La inquisición española. Miguel Jiménez Monteserín

La inquisición española - Miguel Jiménez Monteserín


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su tierra después de tres días de su advertencia, quitando toda ocasión, y no les entreguen en adelante ayuda alguna. Por lo cual, si no quisiesen consentir a sus advertencias, todos los hombres de las aldeas o de las iglesias o de los otros lugares religiosos que se encuentran en la diócesis de aquel obispo en cuyo territorio estuviese el mismo castellano o señor de la fortaleza o del dominio, por nuestro mandato y regia autoridad asistan a nuestros vicarios, bailes, y merinos de aquél obispado en lo tocante a las fortalezas y aldeas de estos y los lugares donde se los hallase y de ninguna manera sean culpables del perjuicio que hayan dado el castellano o señor del castillo o de las aldeas o por los encubrimientos de los citados infames, pero si no quisiesen seguirles desde que les fuese notificado, más allá de nuestra ira e indignación, en la que han de saber incurrirán, nos entregarán veinte áureos como pena extraordinaria suya, si no es que justa y legítimamente pudiesen excusarse. Así pues, si alguien, desde este día en adelante, se atreviese a recibir en sus casas, a los antedichos valdenses o çabatatos o a otros herejes de cualquier secta, o a escuchar a alguno su fatal predicación o a suministrarles comida u otro favor cualquiera o a prestarles o a defenderlos o a ofrecerles su acuerdo en algo, sepa que ha de encontrarse con la indignación de Dios todopoderoso y la nuestra y que sus bienes, sin recurso de apelación, han de ser confiscados y él castigado como reo del crimen de lesa majestad. Ordenamos leer en voz alta todos los domingos en las iglesias parroquiales este edicto nuestro y constitución perpetua, en todas las ciudades, castillos y granjas de nuestro reino y territorios y en todas las tierras sometidas a nuestra jurisdicción y poder, y que sea obedecido inviolablemente por los obispos y los demás encargados de las iglesias y por los vicarios, bailes, justicias, merinos y toda la gente del pueblo y a los transgresores mandamos que se les inflija irrevocablemente la pena antes señalada. Ha de saberse asimismo que si alguna persona, noble o no, encontrase a alguno o algunos de los aludidos infames en alguna parte de nuestros reinos, sin importar qué castigo, deshonra e incomodidad por muerte y amputación de miembros aplicase, lo veremos bien y se lo agradeceremos y no tenga miedo de incurrir de cualquier modo en pena alguna, sino sepa que merece más y más nuestro favor por el servicio y, tras el despojo de los bienes, la deshonra e incomodidad que les infligiesen, estén obligados a entregar los cuerpos a nuestros vicarios o bailes, para ejecutar la justicia que ordenamos hacer por ello. Si, por otra parte, lo que no creemos, vicarios, bailes, merinos y hombres o gentes de toda nuestra tierra se mostrasen negligentes o descuidados en lo tocante a este mandato de nuestra regia dignidad o se viera que lo desprecian o transgreden, serán sin duda multados con la confiscación de todos sus bienes y ha de castigárseles con la misma pena corporal que a un criminal. Por último, imponemos firmemente a todos nuestros citados vicarios, merinos y bailes, presentes y futuros, que después de la advertencia o la recepción de la carta del obispo, o de su mensajero, en cuya diócesis se encontrasen, se lleguen a su presencia en los siete días siguientes y, puesta la mano sobre los sacrosantos evangelios, juren que fielmente observarán siempre lo que más arriba mandamos se haga y si no quisiesen hacerlo, además de con nuestra ira e indignación, sean castigados con una pena de doscientos áureos.

      Dado en Gerona, en presencia de Ramón, arzobispo de Tarragona, de Gaufredo, obispo de Gerona, de Ramón, obispo de Barcelona y de Guillermo, obispo de Osona y de Guillermo, obispo de Elna, por mano de Juan de Berax, notario del señor rey y escrita por su mandato en el año del Señor 1197.

      Son testigos de este edicto y constitución perpetua: Ponce Hugo, conde de Ampurias. Guillermo de Cardona. Gaufredo de Rocaberti. Ramón de Vilademuls. Ramón Galcerán. Bernardo de Portella. Guillermo de Granada. Pedro del Ladrón. Jimeno de Llusiá. Miguel de Llusiá. Guillermo de Cervera, Pedro de Torrecilla. Arnaldo de Salis. Pedro, sacrista de Osona. Berenguer de Palazuelo, sacrista de Barcelona y Guillermo Durfort.

