La predicación. Jorge Óscar Sánchez

La predicación - Jorge Óscar Sánchez


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tercera razón por la cual me atrevo a prometer que Comunicando el mensaje con excelencia le ayudará de forma poderosa y efectiva, es porque después de todo creo ser un muy buen oyente. Esta es la primera cualidad que caracteriza a todo verdadero predicador. ¡Tiene tanto sentido común como para darse cuenta de que Dios ha dotado a cada ser humano con dos ojos, dos oídos y una sola boca…! Y en consecuencia aprende a escuchar.

      Desde que tengo uso de memoria vengo escuchando a predicadores de todos los estilos y sermones de todas las clases imaginables. Si una persona oye tres sermones por semana a lo largo de 50 años, ha escuchado 7.800 sermones. ¡Imagínese! Si a eso le agregamos las predicaciones leídas, en mi caso debo haber triplicado esa cantidad. De ese elevado número de sermones me atrevo a afirmar que solo un 10% fueron bíblicos, inspiradores e inolvidables, un verdadero manjar. Un 40% fueron comida sólida, buena y útil; y el 50% restantes fueron comida chatarra, como una hamburguesa fría de McDonald’s. Sin embargo, de todos los predicadores y sus sermones por más pobres que fuesen siempre aprendí algo útil. En algunos casos aprendí qué debía hacer para mejorar mi tarea; en otros casos, cómo no cometer los mismos errores. Al final, no obstante, creo que he salido ganando, aunque a veces me pregunto cómo no he terminado siendo ateo…

      Por estas tres razones, 55 años de oyente, más 50 de predicador activo, más 20 de profesor de Predicación, confío que puedo asegurarle que si sigue leyendo hasta el final, su ministerio en general y de predicación en particular, serán cimentados sobre un mayor conocimiento de la Biblia y recibirá muchos consejos que le ayudarán a que sus sermones y la predicación de estos, sea una fuente de gozo para usted y de profunda bendición para sus oyentes.

       El desafío que ofrece Latinoamérica

      En el Seminario donde enseño actualmente, todos mis estudiantes ya son pastores a tiempo completo o están involucrados, cuando menos, como líderes en las iglesias donde sirven. Todos ellos tienen un ministerio muy activo en predicación y en la enseñanza de la palabra de Dios. Algunos predican tres o cuatro veces por semana, otros de forma esporádica. Algunos son pastores de iglesias con miles de miembros, otros, recién están comenzando el trabajo de plantar una nueva congregación. A todos, sin embargo, sin excepción en mi primera clase siempre les hago la misma pregunta: ¿Quién les enseñó a predicar? Cuando hago esta pregunta, de forma invariable, todos se me quedan mirando con asombro. Y la respuesta unánime que recibo es: «A mí nadie me enseñó a predicar. Simplemente me dijeron, el domingo te toca hacerlo, y tuve que saltar a la piscina tal como estaba». La consecuencia es que una inmensa mayoría de predicadores latinoamericanos fuimos lanzados a hacer una tarea para la cual no estábamos preparados. Esto es un llamado al fracaso. Peor aún, como resultado, una gran mayoría al no tener discernimiento crítico termina repitiendo el modelo con que ha sido formado y así se perpetúa la miseria. Es evidente que este «sistema» de iniciación tiene dos problemas muy serios.

      Primero, cuando mi Pastor me pidió a los diecinueve años que predicara la próxima semana, en apariencia, dio por sentado que por el solo hecho de haber estado sentado toda mi vida en los bancos de la iglesia, en consecuencia, yo ya sabía en qué consistía desarrollar un buen sermón y entregarlo con eficacia. Nada puede estar más lejos de la verdad. Permítame explicarle.

      Cuando tenía ocho años de edad escuché por primera vez un vals de Johann Strauss, hijo. Desde ese día feliz, mi alma quedó pegada a la música de este brillante compositor vienés hasta el día de hoy. Desde ese primer encuentro he escuchado todas (son casi 500) las obras de Strauss, no sé qué infinidad de veces. Puedo repetir de memoria muchas de sus composiciones más notables. Sin embargo, si alguien me pidiera: «Jorge, compón un vals», no tengo la menor idea de lo que tengo que hacer. Ciertamente, me he deleitado y gozado con la música del maestro, pero de ahí a componer una pieza musical está más allá de mis capacidades humanas. Tal vez, si alguien me enseñara podría intentar hacer algo. Y aun así dudo que los resultados fueran muy extraordinarios, ya que no tengo el más mínimo talento musical. Con la predicación cristiana es exactamente igual. No por el hecho de haber estado sentados en la iglesia durante décadas escuchando a otros predicar, estamos capacitados para desarrollar un sermón excelente.

