Naraligian. Tierra de guerra y pasión. F.I. Bottegoni
esta razón era conocido como el rey con brazo de hierro.
Con un hacha en su mano izquierda y una espada en la derecha, aniquiló a todo aquel que se atreviera a enfrentársele. Sangre iba y venía todo el tiempo, manchando los muros y los rostros de los hombres.
Kira, quien aún seguía recostada boca abajo sobre el piso, era sostenida por dos hombres, y otro de ellos, desabrochaba los ajustes de la armadura de la joven. Ella trató de salirse, pero estos eran más grandes y más fuertes y la sostenían con mucha facilidad.
—¿Sabes que me pregunto? –dijo el que desabrochaba la armadura a uno de los que la sostenía.
—¿Qué es lo que te preguntas? –dijo este último mientras se reía de lo que iba a suceder.
—¿Qué engendro saldría de la mezcla entre un lodrinense con una mujerzuela de Goldanag? –dijo el hombre sacándole la coraza y desatando los cordones de la cota de malla. Debajo de esta, llevaba solo una camisola de algodón que impedía que el acero rozara su piel, haciendo que se lastimara. El hombre con una daga cortó la vestimenta, dejando al descubierto la espalda blanca de la niña. Este la besó desde el cuello hasta donde comenzaba el pantalón. Cuando trató de quitárselo, el golpe imprevisto de una masa lo hizo volar hasta caer hacia la base de los muros. Los que la sostenían, la soltaron y tomando sus armas, enfrentaron al hombre quien llevaba puesta una armadura que parecía ser bastante pesada, para una persona normal. Cuando logró dar muerte a los dos hombres, se acercó para ayudar a la capitana quien trataba de atarse la cota de malla nuevamente.
—No creí que la mejor guerrera de Goldanag, podría ser derribada por unos pocos bosquerinos –dijo el hombre atándole la cota de malla a la niña.
—¡No te conozco! –Kira miró al hombre, quien luego de ayudarla se quitó el pesado yelmo. Sus ojos quedaron sorprendidos por lo que estaban viendo –¡Gio!, pero ¿cómo es posible?
—Cuando vas a pelear contra un enemigo que te supera en número, lo mejor es no ir a la cabeza de tus hombres, debes dejar a alguien como un señuelo –Giotarniz le colocó la coraza y ayudándola a pararse le dijo –es hora de proteger Argentian, todos sus habitantes nos necesitan.
Kira junto al capitán, corrieron hacia donde se hallaba su rey. Pulerg estaba luchando, cuando divisó entre la gran multitud el yelmo verde de Hignar. Llevaba puesta una armadura de hierro del mismo color en oscuro con el emblema de la estrella de la sabiduría en su pecho. Una capa blanca colgaba de sus hombros. La dejó caer sobre el suelo, desenfundó su espada y enfrentó en combate al señor de Goldanag.
La noche se nublaba más a cada segundo que pasaba, los truenos rugían en los tapados cielos como leones que se enfrentan entre sí. Las gotas de lluvia apagaban las prendidas viviendas y negocios, dejando salir humo de estos, el cual cubrió gran parte de los campos cercanos a la ciudad.
Pulerg gastaba toda su energía tratando de acestar un golpe, mientras que su rival, lo único que hacía era bloquear cada uno de ellos. Cuando el montañés se cansó, Hignar pateó con la planta de su pie su pecho haciendo que trastabillara y cayera desarmado al suelo.
—Tuviste tu oportunidad de rendirte, pero no la utilizaste. –Hignar colocó la punta de su espada en el pecho del goldariano. Un trueno sonó con toda su fuerza en el cielo. –No debiste tomar lo que no te correspondía, –otro más resonó, más fuerte que el anterior –y ahora Pulerg Kropner, es hora de morir. –en lugar de un trueno, se escuchó el sonido de algo más fuerte que este.
Era el sonido de voces, las cuales gritaban algo que al bosquerino le fue difícil escuchar. Cuando pudo entender lo que decían, miró a su enemigo quien desde el piso le sonrió de costado. Kira dirigió su vista hacia las puertas de la ciudad por donde los enemigos volvían a salir para poder ver lo que eran esos gritos, pero el humo les imposibilitó la visión. Hignar al igual que Kira y Giotarniz, salieron para ver lo que sucedía.
