La casa de todos y todas. Patricio Zapata Larraín
y avenidas principales se han transformado, además, en el canal por el que avanzan, masivamente, las causas del feminismo y el cuidado planetario.20
En la misma medida en que las organizaciones creadas para defender los intereses y derechos de los sectores medios y populares, esto es, sindicatos, partidos políticos y federaciones estudiantiles, aparecen debilitadas, divididas, obsoletas, capturadas por intereses subalternos o derechamente corrompidas, la “calle”, quiérase o no por las elites, va quedando cómo vía principalísima de expresión de las mayorías. La disponibilidad de formas de comunicación que, como nunca antes en la historia, permiten la coordinación instantánea de las multitudes, solo viene a potenciar las posibilidades de la movilización callejera.
La “calle” de la que estoy hablando ahora, aquella que merece ser valorada, es masiva, creativa y pacífica. La “calle” del linchaco y la molotov no es la avenida del Pueblo, sino que un camino para minorías iluminadas y fanáticas. Hay que rechazar, por supuesto, la confusión de quienes pierden de vista esta distinción y terminan avalando inaceptables actos vandálicos.
Fragmentos para un diagnóstico
La disposición a escuchar también incluye, por supuesto, el poder aprovechar lo que se ha escrito sobre el estallido social. En lo personal, he seguido con interés a varios analistas nacionales. Simplificando un poco, podríamos hablar de cuatro paradigmas.
Es la economía...
Aquí nos encontramos con quienes atribuyen la revuelta a las consecuencias sociales del desempeño económico apenas mediocre de los últimos seis años. La crisis se explicaría, fundamentalmente, por nuestra incapacidad, como país, de seguir creciendo del modo en que lo veníamos haciendo hasta el 2011.21
Es la modernización…
Para otros, Chile estaría encarando un inevitable reacomodo en las expectativas y patrones de conducta de unas nuevas clases medias. Todo el progreso y modernización de las últimas décadas, muy valorado en el fondo por la población, produce, sin embargo, unos cambios culturales que la vieja sociedad y sus instituciones no terminan, o no empiezan, todavía por acomodar. Quienes más expresan esta ruptura con las normas tradicionales serían unas nuevas generaciones cuyos deseos no reconocen marco normativo.22
Es el modelo...
Hay quienes, por otra parte, atribuyen la explosión social a la acumulación de descontento luego de cuarenta años de neoliberalismo desatado. Después del 18 de octubre se develan, y se rebelan, todas las contradicciones, exclusiones y miserias que, en algún sentido, estaban ocultas, o disimuladas, hasta ese momento. Esta lectura valida, entonces, mucha de la retórica de los carteles de las marchas (“Chile despertó” o “no son 30 pesos, son 30 años”, etc.). Todo esto se daría, se afirma por quienes adoptan esta mirada, en el marco del derrumbe de un modelo.23
Es el terrorismo…
También están, en fin, los que niegan la idea misma de un genuino estallido social. Chile habría sido víctima, señalan, de un estallido terrorista. Lo que ocurre es el resultado de la acción de una minoría audaz. La idea misma de un Pueblo que protesta contra el modelo político y económico no sería sino un constructo interesado y a posteriori de intelectuales y políticos de ultraizquierda.24
En lo que mí respecta, tiendo a pensar que, en distinto grado, cada una de las explicaciones recién resumidas identifica correctamente alguna dimensión del problema (aunque debo decir que la tesis que pone el foco en la acción de los vándalos me parece muy reduccionista). Por lo mismo, la construcción de una buena explicación de lo ocurrido en Chile el 18 de octubre y en los meses siguientes tendría que intentar algún tipo de síntesis que integrara causas múltiples. A las ya esbozadas, un diagnóstico completo debiera agregar, me parece, las siguientes adicionales: la dimensión planetaria del fenómeno de la protesta social, la crisis de representación en las democracias contemporáneas, el derrumbe en la credibilidad de la mayorías de las instituciones nacionales, la presencia del narcotráfico, el daño enorme que por acción o por omisión le hicimos al país, y a sus instituciones, unas elites arrogantes, coludidas y complacientes y, en fin, una cierta fractura entre generaciones.25
Me encuentro, como lo he dicho, en pleno proceso de tratar de entender. No tengo todavía nada que se parezca a una teoría completa y coherente para explicarme las cosas. Menos todavía para intentar explicar a otros. Tengo la impresión, sí, de que estamos ante un problema de raíces profundas y cuya resolución en positivo tomará mucho tiempo e ingentes esfuerzos.26
Lo otro que tengo medianamente claro es que, junto a todos los demás fenómenos identificados más arriba, el grave deterioro de la legitimidad de nuestras instituciones políticas es una fuente permanente de enajenación ciudadana, conspira contra la acción eficaz del Estado y hace peligrar el futuro estable de nuestra democracia. En ese sentido, y como lo iré desarrollando a lo largo de este libro, pienso que un proceso constituyente democrático, inclusivo y participativo, al crear mejores condiciones para reparar, entre todas y todos, el déficit de legitimidad anotado, es algo que debiera aprobarse. Y apoyarse.
