El Derecho y sus construcciones. Javier Gallego-Saade
una moral objetiva. Ahora bien, tomando en cuenta la distinción postulada entre los dos sentidos de “convencional”, el primer cuerno del dilema admite dos lecturas. De conformidad con la primera, si existe acuerdo respecto de los criterios de validez a los que la convención remite, tales criterios serían convencionales en sentido débil, lo que equivaldría a decir que existe acuerdo a su respecto. En esta intelección, el argumento sería completamente trivial por tautológico, y no tendría consecuencia crítica alguna respecto del positivismo incluyente. Como alternativa, podría entenderse que lo que se sostiene es que, si existe acuerdo respecto de los criterios de validez a los que la convención remite, tales criterios serían convencionales en sentido fuerte, esto es, su existencia dependería de una práctica social compleja como la indicada. Pero en esta lectura la afirmación resultaría sencillamente falsa: el acuerdo respecto de los criterios a los que la convención remite, por sí solo, no garantiza en absoluto que tales criterios sean convencionales en el sentido más fuerte de esta expresión. De hecho, si se trata de pautas de una moral objetiva, parece evidente que la existencia de acuerdo no revelará otra cosa que un consenso por convicción.
Pasemos ahora al segundo cuerno del dilema, según el cual, si no hay acuerdo respecto del contenido de los criterios a los que la convención remite, no existiría práctica social convergente y, por ende, no habría sino una convención meramente aparente pero vacía. Para examinar esta idea resulta crucial otra distinción: la que media entre la falta de acuerdo respecto de lo que exige una regla y su indeterminación. El primero es un problema epistémico; el segundo, según cómo se lo presente, es un problema ontológico o semántico. Si la remisión que postula el positivismo incluyente para determinar qué es derecho en cierta comunidad es a una pauta completamente indeterminada, entonces será correcto que tal convención resultará meramente aparente, esto es, vacía de contenido. Por ejemplo, supóngase que debe resolverse el problema del horario de inicio de cierto seminario, y todos los potenciales asistentes acuerdan en que comenzará un cierto día “por la tarde”. Semejante acuerdo sería un acuerdo meramente aparente, dado que la vaguedad de la indicación temporal tornaría inviable dicha pauta como solución al problema. Pero si la remisión que postula el positivismo incluyente para determinar qué es derecho en cierta comunidad es a una pauta a cuyo respecto no hay acuerdo, de esto no se sigue en absoluto que no pueda haber una convención genuina y no meramente aparente, siempre que el dominio de la remisión sea objetivo. Supóngase que, frente al problema anterior de la determinación del horario de inicio de un seminario, se acuerda que este comenzará cierto día “cuando caiga el sol”. La caída del sol en un lugar determinado es un hecho objetivo sobre el cual podemos o no estar de acuerdo acerca de cuándo acontece, pero en este caso la convención no es vacía o aparente por el mero hecho de que tengamos discrepancias sobre lo que ella exige. Y ello porque en este caso existe una pauta objetiva de corrección que es independiente de nuestros acuerdos o desacuerdos: incluso podría acontecer que todos estuviésemos de acuerdo en que el sol cae a cierta hora y, no obstante, todos estar equivocados en ello.
Parece claro que si una convención remite a criterios absolutamente indeterminados el acuerdo es solo aparente; pero conviene tener presente que, en la medida en que los acuerdos recurran al lenguaje natural para su formulación, la indeterminación de una convención es una cuestión de grado. De esta forma, en el ejemplo antes examinado, el carácter aparente o genuino del acuerdo expresado por el artículo 16 de la Constitución argentina dependerá de la posibilidad de atribuirle a tal formulación normativa un significado con cierto grado de determinación. Para realizar esta tarea puede recurrirse a criterios convencionales: legislación, jurisprudencia, costumbre, moral social, etc; o, como podría sostener un positivista incluyente, a un criterio no convencional: la moral crítica o ideal.
