cazadoras-recolectoras. Y, sin embargo, seguimos haciendo distinciones entre las personas echando mano a conceptos aparentemente sólidos y estables como el género y la raza, bajo los que palpitan realidades dinámicas, variables y polémicas.
Cuando creamos categorías distintas es inevitable que algunas personas o grupos con los cuales convivimos en un territorio sean percibidos como «forasteros». Al decidir que el grupo Y es intrínsecamente diferente del X, estas diferencias se convierten en la base para establecer que la forma de ser de «nuestro» grupo es la forma inherentemente «correcta» de ser, ya sea que esta se fundamente en el color de piel, la cultura o el país de pertenencia.
La diferencia o la alteridad pueden parecer amenazantes y peligrosas, pero constituyen una herramienta clave en la creación de las identidades contemporáneas y las ideologías de las naciones. La diferencia también se manipula frecuentemente para controlar los sistemas y los individuos que dan forma a la migración. Se trata de un concepto que puede ser reavivado en diferentes situaciones de movilidad y contacto entre diferentes grupos étnicos o raciales. Pero la necesidad de manejar la alteridad por parte de las comunidades, las sociedades y los estados aparece desde mucho tiempo antes de la existencia de los modernos Estados nación. Los romanos, por ejemplo, otorgaban grados limitados de ciudadanía a quienes vivían en las tierras que iban incorporando al imperio durante su expansión. Pero, aunque conferían la ciudadanía romana y sus derechos públicos y privados concomitantes a los habitantes de ciertas ciudades y no a los de otras, esta ciudadanía era incluyente y no conllevaba asociaciones exclusivas con ciertos grupos étnicos. Por el contrario, acogía una gran diversidad de culturas, lenguas y religiones[43]. Otras sociedades, como el Imperio otomano en el Medio Oriente o la dinastía Ming en China, tenían políticas mucho más severas. Los otomanos removían forzosamente a niños de las familias que vivían en tierras remotas bajo ocupación, criándolos como musulmanes y forzándolos a hablar turco. En la China de la dinastía Ming, aunque había muchos trabajadores extranjeros sirviendo en un extenso aparato de relaciones exteriores —musulmanes de Asia central y el norte de África, por ejemplo—, los regentes del reino creían que no necesitaban nada proveniente de fuera. Se concebían a sí mismos como superiores material y culturalmente, rodeados por sociedades bárbaras; y esta percepción fundamentó una política de aislamiento total que duró varios siglos.
IDENTIDAD PERSONAL Y COLECTIVA
Lo que hace que los individuos sean quienes son no viene dado solamente por sus rasgos y características personales, sino también por su pertenencia —atribuida por uno mismo o por otros— a categorías o grupos sociales (reales o imaginados). La identidad colectiva se refiere al sentimiento de pertenencia compartida de una persona a un grupo. La identidad que se deriva del grupo (o «colectivo») moldea una parte de la identidad personal de un individuo. La participación en actividades sociales puede proporcionar a los individuos un sentimiento de pertenencia y una identidad que supera los límites de su identidad individual. Esta relación de retroalimentación entre identidad personal y colectiva es uno de los procesos fundamentales de la existencia del hombre en comunidad. A veces es posible que este sentido de pertenencia a un grupo particular se convierta en algo tan fuerte que se imponga sobre otros aspectos de la identidad de una persona: ejemplo de esto son las identificaciones religiosas, las ideologías políticas o el nacionalismo. El anhelo profundo que pueden tener las personas de verse a sí mismos como seres plenos puede inspirar un deseo de pertenecer a algo más grande que uno mismo, y de participar activamente en la vida de esta entidad (social) hecha de factores que trascienden al individuo.
Estas divisiones han resultado históricamente en hostilidad hacia aquellos que no son parte del grupo dominante, que podían ser vistos como una amenaza o un lastre, en detrimento de la existencia del grupo. La hostilidad en contra de las personas percibidas como diferentes, y, por lo tanto, marginadas, puede generar una mentalidad de «nosotros contra ellos». A veces, como en el caso de la Sudáfrica de la época del apartheid, se produce una segregación de los diferentes sostenida en el orden legal y asegurada con políticas represivas y confinamiento espacial. Pero en otros casos, se busca incluirlos para hacer un uso político de ellos. Por ejemplo, las poblaciones o facciones políticas dominantes pueden tratar de asimilar a su propio grupo a miembros diferentes de la sociedad, para darse legitimidad como gobernantes del país. En Venezuela, por ejemplo, se creó un Ministerio de Pueblos Indígenas, y estos fueron incluidos simbólica y propagandísticamente; pero los derechos territoriales de las poblaciones indígenas están lejos de ser atendidos. En la medida en que categorías como la raza y la religión se definen por instituciones formales del Estado, estas identidades se vuelven fuertemente politizadas, controladas y disputadas.
La mentalidad de «nosotros contra ellos» ayudó en un pasado a las sociedades humanas a sobrevivir, pero seguir entendiendo la diferencia en términos antagónicos quizá haya dejado de ser productivo para el desarrollo de la convivencia. Nuestra fijación en las categorías que distinguen a algunas personas de otras puede llevarnos a rechazar la diferencia y congelarla, en vez de explorarla, convivir con ella y acoger lo que pueda resultar enriquecedor. Es poco probable que los humanos dejen de categorizarse entre sí en un futuro, y la migración es un campo en el cual la categorización de propios y extraños aparece cotidianamente. Para apreciar y entender sus complejidades, hace falta reconocer que aquellas personas que son diferentes de nosotros no tienen por qué ser vistos instintivamente como amenazas. Mientras los humanos tenemos muchas similitudes, también tenemos otras tantas diferencias, y estas últimas