El bautismo del diablo. Clifford Goldstein
de la cosmología Ptolemaico-aristotélica como base estructural para la cosmovisión cristiana se estableció en el imaginario colectivo, con todos los aspectos del esquema científico griego ahora imbuido de importancia religiosa. En las mentes de Dante y sus contemporáneos, la astronomía y la teología indivisiblemente unidas, y las ramificaciones culturales de esta síntesis cosmológica, eran profundas: porque si futuros astrónomos introducían cualquier cambio físico a ese sistema (por ejemplo, decir que la Tierra se mueve), el efecto de una innovación puramente científica amenazaría la integridad de toda la cosmología cristiana”.55
Y una Tierra que se mueve es, precisamente, lo que Nicolás Copérnico, en 1543, postuló con su De revolutionibus orbium coelestium [Sobre las revoluciones de las orbes celestes]. En esta obra de seis secciones (“libros”), Copérnico argumentaba sobre el movimiento circular de la Tierra alrededor de un Sol sin movimiento en el centro del universo. Aunque otros, como Aristarco de Samos (siglo III a.C.), habían debatido sobre una cosmología similar, Copérnico sabía que, debido a las implicancias teológicas de esta posición, podía estar apresurándose a entrar en un terreno en el que nadie había entrado antes. En la primera línea de su dedicación del libro al papa Pablo III escribió: “Fácilmente puedo pensar, Santísimo Padre, que tan pronto como ciertas personas se enteren de que, en estos libros míos, en los que he escrito sobre las revoluciones de las esferas del mundo, le atribuyo ciertos movimientos al globo terráqueo, inmediatamente alzarán su voz para quitarnos a mí y a mi opinión del escenario”.56
Si bien Copérnico no fue exactamente quitado del escenario (se hallaba en su lecho de muerte cuando su libro salió de la imprenta), en 1616 este tratado fue puesto en el Índice Católico de Libros Prohibidos; a pesar de su intento de apaciguar a las autoridades dedicando el material a nadie más que al mismísimo “vicario de Cristo”. Dieciséis años después de la prohibición, Galileo fue condenado por Roma por “haber creído y sostenido la doctrina (falsa y contraria a las Santas y Divinas Escrituras) de que el Sol es el centro del Universo y que no se mueve de Este a Oeste, y que la Tierra sí se mueve y no es el centro del Universo”; en otras palabras, la cosmología de Copérnico.
El artefacto del diablo
Lo que sea que haya estado sucediendo en los cielos, esta era la atmósfera científica e intelectual en la cual se desató la tormenta de Galileo en la tierra. Para la mente medieval, el universo era una jerarquía estricta en la cual el cielo, comenzando por la Luna que se movía hacia afuera, era perfecto y armonioso. Todos los cuerpos celestes (Sol, Luna, planetas, estrellas), esferas perfectas en sí, orbitaban la Tierra en círculos perfectos, la forma geométrica suprema, el único movimiento digno del cosmos de Yahweh. En medio de todo esto, en el centro inamovible, se asentaba la Tierra. Aquí estaba el modelo científico que dominó el pensamiento intelectual occidental por más de 1.500 años, el que la iglesia también había luchado tanto por incorporar a su teología.
Después de todo, ¡es ciencia!
Sin embargo, cuando Galileo comenzó a apuntar su telescopio al cielo nocturno, la gente pudo ver que lo que pasaba en los cielos no coincidía con lo que la ciencia decía aquí, en la Tierra. De repente, el fenómeno y la ciencia que explicaba el fenómeno se hicieron irreconciliables. Como lo expresó Shakespeare en Hamlet: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que han sido soñadas en tu filosofía”.57 No solo había más cosas (por lo menos, en el cielo), sino también había cosas que, de acuerdo con la mejor ciencia, para empezar, no deberían haber estado allí.
