La predicación. Jorge Óscar Sánchez
4:13-15).
No importa cuántos años tenga en la tarea, cada vez que suba al púlpito será tan desafiante como la primera vez que lo hizo.
Hay una tercera razón por la cual predicar el mensaje es difícil, y es que, aprender a comunicarnos es un proceso arduo.
Usted puede tener el mejor mensaje latiendo en su corazón, puede poseer los mejores conocimientos almacenados en su mente, pero si no aprende a comunicar esa información de manera efectiva, todo lo que ha acumulado será suyo y de nadie más. La predicación es el proceso de pasar a otras personas aquello que nos ha impactado primero a nosotros mismos. Si un individuo tiene conocimientos almacenados en su mente semejante a las reservas de oro de los países árabes, pero no los sabe transmitir, no podrá producir un cambio ni de cinco centavos en la vida de sus oyentes. La predicación está destinada a transformar no a informar únicamente, por lo tanto, es obligatorio aprender a descubrir aquellas cosas que hacen la comunicación efectiva. La observación atenta a lo largo de décadas de aquellos que son excelentes como oradores, hace que las personas lleguen a ser más efectivas en la tarea. Uno ve y escucha a un predicador excelente y es forzado a preguntarse: ¿Qué es lo que hace su mensaje tan cautivador que vale la pena escucharlo de principio a fin? ¿En qué se diferencian de aquellos otros predicadores que no logran captarnos la atención? Cualquiera que anhele llegar a ser un predicador competente deberá aprender las claves de una comunicación efectiva, y ese es un proceso que requiere años.
No hay un desafío más colosal para la mente humana que producir un nuevo sermón cada semana.
La cuarta razón por la cual la tarea de predicar es singularmente desafiante, es que predicar semana tras semana a la misma congregación requiere un esfuerzo físico y mental superior.
Para un predicador itinerante, la tarea siempre es mucho más sencilla. Conozco evangelistas que tienen cinco sermones, y siempre predican los mismos dondequiera que tienen la oportunidad de anunciar el mensaje. En esos sermones vuelcan las experiencias personales más impactantes, incluyen las mejores ilustraciones, los recitan de memoria palabra por palabra, y lógicamente, cuando concluyen la audiencia queda impactada. En cambio, si usted es un pastor a tiempo completo, y le toca predicar semana tras semana a la misma clase, o a la misma congregación, tanto más difícil será la tarea. No creo que haya un desafío más colosal para la mente humana que producir un nuevo sermón por semana. Por si esto no fuera suficiente, a esta tarea ciclópea debemos agregarle todas las otras obligaciones regulares del ministerio, más la realidad de que tantas veces nos toca hablar más de tres veces por semana (hablar al grupo de jóvenes, ministrar en un funeral, oficiar en una boda, y un sin fin de diversas ocasiones en las cuales debemos compartir la palabra). En consecuencia, producir todas las semanas un nuevo sermón que sea alimento sólido para la congregación, que capte su atención, que responda a las necesidades sentidas del rebaño, créame que no es tarea para una mente de segundo nivel.
El Señor Jesucristo nos advirtió que el primer mandamiento era: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, pero también con toda tu mente...». Amar es también pensar, y nuestra tarea es enseñar a pensar, para lo cual el hombre de Dios debe ser primero un pensador esforzado él mismo. Y esto semana tras semana, y a lo largo de varias décadas.
La quinta razón por la cual comunicar el mensaje es desafiante, es por la responsabilidad que implica.
¡Grandes privilegios acarrean grandes responsabilidades! El profeta Malaquías nos recuerda una verdad solemne, que todos aquellos que desean comunicar el mensaje tendrían que grabarlo a fuego en sus conciencias y corazones: «Porque los labios de los sacerdotes han de guardar la sabiduría y de su boca el pueblo buscará la ley; porque es mensajero del Señor Jehová de los ejércitos» (Mal. 2:7). He aquí la gran responsabilidad: cuando las personas se reúnen a oír la Palabra de Dios, Dios mismo se pone en contacto con ellas a través del mensaje. El Apóstol Pablo nos recuerda algo similar en 2 Corintios 5:20: «Porque somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros...». El Dios omnipotente hablando a su pueblo a través de sus siervos, haciéndose presente en la escena para impartir bendición. Esta es una verdad que muchos teólogos han olvidado incluir en sus tratados. Cuando era joven preguntaba a mis maestros: ¿Cómo habla Dios? Y la respuesta que de manera indefectible recibí era: «Dios habla a través de la creación, a través de la conciencia, a través de la Biblia, y de modo supremo, a través de Jesucristo». Absolutamente de acuerdo; ¿pero no hemos olvidado que el método favorito de Dios, y el más utilizado para avanzar sus propósitos, es a través de la Palabra proclamada, anunciada, comunicada...?
