Derecho y política de la educación superior chilena. José Julio León Reyes
el cobro de) cuotas cuando la educación debe ser gratuita, etc.
La disposición constitucional que asegura la libertad de enseñanza en Chile (Art. 19 Nº 11) expresa, al menos, cinco normas distintas: i) una definitoria, que incluye en el concepto de libertad de enseñanza las facultades de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales; ii) la que confiere libertad para participar en procesos de enseñanza y aprendizaje, sin otras limitaciones que las que impongan la moral, las buenas costumbres, el orden público o la seguridad nacional; iii) la que faculta a los padres para escoger el establecimiento de enseñanza de sus hijos; iv) la que obliga al Estado a no interferir con las actividades (lícitas) de los particulares, y v) la que autoriza al legislador a regular, por medio de una “ley orgánica constitucional,”xxxi los requisitos para el reconocimiento oficial de los establecimientos de todo nivel, así como los medios para velar por su cumplimiento.
Es aquí donde surgen los problemas interpretativos. La formulación normativa parte expresando lo que los particulares pueden hacer/no hacer (la libertad), es decir, la esfera de lo que el Estado “no puede decidir” (Ferrajoli 2010). Pero al asegurar el derecho a la educación (Art. 19 Nº 10) y las materias que comprende la ley orgánica de enseñanza se señala lo que “debe ser decidido” por el Estado, ordenando su intervención. A su turno, la regla definitoria usa la voz “incluye” y es claro –aunque el tema de las normas implícitas genera aún algún debate–xxxii que de allí se sigue que hay elementos adicionales (no expresos) que integran el concepto. Pues bien, mientras más amplio sea el contenido de la libertad de enseñanza menor será el ámbito de competencia del legislador, y viceversa.
Cuando el ámbito propio de algunas instituciones viene definido por reglas y prácticas que son anteriores al Estado (o son independientes de él, ya que se comparten más allá de los límites del Estado), surge lo que podríamos llamar –parafraseando a Hart– el “noble sueño” de la autonomía. En el lenguaje del Derecho se busca asegurar a esas instituciones una esfera de libertad e inmunidad, que el Estado estaría obligado a respetar.xxxiii
La universidad –la asociación de maestros y estudiantes– tendría un “derecho” a la no interferencia estatal en su quehacer, una libertad para definir el contenido de los actos propios (de docencia e investigación, de administración y organización), una potestad para dictar normas que rijan su funcionamiento (que vincularían a sus miembros) y una inmunidad cuyo correlato es la incompetencia de los poderes del Estado para dictar normas que afecten esa libertad. La doctrina de la “autonomía” es un antídoto frente a la “pesadilla” de la intervención estatal.
Lo cierto es que la autonomía de las universidades es siempre una cuestión de grado: nunca es absoluta. En nuestro Derecho, ella es definida por la ley (no por la Constitución, como ocurre con los derechos fundamentales), lo mismo que los procedimientos y mecanismos que permiten su adecuado ejercicio, tanto en su dimensión académica como en la administrativa y financiera. Enseguida, para la propia existencia jurídica de las universidades, se requiere la intervención de los poderes públicos (el reconocimiento oficial) y queda entregada a esa voluntad política la decisión sobre su cierre. En el caso especial de las universidades estatales, sus estatutos se aprueban por ley y el Ejecutivo nombra a los rectores y también representantes en los órganos directivos. Los aportes públicos a las IES están sujetos al control de la Contraloría General de la República (CGR). Pero, también es cierto que la labor de las universidades no podría quedar reducida a la de un departamento del ministerio de Educación, en que un conjunto de funcionarios públicos ejecutan políticas oficiales que incluyen la selección de alumnos, la apertura de nuevas carreras, el marco curricular de la enseñanza superior, el valor de los aranceles, los criterios y estándares de calidad, etc. (algo así se pretendía configurar en el primitivo proyecto de ley de Reforma a la Educación Superior que se presentó al Congreso en 2016).
