La casa de todos y todas. Patricio Zapata Larraín

La casa de todos y todas - Patricio Zapata Larraín


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continuación, los asistentes al evento compartimos un café. Mientras conversaba con Andrés Palma, se me acercó una señora que no conozco y cuyo nombre no recuerdo. Dijo venir de Viña del Mar. En forma amable, pero muy directa, me dijo que mi ponencia le había parecido autocomplaciente y muy ajena a los problemas reales de las personas. Intentando defenderme, le dije que, en mi opinión, yo había sido super crítico. Me replicó, diciendo algo así como: “Es que usted no tiene idea del nivel de descontento que se está acumulando. Usted no sospecha la intensidad del malestar. Esto está a punto de explotar. Tendría que andar en el transporte público y conversar con la gente común y corriente”. Siempre en el ánimo de justificarme, recuerdo haber cometido la torpeza de decirle que yo sí andaba en metro y en micro (lo que, estrictamente, es verdad).

      El punto, por supuesto, es que la desconexión que la señora de Viña del Mar me enrostraba no se arregla con 45 minutos diarios en el Metro. Cuando vuelves a casa de un trabajo estimulante y bien pagado y regresas a un hogar lleno de comodidades, esos 45 minutos de cercanía física no alcanzan a conectarte, suficientemente, con esos cientos miles de compatriotas que se desplazan con la mochila de sueldos bajísimos, endeudamiento sofocante y costos de salud inalcanzables.

      Necesitamos escuchar más. Necesitamos escuchar a más personas. Y escuchar mejor.

      Los profesionales y los expertos que estudiamos temas vinculados a las políticas públicas necesitamos conectarnos con lo que piensan y sienten nuestros compatriotas. No solo porque esa apertura hará posible el tipo de diálogo que resulta esencial en una democracia, sino porque, además, esa conexión es el mejor antídoto contra la tentación tecnocrática que siempre acecha a los especialistas.

      No estoy, de ninguna manera, haciendo algún tipo de alegato irracional contra la técnica o el conocimiento científico. La buena política y las buenas políticas públicas tienen que hacerse en base a la mejor información posible, y no a partir de las ganas.12 Al país se le sirve con rigor, método y realismo, no con voluntarismos ni facilismos.13

      Mi reproche, entonces, no es, obviamente, a la calidad técnica. Es a la aproximación tecnocrática. La tecnocracia no cree que el Pueblo esté en condiciones de participar en forma racional en los procesos deliberativos y, por eso, postula que las decisiones políticas deben ser adoptadas por los técnicos.

      En Chile hemos tenido un superávit de tecnócratas, especialmente en el campo de economistas y abogados. Lo ocurrido a partir del 18 de octubre también debiera ser un llamado de atención contra la actitud soberbia de esos especialistas que pretenden tener recetas infalibles, que nos dicen que sus propuestas son “neutrales” en términos de ideología o intereses, y que rápidamente acusan de ignorante o “populista” a todo el que se opone a su fórmula.14

      Quisiera, en este punto, y a propósito de los tecnócratas, hacer un comentario sobre el desdén con que algunos, desde la elite, vienen refiriéndose, desde algunos años, a la “calle”. Se escucha decir que no hay que hacerle caso a “la calle”. Se reclama contra quienes se habrían rendido frente a “la calle” o la aceptan como oráculo. En todos estos casos, la expresión “calle” se usa como sinónimo de turba, masa informe o chusma Aunque no se diga tal cual, esas personas asocian la “calle” con ignorancia e irracionalidad.15 Y no pocas veces, se la identifica con la violencia.

      A propósito de este discurso contra “la calle”, me gustaría intentar hacer algunas distinciones.

      Yo entiendo, en efecto, los peligros de confundir mecánicamente el interés o sentimiento de las decenas de miles, o cientos de miles, de personas que acuden a una marcha, o a muchas marchas, con lo que podría ser la voluntad de la Nación o las exigencias del Bien Común. En ese sentido, tengo muy claro que la movilización callejera puede representar en forma desproporcionada ciertos intereses (p.e. estudiantes secundarios y universitarios) en desmedro de otros, tanto o más atendibles (p.e. los derechos de niños y niñas). Tomo nota, además, del hecho que los grupos más activos en la calle no son, necesariamente, los sectores que pueden estar padeciendo la afectación más grave de sus derechos (pienso por ejemplo en la situación de los inmigrantes, los privados de libertad y los sin techo). Yo soy de los que piensa que la historia de Chile muestra que los más movilizados, y movilizables, tienden a levantar banderas que van más allá de sus propias reivindicaciones sectoriales y promueven, también, demandas que atienden a los requerimientos de los que no marchan.16 No obstante, me parecería ingenuo apostar a que siempre va a ser así.

