Un abismo sin música ni luz. Juan Ignacio Colil Abricot
Lo que decía era horrible. Según ella, a partir de ese viejo papel había logrado encontrar huellas importantes.
–¿Qué pasó con ese papel?
–Siempre lo llevaba ella o lo dejaba en un lugar seguro. Sé que lo llevaba consigo en ese último viaje. Terminó siendo como un fetiche. Quizás el único contacto con su padre, con lo que él hacía. Iris se pasó días completos revisando diarios en la Biblioteca Nacional. Imagínese, en ese tiempo vivíamos juntas acá en Santiago. Ella salía muy temprano y volvía tarde. Comencé a sospechar, pensé que estaba con otra persona. Después de unos días no aguanté más y la seguí. Cuando la vi entrar a ese enorme edificio pensé que lo hacía porque se había dado cuenta que la seguía. Disculpe, no sé por qué le cuento todo esto, no tiene mucha importancia –la mujer había perdido su compostura, su seguridad. Los recuerdos y la rabia comenzaban a aflorar.
–No se preocupe. No me incomoda.
–La encontré mirando una ruma de diarios viejos. Me dijo que no se tragaba lo de su papá, que en alguna parte debía haber una explicación. Nos abrazamos y lloramos. Después la ayudé en esa búsqueda. Trató de hablar con la persona que era jefe de su padre, pero una vez que dio con el nombre supo que había fallecido hacía pocos meses. Una tras otra las puertas se iban cerrando. El tiempo se lleva todo –la mujer nuevamente buscó entre sus cosas y me pasó una carpeta.
–Ahí está todo lo que ella pudo reunir. No lo llevaba consigo porque pensaba que si le pasaba algo, esa carpeta desaparecería. Una vez más tenía razón. No es mucho. Son los escasos recortes que Iris pudo conseguir acerca de la actividad de su padre. También hay una foto de ellos –abrí la carpeta y ahí estaban. El inspector Gutiérrez junto con su mujer y su hija. Todos están sonriendo de manera muy espontánea. Atrás la playa. Iris en esa foto no debe haber tenido más de seis años–. Es la única foto que tenía de su familia. Esta es una copia. La original la tenía ella, siempre entre sus cosas.
–¿Usted cree que aún podamos encontrar algo?
–No lo sé. Lo único que quiero es agotar todas las formas, todos los esfuerzos. Ella tenía una pista. No sé cuál. Sé que partió tras algo. No me dijo nada, quizás para que yo no la decepcionara con mis comentarios, quizás para protegerme.
–¿Ella conocía a alguien acá, tenía algún contacto?
–Sé que Dióscoro Ahumada era amigo suyo y le conseguía algunos contactos para publicar sus investigaciones.
–¿Dióscoro Ahumada?
–¿No lo conoce? Era un periodista muy importante. Murió atropellado meses después del asesinato de Iris.
–¿Accidente?
–Nunca se supo. Hablé con su hija. El auto se dio a la fuga y nadie vio nada. Es raro. Según lo que me dijo la hija su padre, volvía de una reunión. Era de noche. El auto que lo atropelló se movía a más de 100 kilómetros por hora. Demasiado para una calle de ese tipo. Nadie que ande apurado elige calles estrechas. Son sólo sospechas. Nada más. Es probable que él hubiese conversado con ella, pero lo que haya sido ya no existe.
–¿Por qué lo dice así?
–Dióscoro Ahumada pasó sus últimos doce años sobre una silla de ruedas. Entiendo que una noche le dieron una tremenda golpiza que lo dejó en esas condiciones. Tenía un asistente que lo ayudaba. Ambos murieron atropellados esa noche. ¿Accidente? No me lo creo. Usted puede ver cómo todos los caminos se han ido cerrando. Lo único que sé, aunque siempre hay probabilidades de error, es que puedo confiar en usted.
–¿Por qué dice eso?
–Revisé su hoja de vida. No ponga esa cara. El dinero puede mover muchas voluntades. Tenía que asegurarme.
–¿Ahora está segura?
–Creo que sí. ¿Cuándo piensa partir?
