Reportajes. Gonzalo Arango

Reportajes - Gonzalo Arango


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pintores que pueden representar dignamente a Colombia en estos certámenes y esperamos que así ocurra en la próxima Bienal.

      —¿Su proyecto para el futuro?

      —¡La pintura mural! Esta ha sido mi preocupación constante desde el comienzo de mi carrera artística, habiéndose manifestado en mis obras desde el principio un cierto sentido de primeros planos y un vigor constructivo, características estas del pintor muralista. Creo que el pintor se da plenamente en este género de pintura, pues esta es la forma, pudiéramos decir sinfónica, ya que son tantos y tan variados los problemas que atender y que constituyen un mundo aparte dentro del arte, al cual no todo pintor tiene libre acceso. En Colombia los muralistas sufren de mejicanismo. Todos llegan con el afán de efectuar la reforma agraria con un mural; todos tienen un sentido político, pero no un orden estético. En Florencia vi algo diferente. El tema fue para ellos un pretexto poético para sorprendernos luego con su poesía en la sucesión maravillosa de imágenes que hoy, perdida su leyenda y su nombre, permanecen como esencia absoluta de lo impenetrable, de lo metafísico. Es el reflejo poético de su tiempo, pero un reflejo sin tesis. Yo espero tener oportunidad de hacer pintura mural en Colombia y para eso he regresado. Afortunadamente el gobierno comienza a auspiciar una serie de obras, en un país en donde jamás ha existido el arte.

      Súbitamente y a golpes empezamos a oír la caída de la lluvia: silencio. Posiblemente el pintor se ha dado a recordar con nostalgia alguna calle de Florencia, su estudio en París, un museo de arte. “Estaré siempre de regreso a Europa…”, dice al fin. Lo más valioso de mi vida y de mi pintura nació allá, y uno solo nace cuando crea.

      Fernando Botero expondrá en este mes de mayo en la Biblioteca Nacional. Los que saludaron en 1951 y 1952 a un talento indudable de la pintura colombiana, confirmarán en esta oportunidad que las posibilidades de este pintor han sido realizadas excediendo en mucho los pronósticos más optimistas. Admiro ahora en él, además del pintor, al hombre que ha indagado en los secretos más hondos de este arte para llegar al secreto misterio, a la última luz del descubrimiento de sí mismo por medio de la pintura, a su independencia artística, a su independencia espiritual, y que me hace pensar en la gran verdad hegeliana del hombre que reivindica en la pintura su independencia frente a la naturaleza y a los hombres.

      El Colombiano, “Dominical”, pp. 6-7. Medellín, 28 de mayo de 1989.

      (Publicado originalmente en 1955).

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      Si Cali no fuera Cali, sería el cielo, o una mujer. Entonces se llamaría Fanny, Sixta, Marta o Maritza.

      Que Dios me perdone, pero no puedo separar nada de lo que amo de un rostro de mujer. Por ejemplo, cuando era creyente, pensaba que la Virgen era Dios, y mi complejo de Edipo teológico era para la Inmaculada. Mi nostalgia del Paraíso es una Eva desvestida a la última moda, inventando trucos para vestirse con Adán. Y cuando pienso en el Festival de Arte de Cali, ¿en quién voy a pensar sino en Fanny?

      Esta artista se ha vuelto un símbolo, un imperativo de la acción, un dínamo que mueve mil cosas y personas con el pensamiento, una hecatombe, una Biblia, una filosofía del método para llevar a la práctica esa pesadilla de la imaginación que es el Festival de Arte de Cali.

      Para que sea posible esa aventura espiritual ha sacrificado el sueño, la identidad, su pertenencia, y a su marido, quien desde el día en que Fanny es elegida “coordinadora” –desde luego unánimemente–, se resigna a dormir solo, comer solo, hablar solo, aburrirse solo, y todo solo, excepto ciertas cosas que solo se pueden hacer entre dos.

      Pues el pobre marido entra a casa cuando Fanny sale; o sale cuando Fanny entra. Al fin vuelve a “capturar” a su mujer cuando ella ya no existe, o está desintegrada en el nirvana, es decir, cuando el Festival termina. Entonces, de la cabecera de su cama cuelga un diploma que bien podría ser un epitafio. Reza cariñosamente:

      “La ciudad de Cali, a Fanny, en gratitud”.

