Acto matrimonial. Tim LaHaye
«su» instinto sexual. Hombres como estos eran (y son aún) iliteratos sexuales, fallando totalmente en comprender las necesidades emocionales y físicas de la mujer.
No es de extrañar que muchas mujeres llegaran a la frigidez y que el hacer el amor se convirtiese en una tarea. Aún peor, algunas mujeres frígidas se convirtieron en evangelistas de la frigidez. Consecuentemente, novias jóvenes entraron al matrimonio debidamente advertidas por sus amigas casadas de que el hogar, la maternidad y una buena reputación eran cosas maravillosas, pero que había una desventaja en el matrimonio, y ésa era la «escena de alcoba». El esposo cristiano moderno, a su vez, había sido exhortado por la Palabra de Dios y por su pastor con las palabras: «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia… Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos» (Ef. 5: 25, 28). De modo que un hombre cristiano entraba, y entra, al matrimonio más sensible a las necesidades de amor de su prometida y más preocupado por la satisfacción de ella. La respeta como una creación especial de Dios, la cual ha de ser aceptada y comprendida. Durante la década pasada, varios libros sobre el matrimonio, tratando con franqueza sobre el tema, han dado al hombre una mayor comprensión de la mujer. Salvo que mantenga su cabeza bajo la arena como la avestruz, puede aprender hoy día muchas cosas útiles sobre el amor. Y cuanto más conoce a su esposa, tanto más puede ajustar su propia pasión afectiva a las necesidades emocionales de ella.
Un proverbio dice: «La mujer es la criatura más compleja sobre la tierra.» Ciertamente, no hay hombre inteligente que pueda afirmar que llega a conocerla plenamente. No obstante, después de haber tenido trato con cientos de estas delicadas criaturas en la privacía de la sala de consulta, mi esposa y yo hemos descubierto más ampliamente lo que el acto conyugal significa para una mujer. Todo hombre podrá, pues, beneficiarse de leer este capítulo. Cuanto más sepa un esposo sobre las necesidades eróticas de su mujer, y lo que el acto marital realmente significa para ella, tanto más podrá, juntamente con su esposa, gozarse el uno del otro, no sólo físicamente, sino que en todas las demás esferas de la vida.
Consideremos estas cinco áreas significativas para mostrar lo que el acto de amor significa para una mujer.
1.Da plenitud a su femineidad. Hoy en día la psicología de la imagen propia llega a ser un verdadero furor. Todos los quioscos de libros llevan publicaciones sobre el propio conocimiento de uno mismo, sino muchos best sellers.* Nosotros los cristianos no estamos de acuerdo con todas sus conclusiones humanísticas, mas ciertamente no podemos negar la verdad importante de que una felicidad duradera es imposible hasta que la persona aprende a conocerse y aceptarse a sí mismo. Esto vale también para la mujer casada. Si ella se considera a sí misma fracasada en el lecho, le resultará sumamente difícil aceptar su femineidad total. No debe sorprender a nadie el hecho de que toda novia se sienta insegura al casarse. Pocas personas tienen seguridad entre los dieciocho a veinticinco años. Para que la gente llegue a aceptarse plenamente, puede tardar de un tercio hasta la mitad de toda una vida. Naturalmente, un cristiano lleno del Espíritu Santo poseerá una imagen más positiva de sí mismo, pero el matrimonio es una de las decisiones más importantes que una persona hace en la vida; consecuentemente, toda persona normal se enfrentará a tal decisión con cierto grado de temblor. Si la mayor parte de la vida marital resulta ser insatisfactoria, la imagen de sí mismo se ve complicada. ¡Todavía no hemos encontrado a una mujer frígida que posea una buena imagen de sí misma!
Una manera para comprender la función de la mentalidad femenina es contrastarla con el sistema mental masculino. Un hombre tiene el mandato divino para ser el proveedor de la familia. En consecuencia, su psiquis mental es orientada de tal manera que la imagen de sí mismo la obtiene mayormente a base de los logros y triunfos en su profesión. Esta es la razón por la cual el hombre emprende el camino vocacional hacia sus metas y sueños en la época de su juventud. Sólo hay que preguntar a un muchacho lo que quisiera ser y normalmente responderá que bombero, policía, médico, jugador de baloncesto o piloto de aviones. Aunque cambia su meta varias veces durante su maduración, sin embargo indica su psiquis vocacional. Preguntemos a una niña lo que quisiera ser cuan do sea mujer, y por lo general contestará que «una mamá» o una «ama de casa». Una vez adulta, y aun después de estudios profesionales, muchas mujeres siguen teniendo en la lista de sus intereses el papel hogareño como su principal objetivo vocacional.
