Francisco, pastor y teólogo. Varios autores

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menos preconcebida con anterioridad. La pastoral que vive Francisco no es algo cocinado en un laboratorio 14, sino que se trata de una exigencia vital de «salir» de nuestros laboratorios para comunicar, discurrir, entender la profundidad del anuncio del Evangelio y observar su belleza en la aventura apasionante de su vivencia, y esto exige un compromiso personal de ir más allá de uno mismo. Entonces surge una nueva pregunta: ¿deseamos un pueblo grande?, ¿tenemos miedo de un pueblo grande que va más allá de nuestros propios límites, de nuestros propios prejuicios?, ¿deseamos ir más allá de la imagen de un cristianismo situado en ciertas seguridades?, ¿qué pensar de un cristianismo de pequeñas realidades, de minoría?, ¿seríamos capaces de aceptarlo?

      La «opción de Benedicto» 15 –cito un texto publicado hace aproximadamente un año– desarrolla comprensiones en algunos sectores, de reducción, de limitación, de defensa, de un cristianismo reductivo. En este caso, la experiencia pastoral de ciertas realidades nos impide observar con nitidez la distinción entre lo que comúnmente se ha denominado como «los de dentro» y «los de fuera». Cuestión que nos invita a reaccionar y repensar sobre qué tipo de evangelización, qué manera de predicación se ha desarrollado, qué estilo de experiencia cristiana se ha transmitido con los que frecuentaban nuestros templos. ¿Cómo hemos proporcionado elementos suficientes para que el mismo pueblo de Dios se convierta en un pueblo misionero, capaz de comunicar, transmitir y vivir la aventura de la fe? Hoy en día no podemos, ni debemos, dar por supuesto ningún tipo de situación; se hace imprescindible afrontar la realidad, y de ahí nos cuestionamos con un profundo respeto y una exigente sinceridad: ¿deseamos hablar con todos?, ¿deseamos comunicar lo profundo y esencial de nuestro corazón, de nuestra fe?, ¿deseamos redescubrir lo esencial de nuestro kerigma?, ¿nos interesa recuperar «el hermano menor» que ha vuelto a la vida, de una manera totalmente cambiada a como nosotros mismos lo habíamos conocido con anterioridad, o bien aquel era simplemente un «hijo más del Padre» con el que nosotros no teníamos ningún tipo de relación, y con el que, además, debíamos diferenciarnos radicalmente?

      3. Un pueblo protagonista

      Así pues, nos encontramos ante el reto de construirnos como un pueblo protagonista de la misión, nunca pasivo de la construcción del reino de Dios. Una misión vivida no de manera extraordinaria en su actividad, sino radicalmente de una manera permanente, espiritual, un pueblo que se concibe «para y hacia los otros». Se trata de una Iglesia absolutamente fijada en la perspectiva misionera, en oposición a cualquier forma de clericalismo, ya sea en los clérigos, ya sea en los laicos.

      Se presenta, pues, la imagen de un pueblo grande ante el cual somos invitados a desarrollar una pertenencia real 16 y de tipo afectivo, personal, familiar y, al final, universal. No a hundir nuestras convicciones en una experiencia o en un planteamiento de tipo populista, porque no hay nada más lejano de la imagen del pueblo de Dios que una visión uniforme o una visión difuminada. El pueblo no puede observarse como un conjunto de realidades diversas yuxtapuestas ante las cuales surjan respuestas o soluciones prefabricadas y fáciles en tiempos de incertidumbres, como este momento de globalización contemporáneo.

      4. Dios promete un pueblo

      La experiencia de san Pablo ante la comunidad de Corintio 17 resulta una imagen precisa de esta configuración del pueblo que Dios ha diseñado, más allá de la suma individual de sujetos. Dios ha prometido y da a Pablo un pueblo. La situación de la ciudad de Corintio no respondía a la configuración de una convivencia fácil, agradable, próspera. La concepción y aceptación de una propuesta de tipo evangélica, en la que se incluye el reto de construcción de una comunidad, no es ideal.