      Fanny solamente, amorosamente, a secas, como la verdad. Pues esta mujer a quien el Gobernador le dice Fanny, el obispo le dice Fanny, y solo Pedro le dice mi amor, ha terminado por perder su apellido como Desquite, como Rasputín, como X-504. Se ha vuelto un símbolo de lo más puramente caleño como el TEC, o La Manuelita.

      Fanny es de esos seres tan vitales que uno olvida que de repente se pueda morir. Con su energía, Colombia podría mandar su primer cohete a la luna. Incluso uno puede imaginarse perfectamente que Dios después de hacer de la nada a ese monumento de Fanny, se acostó a hacer la siesta, se durmió sobre los laureles, y se olvidó de nosotros.

      Un esfuerzo tan colosal está bien en Dios que es inmortal. Pero no en Fanny que hace de la nada un festival de arte nacional olvidándose de que solo es una mujer como Dios manda, pero no tan divina ni tan inmortal como Dios Padre.

      Y por olvidarlo, una tarde casi se muere en Bogotá: la fulminó un ataque. El abogado Gustavo Vasco, su afortunado anfitrión capitalino, sin saber qué hacer ni qué rezar, confundió un ataque al corazón con la crisis de la poesía, y llamó al poeta Bonilla-Naar para que la salvara. El galeno muy ofuscado se presentó con su estetoscopio lírico, y empezó a pulsar las lánguidas palpitaciones de la adorable moribunda.

      El poeta, finalmente, profetizó que se trataba de un ataque, de una desgracia para la cultura, que Fanny se iba a morir, con sus cuarenta grados de fiebre, tan desfigurada que no se parecía a Fanny, la fatalidad misma. Entonces ella como que abrió una pestaña y susurró que llamaran a Gonzalo Arango a ver si se me ocurría alguna brujería para conjurar el peligro, pues yo había estudiado algo de magia negra con los jaibanás (brujos) en las selvas del Atrato.

      El poeta Bonilla, mi rival en concursos literarios, se puso muy celoso de su ministerio, pero no tuvo más remedio que telefonearme al Bar Caruso para darme la noticia. Sinceramente yo no creí en el tal ataque de Fanny, aunque mi colega juraba y gemía por el teléfono, diciendo que era algo espantoso, inminente, y que la última voluntad de la artista exigía mi presencia. En cuanto a él –agregó–, ya había hecho todo lo poéticamente posible para salvarla, y solo quedaba por intentar un milagro. ¿Yo qué pensaba? Entonces dije:

      —Vea, doctor Bonilla, lo que Fanny tiene es un guayabo bogotano, dele un Alka-Seltzer, puede que eso le haga el milagrito.

      El poeta trinó de ira, me acusó de charlatán, y colgó el teléfono. ¡Diablos!, me dije con remordimiento, ¿y si fuera en serio? Salí disparado como una bala. En el camino robé una rosa del jardín de una inspección de policía, y con una flor roja en la mano me presenté a exorcizar la muerte.

      Evidentemente, la pobre Fanny estaba más blanca que un querubín, y yo le apliqué mi estetoscopio florecido en la nariz. Leve mejoría. El doctor Bonilla se deshizo en elogios a mis dotes de taumaturgo, me pidió permiso para respirar el aroma de la flor, y en pleno éxtasis declaró que ese perfume era el olor de la poesía misma. Yo le dije:

      —Usted no conoce una verdadera rosa, doctor. Esta es una rosa subdesarrollada, una col. Si usted quiere conocer una rosa de verdad, una rosa caleña, tendría que ir a Cali en junio, más o menos en el verano, por la época del Festival de Arte; entonces usted podrá ver rosas que con solo olerlas resucitarían un muerto.

      —¡Oh, no! –exclamó el galeno con escepticismo cartesiano.

      —Si no cree pregúntele a Fanny, ¿verdad, cariño? (había olvidado que Fanny estaba en pleno apogeo de surmenage). No obstante, abrió la pupila, me vio, y dijo arrastrando las letras:

      —Hola, ca-ri-ño…, ¿qué ho-ras son…?

      —Las


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