Una historia del movimiento negro estadounidense en la era post derechos civiles (1968-1988). Valeria L. Carbone
organización, su alto grado de coordinación, acatamiento y efectividad, y la fe de sus adherentes en la justicia que encerraba su reclamo, atrajeron la atención, el apoyo y rechazo de una nación polarizada por los cambios que esto significó para el statu quo racial.142
A partir de entonces, el movimiento afro-estadounidense adquirió ímpetu: los negros marcharon en las calles, se afiliaron masivamente a organizaciones que luchaban por sus derechos, se sindicalizaron y empadronaron para votar. El concepto de “protesta social no violenta” guiada por valores morales y espirituales cristianos que sirvió para apuntalar al movimiento, se configuró en la práctica en la adopción de una forma ideológica propia y singular: el New Negro. La conciencia del nuevo negro143 fue in crescendo al igual que sus expectativas socio-políticas como ciudadanos. El proceso de movilización, lucha y resistencia negra para lograr la integración racial de las escuelas, poner fin a la segregación en los espacios y servicios públicos, y obtener irrestrictos derechos electorales se intensificó, ante una violenta y acérrima oposición institucional y en las calles de parte de funcionarios y grupos supremacistas. En respuesta, la población negra protagonizó sitins144, freedom rides145, boicots económicos, piquetes, arrestos masivos, campañas de empadronamiento electoral, huelgas de inquilinos, peregrinaciones y marchas, cuyo epítome fue la multitudinaria Marcha sobre Washington de 1963, año en el que el Departamento de Justicia llegó a registrar 1412 demostraciones en tan sólo tres meses146.
La comunidad negra apeló así a toda una plétora de tácticas para desafiar al sistema de una manera decisiva, forzando la sanción por parte del Congreso de importantes y resistidas leyes: la ley de derechos civiles de 1964 y la ley de derecho al voto de 1965. La ley de derechos civiles amplió la autoridad del Gobierno Federal para poner fin a la segregación y discriminación en espacios públicos y en el mercado laboral, autorizando la creación de un Comité de Igualdad de Oportunidades Laborales y eliminando o recortando fondos a dependencias locales y estaduales que incurrieran en prácticas discriminatorias. Por su parte, la ley de derecho al voto, considerada una de las más importantes de la historia de los Estados Unidos147, vino a reforzar la ley de 1964 y buscó, específica y necesariamente, eliminar los impedimentos y barreras legales que desde fines del siglo XIX imposibilitaban el ejercicio de un derecho constitucional electoral de grupos raciales o étnicos: prohibió las pruebas de alfabetización y los impuestos como requisito para empadronarse, y ordenó la fiscalización federal de los procesos de empadronamiento en lugares “con una larga tradición de discriminación racial”148.
Si bien la ley electoral ordenó la participación irrestricta de afro-estadounidenses en política electoral, su entrada en vigencia no fue rápida ni sencilla. Fueron los líderes y militantes los que forzaron su ejercicio. Como pronunciase el militante Henry Austan allá por 1967: “si bien ahora legalmente tenemos el derecho a votar (hemos legalmente tenido ese derecho por 100 años) aún nos queda el problema de empadronarnos, y después de empadronarnos, el de vivir lo suficiente como para ejercer ese derecho”149. La labor del movimiento negro logró que de un 20% de afro-estadounidenses empadronados en 1952, el número ascendiese a 40% en 1964 y a 60% (3 millones) en 1968, alcanzando – a tan solo 3 años de sancionada la ley – el mismo porcentaje de electores blancos empadronados.150
Después de la sanción e implementación de estas leyes, muchos esperaron que las demandas afro-estadounidenses hubieran alcanzado su techo en lugar de intensificarse, por lo que la violencia recrudeció. Como evidencia el siguiente testimonio de un miembro de uno de los tantos “Consejo de ciudadanos blancos” esparcidos por el sur, las leyes no habían hecho mella en la cosmovisión racial existente: “Para muchos la tierra aún está formada por dos culturas: una blanca y otra negra. Conviví con ambas toda mi vida. Pero ahora dicen que los maltratamos [a los negros] y que tenemos que cambiar, y las cosas están cambiando más rápido de lo que esperaba. Nos piden que actuemos de acuerdo con una nueva forma de ver las cosas, y eso no es fácil”.151
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El proceso de lucha y resistencia afro-estadounidense y las conquistas obtenidas no necesariamente produjeron modificaciones o alteraron la ideología racial, siquiera abrieron la puerta a transformaciones sustanciales de un sistema socio-económico estructuralmente desigual. De la misma manera, ¿qué confianza podían tener los afro-estadounidenses en un sistema político que (aún considerando las elecciones como mecanismo idóneo para producir cambios) había históricamente encontrado incontables formas de mantenerlos excluidos y considerado esas prácticas no sólo legales sino constitucionales?
A pesar de ello, la creencia general de políticos progresistas y conservadores de que las leyes sancionadas en 1964 y 1965 mágicamente transformarían a los Estados Unidos implicó que la continuidad del movimiento afro-estadounidense fuese cuestionada y puesta en tela de juicio. La pregunta que nos hacemos es ¿cómo se encauzó el movimiento de protesta cuando se hizo evidente que la vía electoral no era ni sería suficiente para canalizar las demandas insatisfechas de los afro-estadounidenses?
Como referimos previamente, el proceso de lucha comprendido entre los años 1954 y 1965 representa “la época heroica” o “fase clásica” del movimiento por los derechos civiles tanto en la memoria colectiva como en la historiografía. Sin embargo, tal caracterización elimina el protagonismo de organizaciones e importantes figuras (algunas de las cuales simultáneamente participaron del movimiento de maneras más tradicionales) que fueron más allá de la lucha por los derechos civiles y reclamaron por cambios radicales y estructurales del sistema, como el Poder Negro.
En lugar de ser considerado una alternativa, el Poder Negro pasó a ser el chivo expiatorio responsable del fin del movimiento negro.152 En 1966, el periódico negro Bay State Banner dedicó un artículo a definir apropiadamente qué era, qué no era y qué implicaba ese fenómeno “radical” que parecía expandirse entre militantes y activistas:
Pocos comprenden lo que Black Power significa. Da la impresión de que “poder” significa fuerza y “negro” significa “negro racista”. Entonces, lo que se infiere es que una “fuerza negra racista” se enfrentará agresiva y violentamente al hombre blanco. Nada podría estar más alejado de la realidad… Floyd McKissick, Secretario Ejecutivo del CORE, declaró: Black Power no es sinónimo de “supremacía negra”, no implica la exclusión de los estadounidenses blancos de la revolución negra, no pregona la violencia, ni la incitación a la violencia. Black Power no sugiere un curso de acción específico. Más bien, es el lema de una nueva filosofía. Es el llamado al despertar de la “conciencia negra”. Es el himno a la “negritud”. Black Power significa que los negros en los Estados Unidos han comenzado a buscar soluciones al problema de la raza dentro de sí mismos, soluciones que requerirán del exitoso accionar negro en lo social, en lo político y en lo económico, en lugar del aporte voluntario de los blancos. (...) El Black Power les permitirá a los negros luchar por aquello que tienen el poder de tomar. Claramente, Black Power implica la pérdida de Poder Blanco. Rara vez el poder es cedido voluntariamente. Es de esperar que muchos blancos, incluso los progresistas, no vean con buenos ojos esta nueva política.153
Si bien la noción de Poder Negro no era nueva en términos históricos, fue