De pronto, las extrañas voces cesaron y el silencio predominó en todo el lugar. Los hombres pensaban que el viento les había hecho una jugarreta, por lo que, dando la vuelta, voltearon sus miradas nuevamente hacia la ciudad, donde los defensores de esta, se habían puesto en sus puertas para defenderla.
—¿Tienes miedo? –preguntó con la boca llena de sangre Pulerg al señor de Lodriner.
—¿Por qué debería tenerlo? –dijo mientras se reía de su rival –¡Hombres de Lodriner! Entremos en la ciudad. ¡Que no quede un goldariano con vida!
Pulerg se paró delante de sus hombres, los cuales temblaban por la posible muerte que les aguardaba. En cambio, su rey, permanecía sonriente mientras golpeaba el filo de su espada contra la protección de su brazo. Sus dos capitanes, al igual que cada uno de los defensores, hicieron lo mismo que su rey. Golpearon tanto sus armas contra sus armaduras, que el comandante Igonder perdió la paciencia, y acercándose con su espada en mano, les gritó:
—Creen que con solo hacer ruido harán que nuestras fuerzas…… –no logró terminar lo que quería decir, cuando el repentino zumbido de una flecha, atravesó el yelmo de cuero que llevaba puesto.
Hignar miró entre sus hombres buscando al responsable. Ninguno de ellos se movió con intensión de huir, por lo que dedujo que la flecha había venido de mucho más lejos. Miró hacia el enorme muro de humo negro que se había armado en el campo de batalla, tomando la forma de la gigantesca cabeza de un lobo.
—¡Filardin! –gritaron los hombres que salían corriendo de la humareda en dirección al ejército de Lodriner.
Estos miraban desesperados a la gran horda que se acercaba. A la cabeza de esta, iba un hombre vestido con la armadura típica de las fuerzas fallstorianas, salvo que a diferencia de los demás, su tabardo era de color gris oscuro. A unos pasos del ejército de los bosques, este caballero, pisó una de las rocas del campo y saltó por encima de la primera hilera de hombres, los cuales, al ser más bajos que los demás, le facilitaron el salto. La espada de este guerrero surcó los aires dando muerte a todos aquellos que se encontraban rodeándolo. Uno de ellos, trató de tomarlo por la espalda, pero rápidamente este cortó su armadura, dejándolo sin prenda superior que lo protegiera, por lo que su espada penetró sin conflicto por el medio del pecho del bosquerino.
Varias personas trataron de matarlo, pero él, simplemente, se defendía de cada uno de los golpes y acababa con todo enemigo que se encontrara a su paso. Dos arqueros del castillo Pino Hachado dispararon sus flechas, las cuales daban en sus propios compañeros que eran usados como escudos contra este ataque.
Kira miró al extraño hombre quien, resbalando por el suelo, rebanó las piernas de otro enemigo, haciéndolo caer de bruces. La capitana se acercó a este y lo ayudó para acabar con la amenaza lodrinense. Una flecha incendiaria dio en la capa del hombre quien se la sacó al instante para no terminar prendido fuego.
—Antes de que te suceda algo, me gustaría saber, ¿cómo te llamas? –dijo la capitana colocándose espalda con espalda con el soldado.
—Mi nombre es Ponizok Greywolf, hijo de Alkardas Greywolf, rey de Fallstore –respondió volteando la cabeza para ver a quien le estaba hablando –Dudo que me vaya a suceder algo, por lo que te preguntaré tu nombre en caso de que a ti sí.
—Si crees que me harán daño, ¡te equivocas! –la capitana Goldariana, lanzó un puñal por el aire, el cual dio en el ojo de un capitán lodrinense –y me llamo Kira.
Hignar colmado por el odio, se enfrentó al príncipe fallstoriano, quien se quitó el casco para ver bien la cara de su oponente. El señor de Lodriner hizo lo mismo, y sin aviso previo, los dos lucharon sin cesar hasta el final. Ching, Ching, Ching hacían la Furia del Sur y Cornamenta Gris al chocarse una y otra vez. Ponizok era quien manejaba el combate, mientras que el bosquerino, intentaba golpear con la punta en la cabeza del joven, que la movía muy hábilmente en cada ataque.
El príncipe golpeó el arma de su enemigo, la cual salió volando hasta dar contra la cara de uno de los guerreros lodrinenses, dejándolo inconsciente. Hignar levantó las manos cuando Poni colocó la espada en su cuello.
—¿No