La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín

La inquisición española - Miguel Jiménez Monteserín


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hubiesen sido atrapados, sean encarcelados por los príncipes católicos e impóngaseles como multa la pérdida de sus bienes. Y porque con frecuencia acuden desde diversas partes a un solo escondrijo y, fuera de estar de acuerdo en el error, no tienen ninguna causa para cohabitar permaneciendo en una sola morada, sígase la pista con mucha atención a tales reuniones clandestinas y si fuesen auténticas prohíbanse con severidad canónica.

      Los herejes, sus encubridores y defensores están excomulgados y los que mueran en este pecado no deben ser enterrados en el cementerio de la iglesia ni debe rezarse por ellos.11

      Como dice San León, aunque la disciplina eclesiástica, aplicada desde la jurisdicción sacerdotal, no aplique castigos cruentos, se ayuda, no obstante, con las disposiciones de los príncipes católicos para que busquen a menudo los hombres saludable remedio cuando temen que les caiga una pena corporal. Por eso, porque, en Gascuña, el territorio de Albi y las comarcas tolosanas y en otros lugares, de tal modo se ha hecho fuerte la condenada maldad de los herejes a los que llaman unos Cátaros, otros Patarenos, otros Publicanos y otros con otros nombres, que ya no ponen en práctica su perversidad en lo oculto, como otras veces, sino que manifiestan públicamente su error y arrastran a su conspiración a los sencillos y débiles: decretamos que ellos y quienes les defienden y acogen están bajo anatema y bajo anatema prohibimos que alguien los mantenga en sus casas o en su tierra o los favorezca o se atreva a tener algún trato con ellos. Ahora bien, si muriesen en este pecado, ni bajo un pretexto cualquiera de nuestros privilegios de indultos, ni bajo cualquiera otra ocasión se haga ofrenda por ellos o reciban sepultura entre los cristianos. Tocante a los brabanzones y aragoneses, navarros, vascos, salteadores (coterellis) y malhechores (triaverdinis) que con tanta fiereza actúan contra los cristianos, de manera que no se detienen ni ante los monasterios ni las iglesias, no perdonan a las viudas y menores, tampoco a los viejos y los niños, ni a nadie por razón de edad o sexo, sino que todo lo arruinan al estilo de los paganos: de igual modo ordenamos que quienes los tomasen a su cargo o los dirigiesen o los protegiesen por las regiones en las que actúan con desenfreno, sean denunciados públicamente en las iglesias los domingos y demás fiestas solemnes y se les tenga por sometidos a castigo con los citados herejes y no sean recibidos a la comunión de la Iglesia sino habiendo abjurado de aquella pestilente compañía y secta. Que se sepan liberados del deber de la fidelidad y el homenaje y de toda obediencia: mientras permaneciesen en tan gran iniquidad, muchos de ellos están ligados a algún pecado. Ordenamos a ellos y a todos los fieles, para remisión de los pecados, que se opongan enérgicamente a tamañas calamidades y protejan con las armas contra ellos al pueblo cristiano. Y que se confisquen sus bienes y que puedan los príncipes libremente someter a la servidumbre a estos hombres. Quienes muriesen allí con auténtica penitencia, no duden de que han de recibir tanto el perdón de los pecados como el fruto de la eterna recompensa. Nos también, confiados en la misericordia de Dios y con la autoridad de los santos Pedro y Pablo, a los fieles cristianos que tomasen las armas contra ellos y siguieran el parecer de los obispos o de otros prelados combatiendo para someterlos, les aliviamos de dos años de penitencia impuesta, o si permaneciesen allí por más tiempo, encomendamos a la discreción de los obispos a quienes fuese agregado este proceso, que, a su arbitrio, con arreglo a la medida de su esfuerzo, se les otorgue mayor perdón. A los que, por el contrario, desdeñaron obedecer la advertencia de los obispos en una misión de esta naturaleza, mandamos se les aparte de gustar el cuerpo y la sangre de Cristo. Mientras a los que, con ardor de fe, asumiesen un esfuerzo suficiente, los recibimos bajo la protección de la Iglesia como a los que visitan el sepulcro del Señor y mandamos que se mantengan seguros de toda inquietud, tanto en los bienes como en las personas. Si alguno cualquiera de vosotros se atreviese a molestarlos, que se le aplique sentencia de excomunión por el obispo del lugar y todos observen por tanto tiempo la sentencia, hasta que se devuelva lo sustraído y por su parte satisfaga adecuadamente de los daños producidos.