A lo largo de los últimos veinte siglos no ha existido un método que Dios haya utilizado con mayor poder y eficacia que el de la predicación bíblica para la edificación y el avance de su iglesia. En consecuencia, cuando tomamos conciencia de esta realidad asombrosa, y miramos nuestras limitaciones humanas, nuestra propia indignidad y pecaminosidad, ¿quién no ha sentido el deseo de exclamar con Isaías: «¡Ay de mí! que soy hombre muerto, porque siendo hombre de labios inmundos, y viviendo entre un pueblo de labios inmundos, mis ojos han visto al Rey, Jehová de los ejércitos?» (Is. 6:5) No importa cuán consagrado sea el mensajero, cuán cerca viva de Dios en el espíritu de la santidad, sin embargo, al subir a un púlpito, y reflexionar en la magnitud del Rey a quien representamos, y al contemplar nuestras propias enfermedades, limitaciones, y pecados, no se ha sentido tentado a exclamar con el Apóstol Pablo: «¿Y para estas cosas quien es suficiente?».
La primera mentira que el diablo nos ha hecho creer es que él no existe.
La sexta razón que hace a la predicación cristiana particularmente difícil, es el elemento de lucha espiritual.
La primera mentira que el diablo nos ha hecho creer a los humanos, es que él no existe. Muchos teólogos contemporáneos han creído esta mentira. Y muchos buenos pastores evangélicos, por no tener conocimiento o experiencia de cómo opera el enemigo, al ignorarlo le facilitan su labor. Sin embargo, Satanás era bien real para Jesucristo. Él vino para deshacer las obras del diablo (1 Jn. 3:8), y fue él mismo quien nos advirtió en la parábola del sembrador, que la semilla que cae junto al camino no produce ningún fruto porque «al instante viene Satanás y se lleva la semilla que se ha sembrado en ellos» (Mc. 4:15). El diablo y sus huestes de maldad siempre son los miembros más fieles que tiene toda iglesia cristiana. Los hispanos podremos ser eternamente impuntuales, pero no los demonios. Nunca se pierden una reunión del pueblo de Dios, y siempre llegan puntualmente a cada culto para impedir que sus esclavos no conozcan la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Y cuando una persona se levanta a penetrar su reino de oscuridad con la luz del conocimiento de Cristo, la guerra se desata en pleno.
Si nuestro llamado fuese pasar al frente para entretener a una audiencia, y hacerla reír por un rato contando buenos chistes, jamás tendríamos problemas. Pero tan pronto declaramos cómo Dios ve a los humanos en su condición caída, que son objeto de su ira, que debemos asumir la responsabilidad personal por nuestro pecado, que Jesucristo es el único camino al Padre y solamente a través de la fe en su persona y su obra en la cruz podemos ser salvos... entonces la historia es ¡muy distinta! Tan pronto comenzamos a acercar el fuego, a poner el dedo en la llaga, uno percibe de manera notable y como una barrera invisible, pero muy poderosa y real, que comienza a levantarse entre el púlpito y los bancos. El enemigo de nuestras almas comienza a susurrar en los oídos de los oyentes la misma fórmula con que hizo caer a nuestros primeros padres: «¿Con que Dios os ha dicho?... ¡De cierto. No morirán!». Y como una de las fuerzas más poderosas para modelar la conducta humana es el deseo de ser aceptados, la consecuencia práctica es que muchos predicadores para evitar esta tensión terminan aguando el mensaje. Con el resultado final que Satanás ha obtenido un triunfo resonante. Cualquiera que anhele predicar a Jesucristo, tendrá que tener sangre de profeta en sus venas y estar dispuesto a pagar el precio más elevado si espera triunfar sobre las fuerzas del maligno que se le oponen.
La séptima y última razón por la cual considero que la predicación es particularmente desafiante, es por las consecuencias eternas que acarrea.
Para quienes tenemos corazón genuino de pastor y amamos a las personas sinceramente,