Reportajes. Gonzalo Arango
armé de valor, me encomendé a las ánimas, y me levanté.
—A la orden –dije con la voz más viril que pude.
—Oiga, amigazo –dijo el negrote sin esfuerzo, con una voz que sonaba a trompada–, perdone una pregunta.
—Diga –dije secamente para que no me adivinara el temblequeo.
—Perdone la indiscreta… ¿Ustedes son Los Chaparrines?
Quedé desconcertado. Yo no sabía qué diablos o qué cosas eran Los Chaparrines, ni si ser eso era bueno o malo. Me resbalé en el terror. De pronto recordé que algo semejante había oído en la radio, imaginé que serían cantantes. Mientras meditaba una respuesta adecuada, pensé que tal vez a los tipos les agradaría que nosotros fuéramos Los Chaparrines, con lo cual quedaría cancelado el lío. Hice un tanteo y pregunté:
—¿Por qué creen que somos Los Chaparrines?
—Bueno, vea, ustedes son raros, ese pelero, y cómo se ríen de sabroso.
Entonces se me ocurrió una idea genial:
—Desgraciadamente no somos Los Chaparrines, esos son otros, pero nosotros también somos artistas.
—¿Son cantantes?
—No, escritores.
—¿Escritores? Ah, qué “chévery”… Pero ustedes no son de este lado. ¿Son extranjeros?
—Bueno, sí, la señorita de trenzas es peruana; estamos aquí invitados por el Festival de Arte de Cali.
—Hombre, vea –explicó el negrazo a sus camaradas–, estos artistas “cheverengos” son invitados del Festival de Cali, vienen de las Europas.
—Oye, vea –dice el otro camarada–, ¿y cómo se sienten “vacilando” el ambiente, están contentos?
—Sí, felices, estamos locos, ya lo ven…
Mientras le explicaba que Raquel era un genio, una bruja, y que mañana íbamos a dictar conferencias en La Tertulia, me hicieron tomar dos tragos, di las gracias y me despedí. Enviaron conmigo saludos a los artistas del Festival, y que la próxima tanda era por su cuenta, “porque en Cali la movida es chévery”. Lo cual nadie lo discute, ni siquiera un nadaísta cuando los areneros del Cauca lo confunden con un Chaparrín.
LA PROCLAMA
¡Poetas…, artistas…, nadaístas…! ¡Busquen al agiotista…, empeñen el honor…, hipotequen la conciencia…, escriban un soneto, un cuento comprometido, una radionovela Palmolive, gánense el Premio Esso! ¡Todos los medios son lícitos para ir a Cali! ¡El Festival de Arte nos hará olvidar nuestra mala literatura pasada!
¡Compatriotas! Si se quieren sentir orgullosos de ser colombianos, si quieren tener idea de lo que es una patria con majestad, con cultura y con un gran pueblo, vayan a Cali y verán que Colombia puede ser, que Colombia es la mejor de las patrias posibles.
Y si se aburren, yo pago sus gastos con mi cabeza. De todos modos, yo siempre pierdo la cabeza en Cali, y hasta el corazón. ¡Felizmente!
Cromos, n.° 2.494, pp. 10-13. Bogotá, 28 de junio de 1965.
Fui al Chocó y me quedé como buscando dioses. Para un psicópata que no cree en el psicoanálisis, el Chocó es la tierra prometida. Luego de aterrizar en un potrero y pasar una noche de tormentas en la selva, llegué a Quibdó, capital de este paraíso tropical.
Desde mi cuarto, de día, veo un sol áspero mojado de lluvia. De noche, un jardín de estrellas, cantos salvajes, y el Atrato, río para soñar.
Allá lejos donde se pierde la mirada y empieza la otra orilla, el infinito es verde: ¡su majestad la selva! Al borde de esta selva se detuvo la civilización. Lo que sigue es leyenda, magia negra, restos de un paraíso perdido. Los indios detestan la carne humana, igual la blanca que la negra, y ni siquiera se comen a los misioneros. Ignoro si la ciencia conoce los peligros que oculta esta selva tenebrosa, pero una imaginación cobarde puede suponer sus terrores.