He argumentado antes, en contra de la opinión mayoritaria en la doctrina, que en nuestro sistema jurídico la autonomía no es un derecho fundamental, ni parte del contenido esencial de la libertad de enseñanza, y que no es idéntica para entidades estatales y privadas. Sostuve, en cambio, que la autonomía de las IES es una “garantía institucional” (Schmitt, 2011: 231 ss.), cuyo contenido específico se obtiene de la ponderación y delimitación recíproca entre el derecho fundamental a la educación y la libertad de enseñanza (León 2011). La teoría correcta sobre la autonomía universitaria debe situarse entre ese “noble sueño” de la libertad-inmunidad y la “pesadilla” de la intervención-dependencia estatal. Para construir un concepto operativo de la autonomía en ES, habría que partir de la noción general en la que ella se “anida” para complementarla con los rasgos elementales que a ella se le atribuyen en los textos legales, la práctica jurídica, la tradición universitaria y la literatura académica. Summers (2006) lleva razón cuando sugiere que el Derecho es una actividad tendiente a un fin, en la que “forma” y “función” van de la mano. De este modo, quienes se dispongan a crear (reconocer, regular o reformar) una institución dada, no pueden siquiera comenzar a redactar reglas sin antes haber comprendido los propósitos de tal institución, su forma global, su historia, sus características formales y componentes complementarios. Lo mismo vale, me parece, para el análisis conceptual.xxxiv
El sistema de enseñanza es un contexto normativo complejo, estructurado en varios niveles, que “se produce y autorreproduce de acuerdo a su propia lógica interna”, que se origina en prácticas sociales y se articula en torno a normas implícitas en esas prácticas y normas dictadas por autoridades; dada la primacía constitucional de la libertad, cualquier intento de formulación de normas explícitas en este ámbito “descansa en la interpretación de la práctica y su sentido” (MacCormick 2011: 41-42). Es un proceso de ajuste bidireccional constante y dinámico, en cuanto la práctica y sus convenciones condicionan la formulación, la interpretación y aplicación de las reglas y estas, a su turno, moldean y orientan el devenir de la práctica. Las instituciones de Derecho generan el marco que permite el libre desarrollo de la actividad universitaria y, asimismo, promueven y controlan que se desempeñe con calidad y equidad. Sin ese marco el sistema de educación superior deviene en un sistema de puro mercado, desnaturalizándose.xxxv
Por ende, el acertado diagnóstico acerca de la trayectoria y el funcionamiento de los sistemas educativos es relevante, tanto para realizar interpretaciones acerca de los derechos fundamentales a la educación y la libertad de enseñanza, como para el análisis de políticas públicas (sea que indaguen el origen, el diseño, su implementación o las causas de su eventual éxito o fracaso). Olvidarse de la historia o intentar reescribirla para que los conceptos adquieran de golpe un nuevo significado, de modo que la política educativa venga impuesta por una suerte de necesidad lógica, puede ser una vía hacia el fracaso de la reforma.xxxvi En este sentido, espero que este libro pueda ser útil para juristas, historiadores, estudiosos de los sistemas de educación superior y, también, para policy-makers.
Tal como se verá en los capítulos que siguen, el contenido de significado de las cláusulas constitucionales relativas a la educación ha ido cambiando en Chile, incluso sin que se modifique el texto de la Carta Fundamental. Las normas de la Constitución evolucionan por medio de la interpretación que efectúan el legislador y los jueces constitucionales, al margen de un procedimiento de reforma constitucional. En ocasiones ese proceso sigue el patrón expuesto por Ackerman (2011): una fuerte movilización social y deliberación pública generan propuestas de reforma que una coalición política recoge en su programa de gobierno; esa coalición triunfa en las elecciones presidencial y parlamentaria y logra aprobar leyes “estandarte”, que importan un cambio sustantivo en las reglas del juego y sortean la valla del control constitucional. ¿Sería la reforma educacional de la Nueva Mayoría un caso que verifica la tesis de la “Constitución viviente” del profesor de Yale? Así me parece, y esa fue otra de mis motivaciones para emprender este trabajo.
IV. ESTRUCTURA DEL LIBRO
Los objetivos de los gobiernos, los programas de los partidos en pugna y las pretensiones o expectativas de las personas que componen “el pueblo”, son materia de la política. Cada vez que se resuelve una elección –o que se alcanza el poder por otras vías– la facción vencedora