      Están excomulgados todos los herejes, cualquiera sea el nombre con que se denominen.17

      Por consiguiente, excomulgamos y anatematizamos toda herejía alzada contra esta santa, ortodoxa y católica fe, que más arriba expusimos, condenando a todos los herejes, cualesquiera sean los nombres que se les atribuyan, presentando rostros diversos, aunque unidos por las colas,18 porque desde la mentira se conciertan a lo mismo. §.1. Los condenados sean entregados a las presentes autoridades seculares o a sus bayles para ser penados con el debido castigo, los clérigos, degradados antes de sus órdenes, de manera que los bienes de estos así condenados se confisquen si fuesen laicos, si clérigos, se consagren a las iglesias de las que recibieron su paga. §.2. Quienes fuesen hallados notados por la sola sospecha, si no demostrasen la propia inocencia con atención a la sospecha y a la calidad de la persona, sean heridos con la espada del anatema y evitados por todos hasta que ofrezcan una satisfacción condigna, de modo que, si persistiesen por un año en la excomunión, sean condenados a partir de entonces como herejes. §.3. Sean advertidas e inducidas y, si necesario fuere, obligadas por censura eclesiástica, las autoridades seculares, cualesquiera sean los oficios que desempeñan, que, si desean ser considerados y tenidos por fieles, presten juramento de que, para defensa de la fe, pondrán empeño de buena fe y a la medida de sus fuerzas en desterrar de las tierras sometidas a su jurisdicción a todos los herejes designados por la Iglesia, de manera que, de aquí en adelante, cuando alguien fuese recibido para un cargo público, temporal o perpetuo, esté obligado a apoyar este capítulo con juramento. Si un señor temporal, requerido y amonestado por la Iglesia, no se preocupase de purificar su tierra de la hediondez herética, sea ligado con la atadura de la excomunión por el metropolitano y los demás obispos de la provincia y si desdeñase obedecer, después de un año, notifíquese al sumo pontífice para que declare liberados de su fidelidad a los vasallos y disponga la tierra para ser ocupada por católicos, que, una vez desterrados los herejes, la posean sin contradicción alguna y la conserven para pureza de la fe, quedando a salvo el derecho del señor principal, con tal que este no ofrezca obstáculo ni ponga algún impedimento, observándose sin embargo la ley acerca de quienes no tienen señores principales. §.4. Los católicos que habiendo tomado la señal de la cruz se armasen para la destrucción de los herejes, gocen de aquella indulgencia y estén protegidos con aquél santo privilegio que se concede a quienes se suman al socorro de la Tierra Santa. §.5. Ordenamos además someter a la excomunión a los seguidores de la herejía, encubridores, defensores y partidarios, ordenado firmemente que, luego de que alguno de estos fuese señalado con la excomunión, si postergara obedecer por más de un año, a partir de entonces sea infame, con arreglo a derecho, y no se le admita a oficios o consejos públicos, ni como elector de estos ni como testigo. Sea también intestable de modo que no tenga la libre facultad de testar ni acceda a la sucesión hereditaria. Además, nadie sea obligado a hacerse responsable ante él de un negocio, pero sí debe él responder a otros. Si destacara acaso como juez, no tenga firmeza alguna su sentencia, ni se lleve causa alguna a su audiencia. Si fuese abogado, en modo alguno se admita su patrocinio; si escribano, no tengan ningún valor los instrumentos redactados por él, sino que sean rechazados con el autor condenado. Y mandamos observar lo mismo en los casos semejantes. Si fuese clérigo, depóngasele de todo oficio o beneficio para que, en aquel que mayor culpa tiene, se aplique una pena mayor. Si algunos mirasen con indiferencia evitar a tales [herejes], después de señalados por la Iglesia, sean castigados con sentencia de excomunión hasta la adecuada penitencia. Razonablemente, los clérigos no proporcionen a estos apestados los sacramentos eclesiásticos, ni se arroguen darles cristiana sepultura, ni reciban sus limosnas u oblaciones, de otra manera, sean privados de su oficio, al que nunca se les restablezca sin especial indulto de la sede apostólica. De igual modo, a cualesquier regulares a quienes esto se impusiese también, que no se les guarden sus privilegios en aquella diócesis donde se atreviesen a perpetrar tales excesos. §.6. Porque algunos, so pretexto de piedad, por su propia autoridad, según aquello que dice el Apóstol, negándolo, se atribuyen el poder de predicar, cuando el mismo Apóstol dice: «¿Cómo predicarán si no son enviados?,19 todos los que, o bien habiéndoseles prohibido o no siendo comisionados, al margen de la autorización recibida, bien de la sede apostólica o del obispo católico del lugar, se atreviesen a usar, en público o en privado, el oficio de predicar, queden ligados con el vínculo de la excomunión y si no lo desechasen enseguida, sean castigados con otra pena adecuada. §.7. Añadimos aún que cualquier arzobispo u obispo, por


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