Un abismo sin música ni luz. Juan Ignacio Colil Abricot
como me lo pidieron.
–Mire, no haga esto más difícil. Usted se confunde. Si alguien ya lo visitó para pedirle que adulterara su informe quiere decir que las cosas están más difíciles de lo que pensé –Gutiérrez tomó el sobre, lo abrió y leyó el documento– ¿Esto es lo que va a entregar?
–Es lo que me pidieron.
–No sé bien de lo que trata todo esto, pero yo vi el cadáver de Gladys. Le puedo contar que por lo poco que he averiguado, esta chica salió la noche del viernes a una fiesta.
–Muy propio de los jóvenes.
–Era una fiesta donde los milicos. Así me lo confirmó una amiga de ella. Pero los milicos dicen que esa joven nunca llegó al lugar de la fiesta, que era el casino de oficiales del regimiento. Es raro. Alguien vio un vehículo del ejército por el camino que lleva al río. Quizás a las tres o cuatro de la mañana.
–¿Qué quiere que le diga? Todo está en el informe.
–Lo que vio en el cuerpo. Sé que puede estar presionado, pero confíe en mí.
–Una víctima de asesinato siempre me tensiona.
–Le repito una vez más: necesito saber qué vio en el cuerpo. Usted sabe que es difícil que llegue a poner por escrito lo que sus ojos vieron. Imagino que recibió un mensaje para escribir un informe que no levante sospechas. No me extraña. Entienda, yo no estoy con esa gente. No lo culpo por sentir miedo.
–¿Me está diciendo que soy corrupto?
–No se confunda. Usted sabe lo que le estoy diciendo. Conozco su carrera y sé que es un tipo apegado a las normas de su profesión, pero si las cosas se complican como se están complicando tenemos que actuar coordinadamente. Puedo asegurarle protección, pero tenemos que movernos rápido.
Los hombres se quedaron en silencio, mirándose. Gutiérrez bebió su café. Cifuentes se arregló los lentes y el nudo de la corbata. Revolvió lentamente la taza de café y tomó un largo trago. El café le pareció más malo que nunca.
–Necesito que saquen a mi mujer y a mis tres hijos hoy mismo. Yo la llamaré y le diré que usted irá por ellos.
–Me tiene que dar unos días. Debo mover gran cantidad de medios.
–Hasta mañana. No puedo demorar más este asunto. A más tardar mañana debo presentar el informe.
–¿Lo tiene listo?
–Sí, tengo dos informes listos.
–¿Dos?
–Sí. Dos. El que usted acaba de leer y otro que tengo en mi cabeza y al parecer nunca podré escribir. ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?
–Estamos iguales. Usted no tiene más alternativas que creer en lo que puedo ofrecer y yo también debo creer en sus palabras. Nada me asegura que una vez que nos despidamos usted vaya a hablar con otras personas.
Nuevamente se produjo un silencio incómodo entre ambos.
–¿Cuántos días tengo que esperar?
–A lo más tres. Debo coordinar todo. Mi jefe ya me autorizó.
–Entonces hasta ese día hablamos.
–Necesito que me dé algo más. No sólo su palabra.
–Es muy riesgoso.
–¿Qué me puede adelantar?
–Gladys recibió un fuerte golpe en la cabeza, pero además tiene marcas de arma cortopunzante. Específicamente corvo. Sus ropas están rasgadas y tiene diversas marcas en brazos, espalda y piernas, específicamente en la parte superior interna de los muslos.
–O sea que están los milicos hasta el cuello.
–No sé. Esa parte del trabajo ya es asunto suyo.
–Los milicos son los únicos que manejan corvos.
–También alguien puede haber robado alguno. Esas cosas suceden.
–No es necesario que los defienda. Se defienden solos. Demore todo lo que pueda la entrega del informe y mantenga su rutina normal. No le cuente nada a sus hijos ni a su mujer.
–Debo preparar mis cosas.
–Olvídelo. Siga su vida normal. Antes de tres días lo pasaremos a buscar. No haga nada extraño. Nada que genere sospechas. No retire plata del banco. Siga su vida normal.
