Reportajes. Gonzalo Arango

Reportajes - Gonzalo Arango


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abajo, bajo un torrente de lluvias o un torrente de estrellas, y ahora atracan en la orilla pestilente con sus racimos de frutas, jaulas de pájaros, micos salvajes, collares de finas almendras, amuletos de dioses, arcos y flechas envenenadas, calabazas de chicha, y fuera de venta, hermosas cholas semidesnudas que cubren sus senos con collares, y se maquillan con tinturas vegetales. Por su parte, la negramenta aporta al mercado enormes racimos de plátanos, plateados manojos de peces que chapotean agonizantes en las canoas.

      A medida que el sol se despliega en el cielo y brilla nítido entre las nubes, en el mercado acuático los negros despliegan sus sonrisas blancas en un alegre alboroto de ofertas y demandas, con un pie en las canoas y otro en el barro. Y tres razas que viven del río se mezclan en la orilla en busca de alimento, como animales anfibios.

      En el malecón alquilo una canoa y subo por el río rumbo a la selva. Avanzo algunos kilómetros bajo un sol de candela y atraco en “Pueblo Mugre”. Paso el día charlando con bellas nativas y soy feliz. El sol se pone en la curva de la selva, cae la noche. Como hemos bebido dos calabazas de chicha que compramos a los cholos, me siento un poco borracho y sin ganas de regresar. Uno de los nativos me ofrece una estera para dormir, y en la cocina huele a pescado. Me quedo. Asoman las primeras estrellas. Purifico mi alma de racionalismos amargos, mis últimos gusanos de ciudad. Morirán en mí, poco a poco, mientras yo resucito. Ya mueren, los oigo morir, pues no soportan esta dicha. Mi cuerpo será un templo y en él preparo los altares de los nuevos dioses. La noche será un dios. Libre de la servidumbre mental, me desnudo como una fruta y reclamo un sitio bajo las estrellas, entre los árboles. Florezco de amor al mundo, a los reinos eternos de la naturaleza. Soy súbdito de esos reinos. Me tiendo sobre la tierra y la oigo germinar como un vientre. Es el amor de Dios quien la fecunda. Soy hijo natural de ese amor. De cara al cielo celebro mi vida como un milagro. Los últimos pájaros emigran a sus nidos en la selva. También ellos celebran con sus cantos la gloria de Dios. Mi corazón, como un petardo, estalla de dicha. Rezo en silencio a los dioses que ignoro. Dios debe ser este himno de adoración que sale del corazón de todo lo viviente.

      Dios, tú existes en esta selva. Te pido perdón si en las ciudades te niego. No sé quién eres, ni qué eres. Yo soy mortal y razonable. Pero creo en el misterio de este universo que amo sin comprender. ¡Oh, Dios mío! Tú eres también un misterio, pero ¡existes!

      Cromos, n.° 2.495, pp. 12-16. Bogotá, 5 de julio de 1965.

      Festival viene de fiesta. Ni Atenas ni París conocieron semejante esplendor. Cali es hoy la Atenas americana. Nadie le dio ese título por decreto. Ella se lo ganó. Tampoco vamos a disputárselo a Bogotá. Cali no lo reclama, ni lo necesita. Le basta y le sobra ser simplemente la capital cultural del Nuevo Mundo.

      CALI ERA UN ÉXTASIS

      Después de doce días de delirante pasión por la cultura, la ciudad más alegre queda devastada, convaleciente, como después de una fiebre. El derroche de energía deja en el aire de la ciudad una sensación de melancolía, de agotamiento. Los que fuimos felices tenemos que huir antes de que se apague la última candileja, porque la nostalgia es mortal.

      Huyendo del cielo caleño vine a Medellín a redactar estas notas que don Camilo espera en su escritorio de la revista Cromos. Era imposible hacerlo en Cali, pues allá hasta la metafísica es sensual. Y además soy de esos que dejan el “deber” por irse tras la túnica de una mujer. Cali era el éxtasis de mi cuerpo hasta la locura, la derrota de la mente, algo así como un triunfal: ¡No pienso, luego soy feliz!

      Aquí estoy en “Todaspartes” bajo un naranjo en flor, en una clara y suave mañana medellinense, haciendo las paces con el espíritu. Aquí entre las cúpulas de la Catedral y de la Andi, símbolos de ascetismo y de orden, confío mi enamorado recuerdo a mi vagabunda y olvidada Olivetti. Ahora recuerdo que el tiempo de vivir es una estación de luz, y que el tiempo de pensar es el olvido de mí mismo.