La Constitución: ni chivo expiatorio ni panacea
Me interesan las constituciones. Encuentro que son importantes. He dedicado mucho tiempo a estudiarlas. La que tenemos en Chile desde 1980. Las que tuvimos antes. Las de otros países. Tuve la fortuna de tener a dos de los mejores maestros que alguien pudiera querer tener: Alejandro Silva Bascuñán y José Luis Cea Egaña. He tenido, además, y con los años, el privilegio de seguir aprendiendo a través del contacto desafiante con más de mil estudiantes, tanto en pregrado como en posgrado.
No se me escapa que estas, mis circunstancias, condicionan la forma en que enfrento los problemas. Siempre me ha parecido aguda la observación según la cual “cuando la única herramienta que tienes es un martillo, todo problema comienza a parecerse a un clavo”. Consciente de este riesgo, hago todos los esfuerzos posibles para no pensar como un martillo constitucional que mira todos los problemas de Chile como si fueran clavos.
Creo no haber incurrido nunca en el extremo de constitucionalizarlo todo. En las páginas anteriores me he referido a los muchos factores que podrían explicar el estallido social. Me resulta bastante evidente que los distintos tipos de problemas que enfrenta el país, algunos de ellos de larga data, responden a distintas causas y que ellos no se solucionan pura y simplemente a través del cambio constitucional.
No creo, entonces, que la Constitución Política sea la culpable directa de todos los males que padece nuestra comunidad. Ni creo, tampoco, que una Nueva Constitución va a ser el remedio a todas las enfermedades.27
Dicho lo anterior sobre el error consistente en sobrevalorar la Constitución, tampoco me parece serio que, en el afán de llevar el debate a otros terrenos, se diga por ahí que ella no tiene nada que ver, ni para bien ni para mal, con la forma en que, como comunidad, enfrentamos las cuestiones de orden político, social o económico. Este modo de acercarse al debate resulta ser especialmente sospechoso cuando quienes formulan este argumento minimizador del rol de las constituciones son los mismos que, simultáneamente, manifiestan una férrea voluntad de defender con “uñas y dientes” la continuidad de la actual Constitución. ¿De dónde tanta pasión para defender reglas jurídicas que no serían tan relevantes? ¿En qué quedamos? ¿Importa o no importa la Constitución?
Mi esperanza: Chile puede
Quiero concluir, ahora, este preámbulo. Y lo quiero hacer, explicitando tres características de mi forma de pensar que, espero, infundan sentido coherente a lo que digo en los capítulos que siguen.
En primer lugar, quiero hacer profesión de fe de mi condición de demócrata. Creo, genuinamente, y no como mal menor, en el derecho de todas y todos a participar en igualdad de oportunidades en las discusiones y decisiones de la comunidad en que se vive. No veo cómo un ser humano puede florecer en su condición de zoon politikon, como lo llamaba Aristóteles, si se le priva de la posibilidad de desarrollar socialmente su facultad de decir y decidir sobre lo que es justo y lo que es injusto.
Desde que tengo uso de razón, he luchado para que en Chile haya más democracia. En los años postreros de una dictadura