      Segundo, aprender a predicar copiando los modelos que conocemos nos puede llevar a correr graves peligros. Hace años atrás leí en el periódico la noticia de un escuadrón de cuatro aviones acrobáticos que se estrellaron en conjunto. Según explicaban los expertos, cuando el líder perdió la orientación, los otros que volaban casi pegados a él, le siguieron a la misma muerte. Tan estrecha es la unión entre el líder y sus dirigidos en esta peligrosa ocupación, que un error del líder significa que los seguidores corren la misma suerte. Exactamente lo mismo ocurre con la predicación cristiana. Si alguien tuvo la bendición de crecer en una iglesia donde había un predicador excelente, es muy probable que sus discípulos terminen siendo tan buenos, o inclusive mejores, que el maestro. Con todo, ¿qué ocurre cuando el maestro está tan perdido como el líder de la escuadrilla acrobática? Las consecuencias son catastróficas.

      Uno de los conceptos más difíciles de captar para mis estudiantes y la gran mayoría de pastores, a quienes he tenido el privilegio de enseñarles lo que usted leerá a continuación en el resto de este libro, es la idea de que una persona puede ser excelente en la comunicación y no obstante, su sermón puede ser como el Coliseo Romano, una ruina monumental. He conocido centenares de predicadores dinámicos, apasionados y ungidos, cuyos ministerios son bendecidos por Dios. Con todo, sus sermones son una confusión completa. No tienen un método de desarrollo, por tanto, carecen de un propósito definido, de un tema central, de un estudio serio del texto bíblico. No tienen ni introducción, ni conclusión, ni desarrollo lógico y progresivo. Más bien, son una catarata de palabras, sin una gota de sentido común. Y como Dios por su gracia y su misericordia salva a las almas, vaya atrevimiento sugerirles a semejantes «gigantes», la idea que mientras comunican muy bien, el contenido de aquello que predican es muy deficiente, porque no conocen las leyes de la comunicación y la construcción de un discurso efectivo. Por los años que llevo como profesor de Homilética, después de haber leído millares de escritos, debo confesar que si los pastores trabajaran para un periódico local, el 90% de sus trabajos terminarían en la cesta de los papeles del editor. No creo que usted quiera que se diga eso de sus sermones.

      Comunicando el mensaje con excelencia, por tanto, nace del clamor de miles de voces anónimas que domingo tras domingo salen de nuestros cultos reclamando: ¡Queremos oír mejores sermones! El propósito central de este libro, es querer ser parte de la solución, y ayudarle a usted a llegar a ser un predicador cristiano más completo. Un heraldo que movido por la seguridad del llamado de Dios y el poder de la unción del Espíritu Santo, pueda predicar con pasión y convicción. Pero que también pueda entregar sermones que las personas quieran escuchar más de una vez, porque impactan por la elevada calidad de su contenido. Esta necesidad es la más apremiante que puedo discernir en el púlpito latinoamericano en la actualidad: ¡la necesidad urgente de mejores sermones! Tenemos «comunicadores» capaces, con todo, la forma y el contenido de sus discursos son muy deficientes. Es nuestro deseo ayudarle, por tanto, a llegar a ser un predicador mucho más completo, maduro y persuasivo.

       Síntesis del contenido

      El precio que tiene predicar la verdad de Dios es la eterna vigilancia y la lucha contra el error. Cuando el apóstol Pablo dejó a Timoteo al frente de la iglesia de Éfeso, nos dice que lo hizo con el propósito de «que mandara a algunos que no enseñaran diferente doctrina ni prestaran atención a fábulas y genealogías interminables (que acarrean discusiones más bien que edificación de Dios, que es por fe)» (1 Tim. 1:3-4). El cristianismo no nació en un vacio, sino en un mundo cargado de religiones y doctrinas extrañas. Y desde esos días hasta el presente, el peligro más insidioso para cualquier congregación cristiana, ha sido siempre la posibilidad de estar infiltrada de enseñanzas fraudulentas que tienen la apariencia de querer ayudar a la fe y, sin embargo, el resultado final es que terminan destruyéndola desde adentro. Esta posibilidad es tan cierta hoy como en el primer siglo, ya que la iglesia del Señor está siendo sacudida por nuevos «vientos de doctrinas», todos ellos tan peligrosos como las fábulas y genealogías de los tiempos de Pablo y Timoteo.


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