Cuando me encontraba en Jackson, Mississippi, para un Seminario de Vida Familiar, fui entrevistado por una joven periodista. En pocos momentos pude detectar su hostilidad derivada de la humillación de tener que entrevistar a un pastor. La mayoría de los periódicos asignan a sus periodistas noveles a la sección religiosa, como en el caso de ella. Se le notaba que hubiese preferido ser asignada a alguien «más importante». Aceptando su hostilidad como un desafío, decidí penetrar a través de su coraza de profesionalismo haciéndole una pregunta que había presentado a innumerables personas durante mis viajes por todo el país. Sabía con anterioridad que ella tenía excelentes calificaciones en sus estudios periodísticos, estando determinada a llegar a ser «la mejor periodista del estado». También me había enterado de que, debido a un fracaso amoroso a la edad de veintidós años, sentía «odio» a los hombres. Cuando se puso un poco más amable comencé diciéndole: «Estoy haciendo una encuesta profesional. ¿Le importará si le hago una pregunta personal?»
A una propuesta así toda mujer curiosa responde afirmativamente. Continué: «¿Qué es lo que usted más quisiera obtener de la vida?»
Tras deliberar por un instante respondió: «Un hogar y una familia.»
Para tomarle el pelo pregunté: «¿Y un esposo?»
Se ruborizó un poco y dijo suavemente: «Creo que sí.»
Hasta yo me sentía un poco sorprendido al encontrar a una mujer cuya fachada exterior la identificaba con la filosofía del movimiento de la liberación de la mujer, confesando el anhelo natural de cada corazón femennino: construir un hogar.
En nuestra opinión, el instinto primario de una mujer es la tendencia intuitiva. Jamás debería avergonzarse de este fenómeno psíquico; Dios la hizo así. Las mujeres más frustradas del mundo son las que ahogan o sustituyen esa tendencia por una prioridad de otro tipo, menos importante. Si nuestra suposición es correcta —y creemos que lo es—, entonces lo más principal para una mujer casada es su calificación como esposa.
El lector podrá preguntar: «¿Qué relación puede tener eso con el acto marital?» ¡Toda! Una esposa es más que una madre y constructora de hogar. Es también la compañera sexual de su pareja. Igual que el varón, si no tiene éxito en la alcoba, fallará en otras esferas, y por dos razones: primera, pocos hombres aceptan fracasos de alcoba sin volverse más carnales, odiosos, prontos a insultar; segunda y más importante, si el esposo no goza al hacerle ella el amor, la hará sentir inevitablemente fracasada. La mujer recibe la parte mayor de su autoestima de su propio esposo. De hecho, aún tenemos que hallar a una mujer con una buena imagen de sí misma que se sienta fracasada como esposa. En nuestra opinión, esta es una de las razones por que divorciadas vuelven a casarse con el mismo hombre: habían sido derrotadas por sus esposos y perdieron su autoaceptación, la cual es vital para toda persona, y necesitan reivindicarse a sí mismas, triunfar allí mismo donde fueron derrotadas.
Había una mujer preocupadísima que vino a mi consulta para pedir mi opinión sobre quién tenía la razón, ella o su esposo. Dijo: «Yo creo que el sexo es innecesario en un matrimonio cristiano, pero mi esposo no está de acuerdo conmigo.» Toda persona sexualmente ajustada, mujer y hombre, darían la razón al esposo de esta mujer, mas nuestras investigaciones demuestran que algunas mujeres sexualmente frustradas estarían de acuerdo con ella. Esa señora anunció dogmáticamente: «¡Yo soy capaz de vivir sin sexo el resto de mi vida!» ¿Es de extrañar que la hayamos catalogado como la mujer con la más baja imagen de sí misma que jamás habíamos visto? Cuando le presentamos la alternativa de que nunca aprendería a estimarse a sí misma como mujer hasta que no se sintiese útil y necesaria como esposa para su marido, volvió a su lecho marital con una nueva motivación. A su tiempo, y con la ayuda de Dios, esa nueva actitud transformó tanto sus relaciones con su marido como su propia personalidad.