Salto de tigre blanco. Gustavo Sainz

Salto de tigre blanco - Gustavo Sainz


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estoy nuevamente hundida en esta desesperante agonía que es mi tristeza. Me hundo, irremediablemente me hundo. Algo me impide salir a la superficie, es en vano luchar. Y es en vano llorar. No he cambiado. No lo he superado. Mi tristeza sólo tiene un nombre: Ninguno. Mi inseguridad y mis miedos y mis fantasmas sólo tienen un origen: Ninguno. ¡Ninguno! ¡Ninguno! ¡Ninguno! ¡Siempre presente en mi vida! ¡Por Dios! ¡Estoy desesperada y mi angustia es aún mayor cuando reparo en que he estado tratando todo el tiempo de engañarme! Me he ocultado a mí misma mis propios sentimientos. ¿Qué significa Ninguno en mi vida? Esta respuesta podría resumir los últimos tres años de mi biografía. ¿Es acaso que lo amo? ¿Es eso? ¡Contesta por amor de Dios! ¡Contesta de una vez! ¡Admite la verdad! ¡No trates de engañarte! ¿Lo amas? ¿Lo que deseas en esta vida es pasar todo el tiempo a su lado? ¿Amarlo para siempre? ¿Tener hijos suyos? No lo sé. ¿Cómo saberlo? Lo único que acierto a hacer es pensar en Alguno. Alguno es como mi punto de referencia en una tempestad, como la luz que indica el camino. Pero me pregunto: ¿es justo? ¿Es justo utilizar a Alguno para salir adelante? No, lo que es peor: ni siquiera sé si esto es utilizarlo. Además ¿soy incapaz de superarlo por mí misma? ¿Cómo puedo ser tan desquiciantemente indefensa? ¿Soy acaso un ser débil? Es despreciable ser débil. No quiero. Quiero ser fuerte. ¿Qué me ocurre? ¿Por qué esta tristeza?

      Yo quiero ser cazador de volapiuk. Sabueso de jerigonzas. Sinólogo del francés. Glotón del vocabulario, la sintaxis y las figuras. Quiero zamparme todas las golosinas y engullir como un ogro. De ese género que le dicen “literario”, pero de la variante tragona de la letra. Letratracándose. Lexicólatra…. (Serge André).

      Yo creo, al contrario de lo que Freud podía pensar en 1909, que no es el escritor quien prolonga el sueño, y por lo tanto el dormir. De ello se encarga el discurso del mundo…

      Yo creo que el perfume de mi ex me devuelve a una antigua realidad. Su sonrisa. Eran las ocho y primero fuimos a merendar al Denny’s y luego a ver Los tres días del Cóndor. Encontramos a Guan Yin y Grendel y a Renenet y amigos. La película fue larga pero entretenida y regresamos como al cuarto para la una. Al llegar a casa el doctor Guenechen iba en esos momentos caminando por la calle empedrada y nos saludó tan amable y sonriente como siempre. Me preguntó si me había divertido y le dije lo que habíamos hecho, pero sintiéndome como niña que le explica a su papá que fue al cine cuando en realidad se fue a acostar con su novio o a bailar o a besarse… ¿Por qué tengo sentimientos de culpa aun por cosas que no he hecho?… Al despedirnos mi ex me dijo que mañana no sabe si puede verme, que tiene que terminar un trabajo… ¿Para qué darle vueltas al asunto? ¿Acaso no he vivido los últimos veinticinco años oyendo las mil y una variaciones sobre este mismo tema? Bach y las variaciones Goldberg…

      Yo tenía dos días de nacida cuando dejamos la clínica y mi madre me llevó a casa. Lo sé porque muchas veces me lo han contado. Recuerdo perfectamente que me pusieron en una cuna con barandales de latón, y recuerdo con precisión aterradora cuando abría los ojos por las noches y veía la nada. Estoy segura de que cuando mamaba debía de amar tanto el pecho que quería tragar lo máximo, y por eso, recuerdo, me atragantaba, porque tragaba torcida. Puedo recuperar el miedo de sofocación.

      Yo recuerdo lo que experimentaba cuando mojaba mis pañales y mi padre tardaba en cambiarme. Cuando permanecía mojada tenía la sensación del cuerpo de otro bebé pegado a mí, y me ponía a gritar porque tenía miedo de que, cuando me lo quitaran, mi piel quedara pegada a la suya, y yo totalmente desollada… Me recuerdo a mí misma, de niña, sentada en la bacinica. Recuerdo mis sensaciones del esfínter anal, mi miedo a perder un pedazo de mi cuerpo, el placer experimentado cuando el esfínter se volvía a cerrar y recobraba la seguridad de la unidad de mi cuerpo…