      El hereje que piensa o enseña equivocadamente acerca de los sacramentos de la Iglesia está excomulgado y, si resulta convicto, si no se enmendase y abjurase del error, si es clérigo se le degrade y entregue al tribunal secular, por el cual también se castigue al laico. La misma pena hay para los sospechosos de herejía si no se enmendasen y a los que recaen se les niega absolutamente la audiencia ante un tribunal. Los príncipes seculares que no quieren jurar sobre defender a la Iglesia de los herejes son excomulgados y sus tierras quedan sometidas a entredicho; las ciudades que se opusiesen son privadas del trato con las otras y de la dignidad episcopal; los exentos quedan sometidos a los ordinarios en lo relativo a estas cosas que se ordenan contra los herejes.12

      Para aniquilar la sinrazón de las diversas herejías que en muchas partes del mundo comenzó a propagarse en tiempos recientes, debe movilizarse la fuerza eclesiástica, para que, siendo ciertamente apoyada por el poder imperial, sea aplastada a un tiempo la audacia de los herejes en las tentativas mismas de sus embustes y la sinceridad de la verdad católica, que en la santa Iglesia resplandece, se muestre en todas partes purificada de todos estos malditos dogmas. Por eso, nos, asegurado a la vez con el poder y la fuerza del ilustre emperador de los romanos siempre augusto, siguiendo la opinión común de nuestros hermanos con toda certeza, de los demás patriarcas, arzobispos y de muchos príncipes que acudieron de diversas partes del imperio, nos alzamos contra estos mismos herejes, para quienes la declaración de sus diversos embustes inspiró leyes distintas, con la prohibición general de este decreto y condenamos por la autoridad apostólica toda herejía, cualquiera sea el nombre con que se la considere, según la serie de esta constitución. En primer lugar, pues, decretamos que caigan bajo anatema perpetuo los cátaros y los patarenos y los que con falso nombre pasan como humillados o pobres de Lyon, los passaginos, josefinos y arnaldistas. Y porque algunos, so pretexto de la piedad de sus virtudes, según aquello que dice el Apóstol, negándolo, se atribuyen el poder de predicar, cuando el mismo Apóstol dice: «¿cómo predicarán si no son enviados?» [Rom 10, 15], a todos los que, habiéndoseles prohibido o no estando comisionados, se atrevieren a predicar en público o en privado, fuera de la autorización recibida, bien de la sede apostólica o del obispo del lugar, y a todos los que no tienen miedo a opinar o enseñar de manera distinta a lo que predica y observa la sacrosanta Iglesia romana acerca del sacramento del cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, o del bautismo, o de la confesión de los pecados o del matrimonio o del resto de los sacramentos eclesiásticos y, en general, a todos los que juzgasen herejes la misma Iglesia romana o cada uno de los obispos en su diócesis con el acuerdo de los clérigos, o los clérigos mismos en sede vacante, con el consejo, si fuese necesario, de los obispos vecinos, los ligamos con análoga atadura de eterno anatema. A sus encubridores y defensores y a cuantos de igual modo proporcionasen a dichos herejes alguna protección o favor para proteger entre ellos la depravación de la herejía, ya consolados, ya creyentes o perfectos o con cualesquier nombres de esta superstición se llamen, decidimos someterlos a igual sentencia.13 Porque, por otra parte, ocurre a veces exigiéndolo los pecados, que la severidad de la disciplina eclesiástica sea despreciada por aquellos que no saben apreciar su fuerza, no obstante, por la presente disposición confirmamos, que quienesquiera fuesen manifiestamente sorprendidos en la herejía, si es clérigo o disfrazado con el velo de cualquier voto religioso, se le prive de la garantía de todo el orden eclesiástico y así, despojado al mismo tiempo de todo oficio y beneficio eclesiástico, quede al juicio del poder secular con la debida advertencia de castigarlo si no es que, inmediatamente después del descubrimiento de su error volviese enseguida de manera espontánea a la unidad de la fe católica y consintiese abjurar públicamente de su error a juicio del obispo de la región y dar pruebas de una adecuada satisfacción. El laico en cambio a quien salpicase alguna acusación o culpa secreta de las calamidades dichas, si no es que, como va dicho, una vez abjurada la herejía y habiendo dado prueba de su satisfacción, se acogiese en seguida a la fe ortodoxa, quede al juicio del juez secular para recibir el castigo debido a la calidad de su crimen. Quienes fuesen hallados señalados bajo la única sospecha de la Iglesia, si no demostrasen la propia inocencia a juicio del obispo con arreglo a la consideración de la sospecha y la cualidad de la persona, se someterán a igual sentencia. Y también los que, luego de la abjuración de


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