El Derecho y sus construcciones. Javier Gallego-Saade
de ciertas normas. De modo que la única ‘preocupación’ de los positivistas incluyentes por los sistemas jurídicos posibles o imaginables deriva de que alcanza con imaginar un sistema jurídico que no remita a la moral como condición de la validez jurídica para rechazar la tesis de la conexión necesaria entre derecho y moral. Esto, por cierto, no significa en modo alguno que la caracterización del derecho que ofrecen los positivistas incluyentes solo concierna a sistemas jurídicos imaginables o posibles.
La segunda observación crítica de Atria, a la que ya he hecho referencia, consiste en sostener que no es pacífico afirmar la existencia de convenciones que remitan a la moral. Hablando de la octava enmienda a la Constitución norteamericana que proscribe los castigos crueles o inusuales, afirma que resultaría controvertido sostener que en la práctica norteamericana exista una convención en cuya virtud la mentada cláusula deba ser entendida por referencia a la moral, puesto que, por ejemplo, hay teóricos que estiman que ella hace referencia a las intenciones de los padres fundadores (LFD, p. 45).
A diferencia de la primera observación, aquí hay al menos un germen para desarrollar un argumento de crítica al positivismo incluyente, pero de todas formas en la presentación que ofrece Atria tampoco resulta concluyente. Imagino a un positivista incluyente respondiendo algo parecido a lo siguiente: “Mire Atria, puede ser que en EEUU resulte materia de controversia el que las cláusulas constitucionales deban leerse de acuerdo con la moral o de acuerdo con la interpretación que les habrían asignado los constituyentes. Pero eso en todo caso lo que mostraría es que en EEUU no existe una convención que remita a la moral como condición de la validez jurídica. En otras palabras, si los originalistas están en lo cierto, entonces en EEUU la regla de reconocimiento no remite a la moral. Pero eso no obsta a que en otros sistemas jurídicos ello pueda ocurrir. Y, como positivista incluyente, lo único que yo sostengo es que en ciertos sistemas jurídicos la moral puede contar como condición de la validez jurídica y en otros no, no que en todo sistema jurídico y, en particular, en el de EEUU, exista una convención que remita a la moral como condición de la validez jurídica”.
La tercera observación crítica de Atria contra el positivismo incluyente es la que me parece más seria, si bien también puede ser respondida satisfactoriamente por los defensores de esta posición. Atria sostiene que frente a un problema como el puntualizado en el argumento anterior, el positivista incluyente podría aducir que existe incerteza sobre los alcances de la regla de reconocimiento. No obstante, señala que una teoría convencionalista del derecho solo podría aceptar la incerteza en la regla de reconocimiento cuando ella es marginal. Pero aquí el problema se extendería a todo el ordenamiento jurídico, en tanto la constitución haga depender la validez de las leyes de su respeto por las disposiciones constitucionales, por lo que el derecho que es ya no determinaría las decisiones judiciales. En síntesis, cualquier teoría que sostenga que el derecho es reducible a convenciones debería concluir que, cuando la convención es incierta o inexistente —como sería el caso de la interpretación de las cláusulas constitucionales—, no hay convención, y el juez encargado de la aplicación de las disposiciones constitucionales tendría discrecionalidad20.
Una crítica similar a esta fue presentada por Bayón pero en la forma de un dilema. Veamos como construye Bayón este argumento:
Para que exista una regla convencional es necesaria una práctica social convergente y, por tanto, algún grado de acuerdo. Pero si hay acuerdo acerca del contenido de los criterios a los que la presunta convención se remite —y se entiende que la extensión de ese acuerdo define la extensión de la convención—, entonces no es cierto que dichos criterios sean no convencionales; y si dicho acuerdo no existe, entonces no hay práctica social convergente alguna y por tanto no hay en realidad regla convencional. En suma, una presunta convención de seguir criterios no convencionales o bien es una convención solo aparente, o bien su contenido no es en realidad seguir los criterios no convencionales. Así que el incorporacionismo queda expuesto al dilema apuntado: o bien abandona el convencionalismo, o bien acaba siendo indistinguible del positivismo excluyente21.
