La predicación. Jorge Óscar Sánchez

La predicación - Jorge Óscar Sánchez


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de la verdad, aunque sabemos que esto nunca será posible, no importa cuán bien lleguemos a predicar.

      Aquí quisiera darle una palabra de aliento. Durante años me torturé a mí mismo pensando, «Si oraras un poco más, si estudiaras más la Biblia, si prepararas mejor tus sermones, entonces menos personas se perderían...». Llevé esta carga de culpabilidad por años, hasta que un día Dios me hizo comprender, que si las personas se pierden es por su propio pecado y maldad. Que por ser herederos de Adán, ya están bajo sentencia. No porque yo no hice mi trabajo de una manera mejor. Fue así que pude comprender que mi gran privilegio es guiarlas a la puerta de la salvación y que al pasar por ella, encuentren toda la plenitud de Cristo y la vida eterna que nos ofrece. Sin embargo, cuando personas a quienes hemos ministrado por años siguen fuera del rebaño, es imposible dejar de preguntarse, «¿Seré yo, Señor?». Es difícil escapar al sentimiento de culpa.

      En la primera página de mi Biblia se halla una cita que tomé de un predicador del siglo XIX. La tengo escrita allí para recordarme de forma continua cuál es mi misión y la seriedad que implica mi llamado a predicar. Dice:

       El predicador:

       Su trono es el púlpito.

       Habla en nombre de Cristo.

       Su mensaje es la Palabra de Dios.

       Frente a él están las almas inmortales.

       El Salvador invisible está a su lado.

       El Espíritu Santo se mueve en medio de la audiencia.

       Ángeles y demonios observan la escena,

       y el cielo y el infierno aguardan el resultado.

       Qué vastas esas asociaciones y que tremenda responsabilidad.1

      La predicación o comunicación del mensaje cristiano, en última instancia, no está destinada a informar o educar a quienes nos oyen, para que puedan vivir una existencia decente, de mejor calidad y felicidad en esta tierra, sino que primordialmente salven sus almas para el tiempo y la eternidad. Al anunciar el evangelio buscamos que los oyentes hagan una serie de decisiones concretas que los lleven a pasar por la puerta estrecha de la salvación, y una vez en el camino angosto, continúen avanzando hasta que lleguen a ser discípulos maduros y completos de Jesús. Como predicadores cumplimos lo que Pablo decía: «Proclamamos a Cristo a todos los hombres, amonestándoles y enseñándoles con toda sabiduría, a fin de poder presentar completo a todo hombre en Cristo» (Col. 1:28). Esta tarea, en consecuencia, conlleva una solemne responsabilidad, ya que si el mensajero es infiel al evangelio de la gracia, y en lugar de «anunciar el arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hch. 20:21), hace que el mensaje se convierta en mera psicología popular y consejería, un día tendrá que dar cuentas a Dios de su mayordomía. Reiteramos que las personas se pierden por su propio pecado, pero si la atalaya en lugar de apercibir al impío y amonestarlo para que viva, por la causa que sea, se dedica a entretenerlo, un día la sangre de aquellos que se pierden será demandada de su mano. (Ez. 3:16-21).

      Después de haber mencionado estos siete factores que hacen de la predicación una tarea imposible, sospecho que alguien dirá: «Entonces, ¿no sería mejor que buscase otra profesión?». Reconocemos los desafíos y dificultades que conlleva ser predicador del Evangelio, sin embargo, esto nunca debería doblarle las espaldas, quebrar su voluntad y detenerle en el camino. Porque de la misma manera que es la tarea más difícil, al mismo tiempo será la experiencia más gozosa por cuatro razones de enorme peso.