      EL FESTIVAL DE VANGUARDIA NACIÓ BARBADO

      Al aterrizar en el aeropuerto de Medellín, un paisa me preguntó:

      —¿Qué tal el Festival de Arte?

      —¿Cuál de los dos?

      —Pues el de Cali.

      Para contestar la pregunta tuve que explicar que en Cali había dos Festivales de Arte: el “oficial”, y el de “vanguardia”. Porque Cali es la única ciudad en que la cultura se suma, se multiplica. Este año al tradicional Festival de Arte le nació un “un hijo calavera” que fundaron los nadaístas. Algunos lo llamaron “el festivalito”, pero otros dijeron que había nacido tan grande, que hasta le salieron barbas (casi todos los artistas nadaístas usan barbas).

      Este Primer Festival de Arte de Vanguardia, por su importancia, y por su carácter subversivo, merece un tratamiento especial que dejaremos para la segunda crónica en la próxima semana. Los separo para evitar confusiones, y para que estos dos radiantes planetas de la cultura no se eclipsen mutuamente.

      Por ahora deseo destacar el mérito de sus fundadores, J. Mario, Elmo Valencia, Pedro Alcántara, Alfredo Sánchez, y los otros satélites del nadaísmo caleño, quienes inconformes con aquello de que nadie es profeta en su tierra, y al sentirse desplazados y rechazados en su propia ciudad, se lanzaron en la aventura de hacer su propio festival, afirmados en su rebeldía y en sus indiscutibles valores, que son los valores de la nueva generación. El éxito y la acogida que tuvo el Festival de Vanguardia demostró que tal aventura no era un idealismo, sino una necesidad real exigida por la sensibilidad de los nuevos tiempos.

      SE LEVANTA EL TELÓN DEL FESTIVAL

      El viernes 18 de junio, a las siete de la noche, se levantó el telón en la Sala Antonio María Valencia. El escenario, muy suntuoso: en él aparecían Mr. Oliver, embajador de Estados Unidos; Gustavo Balcázar Monzón, minagricultura; Humberto González Narváez, gobernador del Valle; Artemo Franco, alcalde de Cali, y Fanny Mickey, la eminencia gris del Festival.

      En tono solemne, con las grandes frases que caracterizan la cultura oficial, el gobernador González leyó el discurso de inauguración del importante certamen. Dijo: “La popularización de conocimientos, que son patrimonio perdurable de la especie, convencerá a nuestras gentes de que la ética es la estética de la conducta. Entonces habrá llegado el imperio definitivo de la paz, traducido en el respeto a todos los derechos y en el goce de una libertad tranquila. Solo el clima de la libertad es propicio a la búsqueda de la libertad del hombre”.

      El público aplaudió. Se ofreció un coctel. El gentío se derramó por los pasillos para admirar las exposiciones. Ríos de espectadores. Todo el arte de América colgaba en los muros. A las diez de la noche los poetas y los pintores, muy felices y muy ebrios, se susurraban entre sí: “Esto se acabó…, y ahora, ¿dónde sigue la fiesta?”.

      LO MÁS EXTRAORDINARIO: ¡EL PUEBLO!

      Sin el pueblo caleño, el Festival no sería nada. El pueblo mismo hace el Festival, es el alma del Festival. Los artistas solo ponemos el arte. Este pueblo no es una clase social, según lo dividen los conceptos económicos. Es el pueblo en su totalidad, como condición humana, como “espíritu”. En Cali se quebró el mito de que la cultura es privilegio de minorías, esas que generalmente degradan el arte en ostentación, en esnobismo. Vi espectáculos al aire libre en el Teatro Los Cristales: había cuarenta mil espectadores. Asistí al Gimnasio Olímpico: parecía una llegada de ciclistas. Aquello era una epopeya, evocación del mundo griego, la apoteosis de un pueblo que se humaniza, que toma conciencia de sus valores, de sus derechos. Era la naturaleza de un pueblo olvidado que se recuerda, y se lanza en la aventura de lo sobrenatural. Para decirlo sencillamente: era bello hasta las lágrimas.

      Era el pueblo glorificando al arte. Era el arte glorificando al pueblo. Ya no será posible


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