Por ejemplo, considérese el caso de una norma jurídica que en Argentina estableciera como condición para ejercer la docencia universitaria el tener más de 40 años. Supóngase que un positivista incluyente sostiene que dicha norma es inválida de conformidad con lo prescripto por el artículo 16 de la Constitución Nacional, que establece que “todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad”. Esta norma, en la interpretación del positivista incluyente, consagraría el principio de igualdad como condición de validez de las normas dictadas por órganos inferiores, principio cuyo contenido dependería de una evaluación moral. Ahora, o bien existe un acuerdo social respecto del contenido del principio de igualdad tutelado por la Constitución argentina, en cuyo caso la determinación de si la norma bajo análisis es o no compatible con la Constitución argentina dependería exclusivamente de ese acuerdo social, con lo que la postura del positivista incluyente no diferiría en nada de la del positivista excluyente —quien sostiene que los criterios para la determinación de la validez de una norma dependen siempre de hechos sociales—, o bien no existe tal acuerdo. Pero en este último caso, decir que la validez de las normas jurídicas en Argentina depende en parte de que no vulneren el principio de igualdad, cuando no existe acuerdo respecto de lo que tal cosa significa, resultaría una fórmula vacía. En otras palabras, no podría decirse que la regla de reconocimiento del sistema jurídico argentino determina que la conformidad con un principio moral (el principio de igualdad) es una condición de validez de las normas del sistema. El positivismo incluyente o bien es una forma de convencionalismo pero entonces colapsa con el positivismo excluyente, o bien se distingue del positivismo excluyente pero entonces no es una forma de convencionalismo.
Como cuestión preliminar es importante señalar que para el positivismo incluyente la remisión a la moral que podrían implicar ciertos criterios de validez contingentes es una remisión a la moral ideal o crítica, a cuyo respecto se asume cierto grado de objetividad22. Pero entonces, que exista o no acuerdo respecto de su contenido debería resultar completamente irrelevante: si estamos de acuerdo con que la moral objetiva exige x, pero en realidad la moral objetiva no lo hace, el contenido del derecho dependerá de lo que diga la moral, no de lo que nosotros creamos al respecto, sea que exista o no acuerdo. La idea de objetividad en moral puede ser entendida de diferentes modos, pero en cualquiera de ellos aceptar objetividad sobre x implica aceptar que nuestras creencias acerca de la verdad de x no pueden confundirse con la verdad de x.
Hecha esta salvedad, examinemos cada uno de los dos cuernos que plantea el dilema. De conformidad con el primero, para que exista una regla convencional se requiere cierto grado de acuerdo, pero si existe ese acuerdo respecto de los criterios a los que la convención remite, y la extensión del acuerdo define la extensión de la convención, tales criterios serían convencionales. Aquí existe a mi juicio una notoria confusión entre dos sentidos en los que puede decirse que una regla es convencional. En crítica a la concepción práctica de las reglas defendida por Hart, Dworkin sostuvo que ella desconocería una distinción importante: aquella que mediaría entre consensos por convención y consensos por convicción23. Los primeros se manifestarían en las reglas convencionales que un grupo social acepta, en aquellos casos en los que el que todos acepten la regla es lo que constituye la razón para hacer lo que ella dispone. Los segundos, en cambio, se darían cuando existe en un grupo social una práctica concurrente, pero los individuos adhieren a la regla por sus convicciones personales (cuando comparten los mismos principios morales, por ejemplo), no porque los demás la sigan. Lo que me interesa destacar al respecto es que una cosa es decir que una regla es convencional en el sentido de que su aceptación depende de la existencia de una práctica social compleja, de acuerdo con la cual que cierta persona acepte la regla depende en parte de que otros la acepten y la empleen como pauta de evaluación de la conducta, y otra cosa es decir que una regla es convencional simplemente porque estamos de acuerdo con lo que ella exige. Este segundo sentido, más débil, comprende muchos casos de reglas que no son convencionales en el primer sentido, en el que la regla se acepta por convicción, tal como lo diría Dworkin.
El primer cuerno del dilema sostiene que para que exista una regla convencional se requiere cierto grado de acuerdo, pero si existe ese acuerdo respecto de los criterios