–¿Está seguro que puede protegerme?
–Es parte de mi trabajo. Si alguien le pregunta qué conversaba conmigo, dígale que hablábamos sobre el colegio de los niños.
–¿Qué cosa?
–Sus hijos y mi hija van al mismo colegio. Diga que hablábamos de los problemas del colegio. Usted ya sabe: las cuotas muy altas o algo así. El informe verdadero envíelo por algún medio a mi dirección, asegúrese que tenga todos los timbres correspondientes y su firma. Sea lo más claro y preciso para describir las heridas. No coloque su nombre al sobre. Sé que es obvio, pero prefiero prevenirlo en caso de que las cosas se nos compliquen y tenga la seguridad que se van a complicar. No vaya al correo, trate de enviarlo con alguien del servicio, que parezca uno de los tantos trámites que hay que realizar día a día. No hable con nadie del tema. Que todo parezca como un crimen vulgar. Yo estaré atento. Apenas tenga los medios disponibles voy por usted y su familia –Gutiérrez anotó en una servilleta sus datos. Cifuentes tomó la servilleta, leyó la dirección y devolvió la servilleta a Gutiérrez.
–Me basta con memorizarla. Un papel nos puede comprometer.
Los dos hombres se quedaron en silencio. Cifuentes se levantó y se fue. Mientras caminaba quiso volver la cabeza y mirar a Gutiérrez, pero se contuvo.
Gutiérrez pidió otro café y pensó que Cifuentes era un tipo valiente. Lo vio perderse por la calle a paso rápido. Deseó que ojalá el Prefecto en Santiago autorizara el movimiento que pensaba realizar.
6
Abel la llevaba abrazada de la cintura. Antes de entrar al salón, le pidió que la soltara. Abel se hizo el desentendido. Delia caminaba un par de pasos adelante. No le gustaba ese afán de Abel de mostrarse ante los demás como si fuera su dueño, apenas habían salido una vez antes. Se habían conocido en una fiesta de una ex compañera del liceo. Él la siguió al patio. Ella necesitaba un poco de aire. Se dio cuenta de las miradas que le lanzaba, pero ni siquiera quiso mirarlo. Lo encontró feo y ordinario. No supo en qué momento él ya estaba a su lado y le contaba sobre los viajes que hacía por sus negocios y ella como tonta escuchándolo. Ahí se olvidó que no le gustaba. Él le ofreció un pito de marihuana y ella que nunca había probado le dijo que bueno, que no le vendría mal. El humo espeso la hizo llorar y toser y luego cada palabra de Abel tenía un sonido distinto. Le cayó bien Abel, aunque parecía un tipo un poco exaltado, un poco bruto. Esa vez él le quiso dar un beso, pero ella se escabulló, volvió a la fiesta y luego se perdió entre la música de los Bee Gees. ¿Por qué no la seguía un tipo así? ¿Por qué era tan difícil encontrar a alguien como Barry Gib?, alguien con esa piel, con ese pelo, con esa sonrisa y ese cuerpo.
La segunda vez se encontraron en la plaza. Ella volvía desde la casa de una amiga. La invitó a dar una vuelta en auto. Ella quedó sorprendida. Abel le mostró un auto reluciente, le dijo que él mismo se lo había comprado con sus negocios. Seguramente es prestado, pensó ella, pero no le dijo nada. Era mejor vivir una fantasía. Dieron unas vueltas por las calles, mientras él le hablaba de sus próximos negocios, pero ella no lo oía, se sentía tan bien así, era como ser libre. Le preguntó si tenía algo de música, Abel abrió la guantera y sacó un casete de Commodors. «Easy» comenzó a sonar. Le encantaba esa canción, aunque no tenía idea lo que decía, pero por cómo cantaba ese hombre, de seguro era una canción de amor. Un hombre que le cantaba su amor a la mujer de su vida y era como estar en otro sitio, con otra persona, incluso ella misma llegó a pensar que era otra.