La “dirección” de la remisión no define per se el carácter genuino o aparente de la convención. Dicho carácter dependerá en cambio del grado de determinación de los criterios a los que se remita. Si se interpreta que la remisión es a criterios convencionales y, luego de investigar las fuentes sociales, se llega a la conclusión de que no existe un acuerdo acerca del contenido del principio de igualdad, entonces deberíamos concluir que el artículo 16 expresa una convención aparente. En caso contrario, el alcance del acuerdo expresado en tal formulación coincidirá con el grado de acuerdo que surja de las fuentes sociales y, con esos límites, podremos afirmar que nos encontramos en presencia de una convención genuina. En cambio, si se interpreta que la remisión es a la moral ideal, solo se precisa asumir alguna forma de objetivismo moral para poder afirmar que el artículo 16 expresa una convención genuina que remite a una pauta determinada por esa moral objetiva. En definitiva, la idea de una convención que remite a criterios no convencionales cobra perfecto sentido si se dispone de un criterio objetivo para determinar el alcance del acuerdo, es decir, en la medida en que se presuponga alguna forma de objetivismo en materia metaética.
De lo expuesto puede concluirse que este es un falso dilema, dado que cada una de sus alternativas se apoya en una falacia de equívoco y, por ello, ninguna supone un obstáculo para la posibilidad conceptual del positivismo incluyente. Del hecho de que exista acuerdo respecto de los criterios de validez a los que remite una regla de reconocimiento compleja como la que imaginan los positivistas incluyentes no se sigue que esos criterios sean convencionales en el sentido de que se los acepta porque existe una práctica social consistente en aceptarlos. Y del hecho de que no exista acuerdo respecto de lo que exigen tales criterios tampoco se sigue que la convención a la que apelan los positivistas incluyentes sea una convención vacía de contenido.
Sin perjuicio de lo señalado hasta aquí, me gustaría al menos esbozar brevemente las razones por las que no comparto la reconstrucción del derecho que ofrece el positivismo incluyente. En primer lugar, como he tratado de justificar, creo que el positivismo incluyente está comprometido con la aceptación de una postura objetivista en metaética. El punto es que, si bien hoy día circulan muchas elaboradas defensas del objetivismo moral desde diferentes puntos de vista, ninguna de ellas me resulta completamente convincente. De todos modos, no ahondaré aquí esta cuestión. La segunda razón está dada porque la reconstrucción que efectúa el positivismo incluyente de los criterios de validez me parece innecesariamente compleja. Si Coleman está en lo cierto cuando sostiene que el positivismo puede dar cuenta del modo en el que los argumentos morales se emplean en el razonamiento jurídico ya sea como pautas discrecionales, como pautas vinculantes que no son parte del derecho o como pautas vinculantes que son parte del derecho en virtud de la posesión de una fuente social, ¿para qué dar el salto adicional de considerar que pueden también ser pautas vinculantes que son parte del derecho en virtud de su valor moral?
No encuentro nada conceptualmente objetable en sostener que la regla de reconocimiento de un cierto sistema jurídico podría tener cualquier contenido y, por consiguiente, que podría ocurrir que en un cierto sistema jurídico ella remita a la moral —a una moral objetiva, se entiende— para determinar al menos en parte si cierta norma integra o no el derecho. No obstante, no creo que, sobre tales bases, esto es, apelando al contenido contingente de nuestras prácticas sociales, pueda justificarse la posición del positivismo incluyente. Pues si bien desde el punto de vista positivista los criterios de pertenencia de normas a un sistema jurídico dependen de prácticas sociales, no dependen solo de ellas. También dependen de cómo se reconstruyan o expliquen tales prácticas. Si un positivista incluyente afirma “en el país P existe una práctica contingente de acuerdo con la cual la validez de ciertas normas depende de sus méritos morales”, ¿de qué dependerá la verdad o falsedad de esta afirmación? ¿Solo de una constatación empírica? A mi juicio no: dependerá de ciertas constataciones empíricas y de elucidar el significado de “validez”. Puede que sea cierto que los funcionarios y los ciudadanos de P consideran que ciertas normas deben ser cumplidas y aplicadas en virtud de sus méritos morales, pero esto todavía no demuestra que sea cierto que esas normas forman parte del derecho de P por esa razón. Puede ser que no sean parte del derecho de P, aunque se las considere obligatorias, y puede ser que sean parte del derecho de P, pero no por sus méritos morales. El argumento de las prácticas contingentes encubre que en realidad la conclusión que de él pretende extraerse no se sigue de la existencia de prácticas contingentes sino de cierta estipulación conceptual. La pregunta pertinente sería entonces si hay o no razones para aceptar esta estipulación conceptual. A mí no me lo parece, y ello debido a que,