      También hoy, en nuestra experiencia más reciente, observamos las dificultades, las confusiones y los cansancios ante el reto de una verdadera conversión misionera y espiritual. Descubrimos con mucha mayor facilidad la ausencia del pueblo que deseamos encontrar. Vivimos situaciones de ambigüedad y de dualismos, y ante estas situaciones la respuesta pastoral del papa Francisco va más allá de las tensiones entre verdad y diálogo, entre identidad y misión, entre transformación y kerigma, entre doctrina y pastoral. Hay quien se ejercita para polarizar fuertemente estos binomios, porque así es mucho más fácil reducir la realidad e intentar entenderla con mayor rapidez, apropiarse de la verdad y no escuchar verdaderamente el Evangelio. En el fondo, así se manifiesta poco interés por formar parte del «pueblo», de un «pueblo grande». Es imprescindible una verdadera conversión pastoral que valore de nuevo la existencia, que exija destinar tantos sujetos como sea posible a anunciar el Evangelio y a vivir la pertenencia al «pueblo de Dios». Una conversión exige una mayor entrega, más espíritu que organización y, sobre todo, pide ser padres, hijos, hermanos, pastores. Esto es «el pueblo» y no una respuesta que se aplica sin más, según lo que pensamos o deseamos que sea el pueblo. Francisco retoma toda la herencia del Concilio Vaticano II, y sus inquietudes, preocupaciones y anhelos se concentran en el sueño de reencontrar en la Iglesia una madre y, por eso, maestra, y justamente en ese orden, y no al contrario 18.

      La Iglesia es primero madre. Así, siguiendo el deseo inicial del papa Juan XXIII en la inauguración del Concilio, el papa Francisco descubre la importancia de la medicina de la misericordia antes que retomar las armas del rigor. La visión del Concilio sobre la Iglesia como «pueblo de Dios» permite a Francisco hundir las raíces de su pensamiento en la herencia más genuina del mismo Concilio, para exponer el valor de sus enseñanzas antes que condenar a nadie, para entender a la Iglesia como una madre que se dispone a acoger a todos en un único pueblo. Así, la Iglesia se manifiesta como aquella madre amantísima, bondadosa, paciente, imagen de la verdadera misericordia hacia todos sus hijos alejados. El reto es este, ni más ni menos: mostrar el verdadero rostro de la Iglesia como madre capaz de hacer más humana la vida de las personas, como aquella que es realmente eficaz para mostrar el sentido de la vida.

      Esta sería una verdadera profecía que nace del Concilio, a la cual el papa Francisco se une, situando su persona y su magisterio obviamente en el curso de los «profetas de esperanza» de nuestro tiempo presente, muy a pesar de otros, que son propiamente «profetas del desánimo». Estos últimos son aquellos que creen, con mayor insistencia, más en su propio celo pastoral que en el amor gratuito y desbordante de Dios mismo, más en sus propias convicciones que en el mismo pueblo de Dios, en el que está presente el Espíritu de Dios 19. Son profetas que solo saben ver dificultades y obstáculos sin ningún tipo de confianza en la Providencia, porque son incluso de los que, como sostenía Juan XXIII, no aprenden las lecciones de la historia y están privados de suficiente objetividad y de juicio prudente. No se puede anunciar siempre lo peor, esto es, el fin del mundo, el fin de la historia. Al contrario, se nos exige captar en los diferentes escenarios contemporáneos los misteriosos planes salvíficos de la divina Providencia y descubrir cómo estos se producen en nuestro presente a través de los hombres y mujeres contemporáneos, más allá de sus propias expectativas y a pesar de las contradicciones de la vida, para el bien de la Iglesia. Esta es, a mi entender, la visión que tiene Francisco sobre «el pueblo», y ante este pueblo se siente llamado a guiarlo, cuidarlo y acompañarlo.

      Francisco, siguiendo su lógica misionera, pide que el Evangelio sea anunciado de corazón a corazón, nunca bajo la sensación de una conquista, sino a través de la amistad, de la fraternidad, de la cercanía 20. Y esto no significa de ninguna manera una pérdida de autoridad. Justamente sucede lo contrario: se gana autoridad 21. Se trata de estar presente en la calle, para encontrarse con las personas sin distancias, de persona a persona, sin miedo, sin extraños formalismos que no son otra cosa que caminos de distanciamiento 22. Esta lógica de reducir distancias nos confirma que el mundo está en busca de una verdadera alegría más que de una abstracción de verdad y justicia. Muchas veces, la causa de esta distancia es producida por los mismos misioneros si la verdad que proponemos y la justicia que defendemos no es expansiva y no da alegría a la humanidad. Don Mazzolari argumenta que, «si el hombre que vigila tiene el rostro duro del carcelero en lugar del rostro de alegría del hombre libre, no solo no vendrán a preguntar sobre la verdad, sino que se cerrarán a nuestra propuesta, y esto significará que nos llevaremos a casa un problema más». El don que cuenta es la alegría, y la elección del papa Francisco es la de construir un pueblo lleno de alegría,


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