Olvidé cuántas horas duró el vuelo. Solo recuerdo un mar verde sin orillas, y un zancudo de aluminio que navega por un cielo de tormentas, entre nubes densas y electrizadas como hongos atómicos. La nave corcovea como un potro, el tiempo deja de contar, la carne se paraliza de miedo, uno está suspendido en la eternidad.
Si eres religioso, te aconsejo reces el “Yo Pecador”, pues sientes que la hora de tu muerte ha llegado. Si eres panteísta, abrázate al dios de las tormentas y espera un milagro del azar. Si estás enamorado, piensa en las dulzuras del amor, evoca su rostro, y una voz de tu carne se subleva, te recuerda que la vida es bella, y que es imposible morir. Pero si no crees en nada, lo más seguro es que te lleve el diablo. Para no perecer en este pánico irracional, hay que tener fe en algo, en lo que sea. La gloria en aquel cielo de temblores se resume en un deseo humilde: volver a ser un peatón.
Si he de creer a los brujos viviré una larga vida. Pero si creo en mi “estrella”, mi destino se confunde con la tragedia. Soy supersticioso. Sobre la selva nos abatió la tempestad. En El Dorado había jugado a mi muerte despidiéndome de Sandra, autorizándola para que reclamara mi calavera y se fabricara un cenicero de recuerdo. Ya en el aire, en aquel cielo electrizado, me arrepentí. Esa nota era un presagio, y las leyes ciegas del cielo nos iban a precipitar en la nada. El frágil zancudo de aluminio giraba como un pájaro loco sacudido por el viento. Pasaron horas. Al fin, mareados y aterrados, descendimos en picada a ras de árboles corpulentos y aterrizamos en un potrero: era el fin del mundo. Pero me alegré de que el fin del mundo fuera de barro. Con el puño borré el vapor que empañaba la ventanilla, y miré al exterior: selva, lluvia, un rancho de paja. Mi cuerpo se sacudía de escalofrío y esperanza. Los pasajeros negros evacuaron el avión. Sequé frías gotas de sudor que rodaban por la nuca. Luego salió de la cabina un capitán con cara de entierro. ¿Capitán eso? A lo sumo un sargento. Juro que no tenía aires de capitán, quiero decir, esa dignidad limpia y orgullosa que exhiben los que comandan grandes naves continentales. Este parecía irritado y sucio como un chofer de bus. Pero yo estaba tan feliz de llegar a tierra con vida que sentí el impulso incontenible de arrodillarme y besarle la mano. Solo dije: “Espantoso vuelo, señor capitán”. Él dijo: “Maldita lluvia, cerró los aeropuertos del litoral, no quedaba sino este potrero infeliz”.
—Entonces, ¿esto no es Quibdó?
—Es Condoto, la selva, aquí se muere un payaso.
Se me escapó una maldición, me recosté en la silla desamparado; eran las cuatro de la tarde. Como nada había qué hacer, salvo esperar, me dormí. A las cinco desperté sofocado. La chatarra ardía con un calor sucio, pegajoso: me sentí asado como un pez. Quería fumar. Salí a buscar un cigarrillo. La lluvia chapoteaba en los charcos del potrero, salté sobre el barro hacia la choza.
Los pasajeros apretados en un banco miraban caer la lluvia con ojos vacíos, melancólicos. Ya no protestaban ni esperaban nada. Todo era inútil. Daban la impresión de haberse reunido para un entierro. Pero ¿protestar contra quién? El Chocó era así, una fatalidad cósmica. Ellos habían nacido en la fatalidad y aceptaban su destino. Pero yo, desintegrado por el miedo y la cólera, era arrojado en los brazos de una aventura andrajosa, arrastrado por aquel viento de negritud.
En la oficinita, un mecánico con cara de gorila aporreaba mensajes en clave sobre máquinas mohosas. Creo que pedía socorro. El capitán, sentado a su lado en un cajón, lo contemplaba con angustia resignada. Eran mensajes para Quibdó, Buenaventura, Bahía de Solano, pidiendo pista para nuestra nave. Nadie contestó. Por último, el potrero se cubrió con una niebla de ceniza y el avión desapareció bajo un sudario. Era el fin.
Caía la noche. Nadie hablaba. Lo terrible era la mirada. En todas partes la selva, y sobre la selva la lluvia. Cuando la