El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


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Un trueno resonó, profundo, y algunos chillaron. Basil y Fiama, todavía alterados por los recobrados recuerdos, se cogieron de la mano y estudiaron su alrededor. Al oeste, muy cerca de su posición, la linde de un bosque los invitó a resguardarse del temible temporal.

      —Nunca había visto tanto verde en mi vida —susurró la joven.

      —Ni yo. —Apretó la mano de su esposa—. No tenemos tiempo que perder. O nos guarecemos o no sobrevivimos a hoy. —Basil se volvió hacia el resto, cada vez más cerca, cada vez más aterrorizados—. ¡Nos guareceremos bajo esos árboles hasta que amaine la tormenta!

      Los demás no parecieron muy convencidos de sus palabras, pero entonces, un hombre alto de espesa barba canosa avanzó entre el grupo, cojeando, y se detuvo frente a los afectados.

      —¡Protección! ¡Bajo esos árboles! —gritó en el idioma de los dos jóvenes, aunque con un acento marcado por las erres. A la vez que profería el mensaje, gesticulaba las indicaciones para aquellos más perdidos. Otro trueno retumbó en la pradera—. ¡Corred!

      Aquel poderoso estruendo se hizo entender mejor que Basil, porque el grupo inició la marcha sin un titubeo más. El hombretón, afectado de una pierna, los persiguió. Nadie se detuvo a recoger al bebé dorado, que seguía llorando a la vez que parecía invocar a la mismísima tormenta que los estaba amenazando.

      Basil tiró de la mano de Fiama, pero esta se resistió como una estatua hundida en la tierra, incapaz de apartar la vista del bebé. Rechistó algo ininteligible y volvió a insistir, pero ella le dedicó una mirada cargada de culpa. El joven negó con contundencia:

      —Ese no es nuestro hijo.

      —Lo es. Lo reconocería en cualquier parte…

      —Se habrá perdido. Ese no es nuestro hijo.

      —¿Y aunque no lo sea vamos a dejar que muera?

      Basil alternó la atención entre Fiama, el bebé dorado y las personas que ya estaban llegando a los límites del bosque. El hombre que lo había ayudado a comunicarse los estaba observado con el ceño fruncido, aunque un gesto enfadado del joven terminó por obligarlo a internarse en la arboleda.

      —Ese monstruo no es nuestro hijo.

      Aquellas palabras golpearon a la joven hasta que toda su determinación se convirtió en un leve y molesto rumor en sus oídos, cediendo por fin hacia el bosque. Ese monstruo. Era un recién nacido. Una pobre criatura a la que estaban abandonando por aquel extraño, y aparentemente peligroso, fulgor dorado.

      Estaba repitiéndose.

      Aquel bucle de egoísmo.

      Aquella lacra humana.

      Varios truenos hicieron temblar la tierra y los relámpagos se convirtieron en las luces que alumbraron el camino de ambos. Se internaron entre los árboles, apartando ramas y esquivando gruesas raíces que parecían diminutas montañas naciendo de las entrañas de la naturaleza. No tardaron en llegar junto al variopinto grupo, guiados por el alboroto.

      Los diferentes idiomas, los gritos y los sollozos se entremezclaban en un caos que se elevaba hacia el cielo, venciendo incluso al rugido de la tormenta. Fiama se soltó del agarre de una sola sacudida y se dirigió hacia donde el hombretón de barba canosa se había sentado y observaba el panorama en silencio. Basil le recriminó algo que su esposa no llegó a escuchar, aunque esta tampoco se giró para que se lo volviese a repetir.

      Basil nunca habría dejado morir a nadie.

      Ella jamás habría cedido.

      Pero la realidad era que lo habían hecho.

      Cuando se encontró a pocos pasos del desconocido, dudó en si entablar conversación o no: los había descubierto abandonando a aquel bebé. Pero él era el único que entendía su idioma o, al menos, que lo había demostrado. Tres suspiros le costaron a Fiama concluir que era mejor buscar a Basil y solucionar sus diferencias. Si se encontraban allí, vivos, era mejor empezar con buen pie. Sin embargo, la voz del hombre la detuvo:

      —Habéis dejado morir a ese bebé.