Con su telescopio, Galileo pudo ver manchas solares que, de acuerdo con Aristóteles, no deberían existir en un cosmos perfecto e inmutable. El biógrafo de Galileo, David Wootton, escribió: “Su prueba de que las manchas solares estaban sobre la superficie del Sol, y que consecuentemente la doctrina aristotélica de la inmutabilidad de los cielos era falsa, creía él sería decisiva. Este sería el funeral, como él lo expresa (quiso decir el tiro de gracia), para la ‘pseudofilosofía’ de sus adversarios”.58
El descubrimiento de Galileo de montañas, valles y planicies en la Luna asestó otro golpe al cosmos aristotélico, cuyas orbes celestiales estaban compuestas, supuestamente, solo de esferas perfectas. Galileo escribió en 1610 Mensajero sideral, obra en la que expresaba: “La superficie de la Luna está manchada por todas partes con protuberancias y cavidades; solo me resta hablar de su tamaño y mostrar que las asperezas de la superficie de la Tierra son mucho más pequeñas que las de la Luna”.59
Galileo luego apuntó sus “ojos con aumento” a Venus. Para su gran sorpresa, vio que este pasaba por fases, tal como lo hace la Luna. “Pero, la naturaleza de esas fases solo se podía explicar si Venus daba vueltas alrededor del Sol y no de la Tierra. Galileo concluyó que Venus debía viajar alrededor del Sol, que a veces pasaba por detrás y más allá de él, en vez de dar vueltas alrededor de la Tierra”.60
Aún más asombroso e inesperado, considerando el dogma científico de la época, fueron los cuatro “planetas” que orbitaban a Júpiter que antes no se conocían. Galileo escribió: “Pero lo que estimula el mayor asombro por lejos, y lo que de hecho me movió a llamar la atención de todos los astrónomos y filósofos, es, a saber, que he descubierto cuatro planetas, ni conocidos ni observados por ninguno de los astrónomos anteriores a mi época, que tienen sus órbitas alrededor de cierta estrella brillante, una de las previamente conocidas como Venus y Mercurio alrededor del Sol, que a veces están frente a ella, a veces detrás, pero que nunca se separan de ella más allá de ciertos límites”.61
De acuerdo con el pensamiento científico establecido, eso no podía ser verdad. Después de todo, más de trescientos años antes de Cristo, Aristóteles había dicho que los cuerpos en el cielo orbitaban solo a la Tierra y a nada más. Citando a un famoso físico del siglo XX que se refería al descubrimiento de una partícula subatómica no conocida hasta entonces: “¿Quién ordenó eso?”.
Incluso antes de que Galileo apuntara su telescopio a los cielos, algunos temían que fuera demoníaco. Un texto de 1575 advertía que, cuando el diablo llevó a Jesús a una montaña alta y le mostró todos los reinos del mundo, pudo haber sido una referencia a algo como el telescopio recién inventado. John Heilbron escribió: “Ningún cristiano se atrevió a desarrollar el artefacto del diablo por otros treinta años”.62
Pero, una vez que el “artefacto del diablo” se desarrolló y se lo apuntó hacia arriba, la luz que brilló expuso como falsos siglos de dogmas y suposiciones científicas. Al principio, los científicos y los teólogos se mostraban escépticos, incluso hostiles, hacia lo que Galileo estaba descubriendo. Stillman Drake declaró: “Entre el público general culto, crearon gran entusiasmo, mientras que los filósofos y astrónomos, en su mayoría, las definieron como ilusiones ópticas y ridiculizaron a Galileo o lo acusaron de fraude”.63 Qué ironía que incluso hoy “el público culto en general” permanece mucho más escéptico a la evolución que los biólogos y los filósofos. Algunos expertos, incluso los astrónomos jesuitas, fueron convencidos. Otros no; o al menos, no por completo. Y aunque hubo acusaciones, argumentos y condenaciones cruzadas de ida y vuelta durante años, Galileo fue capaz de promover sus ideas con libertad; esto es, hasta 1632 y la publicación de Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo.
La herejía de Galileo
Entre los cargos que la Inquisición le impuso a Galileo por causa de su libro estaba este: “La proposición de que el Sol está en el centro del mundo [el universo] y no se mueve de su lugar es absurda, filosóficamente falsa y formalmente hereje, pues es expresamente contraria a las Santas Escrituras”.
Técnicamente, la Inquisición tenía razón y Galileo estaba equivocado. El Sol no es el centro del universo, sino solo de nuestro Sistema Solar, que a su vez está suspendido en los suburbios exteriores de la Vía Láctea, una de los miles de millones de galaxias que recorren el universo. Y lejos de ser “inamovible de su lugar”, el Sol viaja por el