      Yo había decidido no ver a Ninguno. Me negué cuatro veces a hablar con él. Pero a la quinta llamada contesté yo. Fue agradable oír de nuevo su voz, su entonación… Fue agradable la agilidad de nuestra conversación, fue agradable el afecto que nos mostramos casi sin poder admitirlo. No pude negarme a verlo. Hoy lo vi. Cuatro meses sin vernos. Lo primero que noté fue que se había dejado crecer el bigote. Se veía raro… Me gustaba y no me gustaba. Dimos una vuelta por Paseo de la Reforma. Llegamos hasta el Centro. Regresamos y nos detuvimos en la Zona Rosa. Platicábamos… Me enteré de que no haría el doctorado en los Estados Unidos, que deseaba trabajar y sobre todo permanecer cerca de su familia. ¡Claro! Mi buen amigo Ninguno, incapaz de permanecer alejado de su familia… Bromeamos. Le dije que le aseguraba que él acabaría casado con la mejor amiga de su hermana. Estaba todo cerrado. Fuimos a su departamento en las Lomas. Otra vez ahí… El sofá, la alfombra, el cuadro de los veleros, la grabadora… Todo lo reconocía. Caímos en el sofá. Nos abrazamos. Ahora también lo reconocía a él. Su cuerpo. Su olor… El color de sus ojos. Todo era evocador. Ninguno me deseaba. Quería que hiciéramos el amor. Y yo también lo deseaba. Con todas mis fuerzas. Y sin embargo no lo hice. ¿Por qué? Numerosos motivos. Primero: he hecho el amor varias veces con Alguno y aún no me baja la menstruación. Tuve el absurdo temor de acostarme con Ninguno y quedar embarazada y entonces no saber si me habría embarazado Alguno o Ninguno. Segundo motivo: el temor —grande y absoluto— del comentario de Ninguno acerca del color de mi piel (últimamente no he podido asolearme). Tercer motivo: ¿y después? ¿Empezar otra vez con todo? Tenía que pensarlo. Insistí en irme. Ninguno no quería dejarme escapar. Deseaba permanecer a mi lado. Me fui. Contra toda mi voluntad, me fui… Al despedirnos le pregunté la fecha de su regreso —se iba a Acapulco—, y me contestó que ya no regresaría. Nos reímos. Le dije que si quería me llamase… Lo dije con absoluta desesperanza. Quería pedirles a los cielos, a las estrellas, a los árboles, que se confabulasen para que Ninguno me volviera a llamar. ¡Por favor! ¡Por favor! Me fui. Fue como si dejase atrás algo muy querido. Me sentí triste. Tuve miedo. ¿Me hablaría? Recordé partes de nuestra conversación. Le dije que no estaba muy convencida de la fidelidad como valor… Hablábamos de la fidelidad dentro del matrimonio… El contestó que mi vida entonces se iba a convertir en un caos. Dudé. Por todos los cielos que dudé. ¿Quién tenía la razón? ¿Él o yo? ¿En verdad mi vida se convertiría —si aún no lo era— en un caos? Me asusté. No estaba segura de nada. No estoy segura de nada. ¿Qué voy a hacer? ¿Y si me habla? ¿Lo veré? ¿Volveremos a ser amantes? ¿Y Alguno? Sólo deseo desesperadamente que se presente mi menstruación. Menstruar es sinónimo de libertad. Libre. ¡Libre! Poder ser árbitro de mi destino. El martes debe bajarme. El martes. Son 28 días, pero puede bajarme hasta el 29 o el 30. Ojalá menstrúe lo antes posible. Por favor… Estoy tan asustada que no puedo dejar de escribir. Tengo mucho miedo. No sé cómo existir. No sé. ¿Qué hago yo viviendo en el planeta Tierra, en el país México, en el siglo xx, con veinte años de edad, hija de familia aunque de padres divorciados, qué cosa estoy haciendo en esta vida? ¿De dónde vengo? ¿Por qué me siento tan extraña a todo? ¿Quién soy? ¿Yo soy? ¿Soy? ¿Es necesario ser? ¿Vale la pena?

      Yo acabo de regresar de la Procuraduría del Consumidor adonde intentaron demostrar tan meliflua como inútilmente su eficacia. Pasé a la Librería Hamburgo y luego a la Biblioteca Franklin. Allí conseguí tres películas prestadas y luego llamé a Armonía, a quien encontré contenta, esperando que le devolvieran su coche, asustada porque el sábado se le trabó la mandíbula después de un bostezo y le tomó más de una hora lograr destrabársela. Contenta porque leyó a Clarice Lispector y se identificó con muchos pasajes de El aprendizaje o El libro de los placeres… Antítesis vino a comer el sábado y con Gerundio fuimos al Palacio de Hierro a comprar un nuevo tocadiscos, y de allí paseamos por diferentes galerías de arte y librerías. El domingo visitamos a unos amigos y pasamos un buen rato en un Open House y luego nos fuimos a comer a un restorán argentino de primera llamado Las Espadas. Vimos en la Cineteca la nueva película de John Huston, y luego fuimos a dejar a cada quien a su casa como camión de escuela. Antítesis tuvo que ir a pagar el sanatorio por las curaciones que le hicieron a su sobrina, un verdadero capital. Su padre le pidió dinero prestado y le dio unos papeles para retirar un fideicomiso, pero esos papeles se volvieron improcedentes, pues según la primera de sus cláusulas, había que haber solicitado el retiro de esos fondos por escrito y cuarenta y ocho horas antes de su vencimiento, que fue hace trece días. Como consuelo le compro cinco cassettes de heavy-rock a Antítesis, fascinado como siempre


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