–Déjeme arreglar algunos asuntos acá. Me parece que en dos días podría estar saliendo, ¿le parece?
–No se imagina lo que esto significa para mí. Gracias. Estaré esperando su llamada –la mujer tomó sus cosas y se despidió muy formalmente.
Me quedé otro rato en el lugar tratando de hacerme una idea del asunto. Aún no me cuadraban algunas cosas. Vi otra vez la imagen del cuerpo de esa mujer y traté de reconstruir nuevamente ese día. No me esperaba lo del inspector Gutiérrez. Me lo imaginé caminando por esas calles vacías con ese sol de mierda a las tres de la tarde.
5
Un hombre sale de su casa. Es temprano. Cierra la reja con llave. Da una última mirada como para comprobar que todo ha quedado en orden. Mira su reloj y se da cuenta que está en la hora correcta. Llegará veinte minutos antes a su trabajo. El tiempo necesario. Sólo debe caminar ocho cuadras para llegar al viejo edificio que alberga al Servicio Médico Legal. Está nervioso. Lleva años realizando autopsias, pero el último cuerpo que revisó anteayer lo dejó preocupado. Ayer por la mañana recibió la visita de un sujeto, quien le sugirió lo que debe decir su informe acerca del último cuerpo. No ha podido dormir. No conocía al sujeto, sólo se presentó como un «amigo». Nunca lo había visto. Había oído que a veces ocurrían irregularidades, pero nunca había vivido algo así. El tipo sólo le dijo que por el bien del país y de su familia, y en esa parte nombraba a cada uno de sus hijos, se limitara a escribir los siguientes renglones. Le entregó un papel en el que aparecían un par de renglones: «causa de muerte: traumatismo encéfalo craneano por presunta caída, ya que la occisa muestra altos niveles de alcohol en la sangre». Después de eso podía continuar su vida en paz. Solamente debía decir que la joven había muerto de un golpe provocado con una piedra. Nada más. La gente se cae, quizás estaba un poco bebida. La juventud ha perdido los valores. Tal vez estaba con algún amigo que la empujó o la golpeó con una piedra. Le insisto: la juventud ha perdido sus valores.
Había pensado escribir el verdadero informe, pero prefirió esperar. Todo estaba en su cabeza y en una pequeña grabadora que había dejado en su casa. Sólo había escrito el que le habían pedido. No era muy complicado el trámite. Lo llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta. Era un crimen vulgar. Una joven asesinada y su cuerpo arrojado sobre las piedras del río. Todos los años tenían que levantar varios cuerpos desde ese lugar. Al llegar a una esquina un tipo se paró a su lado. Se quedaron los dos paralizados por un instante.
–Doctor Cifuentes.
–Dígame, ¿qué quiere?
–Necesito hablar con usted.
–Ya hice lo que me pidieron.
–Creo que usted se confunde. Soy el inspector Gutiérrez de Investigaciones. Necesito hablar con usted. Acá a la vuelta hay un café. Lo invito.
Los hombres caminaron en silencio la media cuadra de distancia. El doctor Cifuentes sintió que se hundía en un pozo negro. La imagen de la joven sobre su mesón no la podía quitar de su cabeza. Y no porque se hubiese espantado con la muerte, sino que las heridas que ella presentaba le habían anunciado un camino oscuro.
Se sentaron a una mesa junto a una ventana.
–Ya le dije que soy el inspector Gutiérrez. Estoy a cargo del caso de la chica que encontramos el sábado en la mañana en el lecho del río.
–Conozco el caso. Gladys Spencer. Ya hice el informe y en un rato más pretendo presentarlo. Ahí está todo. No tiene de qué preocuparse.
–¿Por qué lo dice así? ¿Está nervioso?
–No, sólo estoy apurado. Además no tomo café.
–Doctor, usted sabe los tiempos que estamos viviendo.
–No sé a qué se refiere.
–Necesito saber qué vio en el cuerpo.
–Puede leer el informe –Cifuentes sacó de su bolsillo interior un sobre y se lo entregó–, está todo ahí. Preferí poner que alguien le había pegado