      —Y tú. Y todos. No éramos los únicos en oírlo berrear. —¿Por qué intentaba echarle la culpa a quién no debía?

      —Cierto —marcó mucho la erre, tan característica de su acento—. Pero ese crío no es mi hijo.

      Fiama lo taladró con un gesto de rabia. La intensidad del griterío y de los truenos estaban destrozando sus nervios. Solo de pensar que Basil se estaba inmiscuyendo en aquella acalorada discusión sin aparente sentido, la derrotaba hasta dejarla exhausta.

      —Siéntate. No te estoy juzgando… No del todo. —El hombre enarcó una ceja.

      —Entiendo. —Se dejó caer cerca, pero manteniendo una distancia prudencial. Poco había tardado en equivocarse en aquel lugar que reconocía, pese a que ahora la vegetación lo engullía todo. Intentó remediarlo, alzando una mano—. Me llamo Fiama.

      —Mijaíl. Encantado. —Con sus enormes dedos estrechó los cuatro de Fiama.

      —Se suponía que nada debía ser así.

      —Se suponía que no deberíamos estar vivos.

      —¿No quieres vivir?

      Mijaíl no contestó, si bien apartó la mirada hacia una chica pelirroja que discutía a voces en un idioma muy cerrado y en el que no parecían existir las vocales. Fiama frunció el ceño y observó la escena, por si le revelaba el significado de aquella pena que reverberaba en la mirada del hombre. No quiso interrumpir los pensamientos de Mijaíl con su retahíla de pesquisas, así que lo dejó tranquilo unos minutos mientras rascaba con una uña el barro reseco de la suela de su bota.

      —No es nada mío, si es lo que estabas pensando.

      —¿Perdón? —Fiama volvió en sí.

      —La chica pelirroja —cabeceó hacia la desconocida—, solo me recuerda a alguien.

      —Entiendo.

      —No lo creo. Tú tienes a tu lado a ese joven de mirada crispada y has dejado morir a tu hijo.

      Mijaíl se incorporó y se dirigió al camino que había abierto el grupo entre los árboles para llegar hasta aquel claro. Fiama no pudo mover ni un músculo. Notó el ardor de las lágrimas. Le había costado menos de una duda darle la espalda a aquel bebé que no era uno cualquiera, sino su único hijo. Y Basil y ella lo habían abandonado por miedo a su aspecto.

      No habían aprendido ni un poco.

      Se incorporó, ansiosa, y buscó a Mijaíl con desesperación. ¿Y si se llevaba a su pequeño? Tenía que volver a por él. ¿Cómo la desesperación por conservar su vida había provocado que desamparase a otra? El egoísmo. El miedo. Fiama creyó oír el grito de Basil advirtiéndola, pero ella continuó avanzando en busca del hombre cojo que los había ayudado. Que le había revelado la verdad.

      Sin embargo, no se encontró con Mijaíl. Se había esfumado. Fiama lo llamó colocándose las manos alrededor de la boca para proyectar aún más su grito, pero nadie respondió a su llamada. El último chillido le desgarró la garganta y las lágrimas por fin brotaron. Se arrodilló sobre la tierra, encogida en un ovillo. Tal vez, si se abrazaba con más convicción, terminaría por convertirse en un diminuto punto en la inmensidad hasta desaparecer.

      Como debería haber sido desde un comienzo.

      Pero la lluvia negó su súplica desconsolada.

      Fiama levantó la cabeza de una sacudida y se puso en pie entre tropiezos. Las gotas comenzaron a caer del cielo con debilidad mientras los truenos seguían amenazando con arreciar el temporal. Recorrió el corto tramo que le quedaba hasta llegar a la linde del bosque. De pronto, la pradera se abrió de nuevo ante ella; infinita. Un punto dorado en medio de la nada verde le indicó que el niño continuaba allí. Ahora refulgía más poderoso, como si intentase vencer a la tempestad.

      La joven inspiró


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