      La primera de las razones es que, la predicación es el invento de Dios:

      «Ya que Dios, en su sabio designio, dispuso que el mundo no lo conociera mediante la sabiduría humana, tuvo a bien salvar a los que creen, mediante la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21, NVI). En una sociedad, como la griega, que se jactaba de su intelectualismo, y frente a una raza escéptica (los judíos) que buscaba milagros para fundamentar la fe, San Pablo nos recuerda que fue el plan producto de la mente de Dios, el salvar a los creyentes por aquello que a los ojos humanos suena a disparate total: la locura de la predicación (ojo, no la predicación loca. De eso tenemos demasiados casos todas las semanas). ¡La iglesia cristiana nació con un sermón! Después del derramamiento del bendito Espíritu Santo en el día de Pentecostés, Pedro poniéndose en pie frente a la multitud de curiosos predicó aquel sermón inolvidable que trajo como consecuencia la conversión de tres mil individuos. Y desde ese día hasta nuestros días, la existencia de la Iglesia de Jesucristo es el fiel reflejo de que la locura de la predicación produce resultados admirables. ¡Qué testimonio elocuente de la veracidad de la promesa de Dios: «Mi palabra no volverá a mí vacía....!» (Is. 55:10-11).

      El Apóstol Pablo, nos recuerda una vez más la centralidad de la predicación, cuando afirma en Romanos 10:14: «¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?». Es asombroso pensar que los apóstoles no contaban con ninguno de los medios tecnológicos que nosotros tenemos. No eran personas de grandes logros académicos, no tenían dinero, no contaban con conexiones políticas, no disponían de medios masivos de comunicación, solo corazones en fuego. Y del aposento alto salieron a conquistar el mundo, anunciando el evangelio de las buenas nuevas. Y donde quiera que llegaran, Dios honró sus esfuerzos con millares de conversiones, porque después de todo, él bendice aquello que él mismo diseñó. ¡La predicación bíblica, ungida por el Espíritu Santo, es el único programa que viene con garantía absoluta de éxito por parte del fabricante! ¡Sin predicación bíblica nunca habrá salvación, ni manifestación de la presencia, el poder y la gloria de Dios!

      Sí, efectivamente la predicación históricamente siempre ha sido bendecida por Dios, porque es Su plan. Y créame que Él solamente necesita mensajeros que sepan hacer la tarea con excelencia, que conozcan su mensaje, la audiencia, el siglo en que vivimos y puedan unir los dos mundos tan diferentes para que las personas lleguen a conocer a Dios. Por lo tanto, la predicación no es un invento humano, ni de la iglesia, es el plan de Dios y cuenta con la garantía absoluta de que si hacemos bien nuestra parte, Él ha prometido hacer la suya y los resultados serán más que admirables. Esa es la primera razón por la cual digo que la predicación es la tarea más gozosa y gloriosa a la cual cada uno de nosotros puede ser llamado.

      La segunda razón, es que nada nos ayudará a expandir nuestra propia alma como la tarea de predicar a Jesucristo.

      El fin supremo de la existencia humana es conocer y amar a Dios. Dios ha colocado sed de eternidad en nuestros corazones y nos ha dado un alma con capacidad ilimitada para recibir todo cuanto Dios nos quiere dar y nuestro nivel de fe personal nos permita alcanzar. Los creyentes que amamos a Cristo, tomamos muy en serio la exhortación, «creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 3:18). Cuanto más le conocemos, tanto mayor llegará a ser nuestro deleite en él. Sin embargo, todos luchamos contra mil obstáculos que limitan ese crecimiento. El factor tiempo es muchas veces el número uno, y el número dos, es que tantas veces no teniendo ninguna obligación de practicar la exhortación de Pedro, podemos crecer a un ritmo muy lento.

      Cuando Dios me llamó al ministerio, me propuse que mi método de predicar sería en forma expositiva, abriendo el texto de diferentes libros de la Biblia para mis oyentes. Al imponerme esta disciplina, nunca me imaginé que quien recibiría el mayor beneficio sería yo mismo. La disciplina de tratar con todos los versos de un libro, no importa cuán difíciles sean, fue el método que Dios utilizó para expandir mi alma y fortalecer mi fe. Fue a través de la disciplina de estar forzado a producir y predicar un sermón nuevo cada semana, que Jesús me enseñó las verdades más sublimes en cuanto a su persona y su servicio. De no haber tenido esta obligación creo que mi relación con Jesús hubiera sido mucho más superficial.

      Durante cuatro años fui profesor de un colegio Bíblico, una tarea que disfruté inmensamente. Sin embargo, todo ese tiempo extrañé el


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