      También me preocupa, y mucho, cuando veo que la admiración por “la calle” (y las asambleas) va de la mano con una minusvaloración de las instituciones a través de las cuales se expresa políticamente la esencial igualdad de todas y todos los ciudadanos (sufragio universal y voto secreto) o cuando observo que, en aras de asegurar que la voz de la calle (o la asamblea) no sea traicionada, se pretende prescindir de la representación, intentando reemplazarla por un sistema de robóticas vocerías.

      Una de las razones por las cuales aprecio las elecciones es porque ellas constituyen el momento en que hacemos un esfuerzo social por contar todas las opiniones. Es el único instante en que pesan igual las preferencias de los extrovertidos y audaces que no dejan pasar ocasión para vociferar sus proyectos y las opciones de aquellos otros que no han querido (más tímidos o contenidos) o no han podido (por dependencia o responsabilidad) copar la esfera pública con sus ideas.

      Creo en la democracia, pero nunca he pensado que Vox populi, vox Dei.17 Por lo que he explicado, menos todavía aceptaría que Vox iter facere, vox Dei.18 Reivindico, entonces, el derecho a discrepar de las demandas tras las cuales marchan cientos de miles o millones. Y a someterlas a la crítica racional. Esa democracia a la que adhiero es un proceso de dialogo y debate entre personas que tratan de persuadirse y persuadir y no una simple comprobación de quien está más convencido o quien hace más ruido.

      Dicho todo lo anterior, que, espero, haya despejado completamente la sospecha de ser yo un devoto de la Iglesia de la Santa, Inmaculada e Infalible “Calle”, quisiera afirmar mi altísima valoración del significado profundamente democrático de la movilización social, la que incluye, por supuesto, y muy centralmente, el derecho de las personas a reunirse en lugares públicos y a marchar por nuestras avenidas.19 Y manifestar, también, mi distancia respecto de quienes, desde algún Olimpo, miran hacia abajo con desprecio, o puro miedo, lo que expresan las multitudes en nuestras calles y plazas.

      Las concentraciones y las marchas han sido una parte muy central del desarrollo de nuestra democracia. Frente a las formas típicas que ha tenido la aristocracia para ejercer influencia política (comisiones de “notables”, declaraciones públicas de personalidades, grandes banquetes y la tertulia de los salones privados), los trabajadores y los sectores medios van a promover sus intereses por medio de la organización (clubes, cofradías, mutualidades, sindicatos y partidos políticos) y de la movilización callejera. Ya desde la campaña presidencial de 1876 las grandes concentraciones populares empiezan a ser una parte de nuestra vida cívica.

      En la medida que la democracia chilena avanza durante el siglo 20, se multiplican y fortalecen las instituciones que canalizan la participación del Pueblo. Se despliegan las federaciones estudiantiles (FECH desde 1906), las centrales sindicales (FOCH desde 1909 y CUT desde 1953), los colegios profesionales, las Juntas de Vecinos y los Centros de Madres (la “promoción popular” de Frei Montalva), etc. En paralelo, la progresiva ampliación y purificación del sufragio abre espacios nuevos para la participación de las grandes mayorías (sufragio femenino, cedula única, voto de analfabetos y jóvenes de 18 años). Los partidos políticos, por su parte, se vuelven organizaciones masivas que movilizan a cientos de miles de ciudadanos.

      Las nuevas y mejores formas de organización social del siglo pasado no vinieron, sin embargo, a reemplazar la presencia popular en las calles. Ella se siguió manifestando con mucha fuerza. En sus distintas expresiones. Pueden ser aquellas enormes concentraciones de protesta obrera que terminan ahogadas en sangre (p.e. Iquique en 1907 y San Gregorio en 1921), los masivos y alegres actos electorales del “Cielito Lindo” en 1920 o la “Patria Joven” en 1964 o las muchedumbres que copan los espacios públicos para tratar de sacudirse de las dictaduras (contra Ibañez en 1931 y contra Pinochet en 1983-1986).

      La


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