El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


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el que posar la mirada.

      —Eh, pervertido, ¿qué pasa?

      Otra vez con esa palabra. Trato de explicarme:

      —¿Eres un ser humano?

      —Sí, una humana. Como tú.

      No me he equivocado, estoy frente a alguien de mi especie.

      —Yo… Es solo que no he visto a nadie en mi vida. A ningún ser de cuerpo presente, ¿entiendes?

      —¿Qué me estás…?

      Y, de pronto, abre mucho sus enormes ojos. Se lleva una mano al pecho y yo bajo el arma, preocupado por su bienestar. En mi vida mi máxima preocupación ha ido dirigida a que creciesen bien las verduras y frutas que cultivaba en el campo. Pero ahora ese sentimiento evoluciona a pasos agigantados, dirigiéndose a un «alguien» y no a un «algo».

      Un cosquilleo me cruza la espalda como un latigazo, erizándome la piel. Estar cerca de una persona es un detonante para mi memoria adormecida.

      —¿Estás bien?

      —Eres como nosotras. Una anomalía —me espeta.

      Y sus palabras despiertan mi interior. La desconocida retrocede un paso, pisando con fuerza una ola que le salpica las perneras de los pantalones. Puedo sentir cómo la magia me impulsa hacia ella. Como si una cuerda nos atase y, poco a poco, se tensase hasta juntarnos en su centro. Y, pese a la enorme coincidencia, tengo la sensación de que la humana está más confundida que yo.

      La Magia cobijada en dos cuerpos distintos; llamándose a sí misma.

      —¿No estás sorprendido?

      —Claro. —Sé que existen más como yo. No puede esperar que me asombre cuando ya tengo conocimiento de ello—. Es decir, eres la primera persona que conozco. Por esa parte, estoy totalmente fascinado. Y resulta que eres una anomalía como yo. Se supone que esto es lo que tiene que pasar. Que es inevitable que nos juntemos.

      —No, justo es lo que no tiene que pasar. No me puedo creer que estés tan tranquilo cuando se supone que la primera persona que te encuentras en tus veintidós años de vida es otra anomalía.

      Veintidós años. Los años que, según la historia escrita por el Caimán, tenemos quienes poseemos magia. Veinte años perdidos; todo ese tiempo he olvidado, supuestamente.

      —Es lo que tiene que pasar. Mi energía habrá atraído a la tuya. No sé…

      —Mejor si no sabes. Tengo que alejarme de ti cuanto antes.

      Avanza, dejando el bote a la deriva. Me esquiva sin más y un impulso domina mi cuerpo. La detengo por el brazo pintado. Me asombro porque esa manga parece su propia piel, cálida y suave. Blanda y delicada como la mía. Frágil. La chica se gira con los labios apretados. Es complicado leer las expresiones humanas. No sé qué puede estar sintiendo. No importa cuántas horas me haya pasado delante del espejo atendiendo a mi rostro, intentando hallar las emociones que en los libros se describen. Es imposible, no las encuentro. Esta persona me lo está mostrando y ni aun así soy capaz de conectar mis conocimientos.

      La magia se desata entre mis dedos y su brazo en forma de calambres. Vibramos. Somos como un tornado incontrolable. Empiezo a marearme y, por su tambaleo, entiendo que ella también está sintiendo los efectos de nuestra conexión.

      —Suéltame, pervertido —dice entre dientes. No lo hago.

      —No sé qué significa esa palabra, pero no me llamo ni me identifico como pervertido. Mi nombre es Noah. Puedes llamarme así.

      —¿Estás loco? No quiero saber nada de ti.

      Lo comprendo entonces: me rechaza. Dejo caer la mano, pero ella no se mueve. Curioso, estudio mis dedos. No están manchados y aún siento el rastro de su tierna carne en ellos.

      —Necesito ayuda.

      —No voy a ser yo quien te la ofrezca, anomalía. —No usa mi nombre.

      —Es que…

      Y un estruendo, tan profundo que reverbera en mi pecho, se extiende en eco por toda la playa. Me vuelvo, buscando el origen. Otro punto negro en el horizonte; este mucho más grande. Me alejo de la orilla y me choco contra la chica. Ella se queja y noto cómo se tensa todo su cuerpo.

      —Te pido perdón.

      Disculparse. El Caimán también lo hace mucho en sus escritos.

      —¿Por qué?

      —Los he traído hasta ti. Sin querer.

      —¿A quiénes? ¿Más personas? —Debo proyectar más entusiasmo que otra cosa, porque la chica me mira extrañada.

      —Al Código. A nuestro enemigo.

      El miedo regresa con fuerza y me derrumba. El Código es, entre otras funciones, el captor en secreto de las anomalías. De seres mágicos como ella y como yo. La chica me observa como si fuera un pez a punto de morir asfixiado. No me gusta ese gesto.

      —No quieres que estemos juntos, vale. No es mi objetivo hacerlo y no te voy a obligar a lo contrario. Ayúdame con algo y luego podrás marcharte.

      —No voy a…

      —Por favor —suplico. Qué nuevas están siendo todas estas expresiones para mí. Me asombra cómo me puede cambiar otro ser en cuestión de segundos.

      Fija su vista en el horizonte y alterna varias veces la mirada hasta posarse de nuevo en mí. No me muevo hasta que ella cede. Con otro movimiento inconsciente, la cojo de la mano y la arrastro hasta el interior de la cabaña. Recojo la mochila y meto en ella los libros importantes y el diario del Caimán. Con dos zancadas más llego a la cocina y abro un armario enorme. Dentro, unos barreños de madera contienen litros y litros de aceite. Me ha costado recolectar tal cantidad, pero, por suerte, será suficiente.

      —Coge este y empieza a esparcirlo por la habitación.

      Olisquea y frunce la nariz.

      —¿Es aceite? ¿Qué pretendes?

      —¡No perdamos tiempo!

      Me coloco la mochila en la espalda y agarro otro barreño. Empiezo a empapar la mesa y las estanterías. La chica corre hasta la habitación y la oigo volcar el líquido por todas partes. Intento no alterarme y esconder la angustia que me está encogiendo el corazón. No sabía que iba a ser tan complicado deshacerse de todo lo que ha formado parte de mi vida desde siempre.

      Cuando termino con el primer recipiente, alcanzo el tercero. Ella sale de la habitación y me señala el armario abierto. Asiento. Solo queda uno más. Bordeo todas las esquinas echando grandes cantidades de aceite. El hedor comienza a ser insoportable. Salgo al exterior y termino el último litro en la puerta principal. La chica llega desde la parte trasera.

      —¡Ya está! ¿Ahora qué?

      —Ahora…

      Lanzo miradas nerviosas al punto negro, todavía lejano, mientras escarbo en el interior de mi mochila. Ni siquiera me fijo en qué tipo de embarcación viajará el Código. Aunque no importa cómo lleguen, sino que lo hagan. Alcanzo el objeto. La chica no se resiste más:

      —¿Por qué vas a incendiar tu hogar?

      —Porque el Código no puede saber lo que guarda esta cabaña.

      Se aparta y entro por última vez. Entrechoco ambas piedras, dirigiendo las chispas hacia un montón de papel impregnado de aceite. Me cuesta varios intentos crear una llama pequeña, pero cuando lo consigo, me dirijo a otras zonas para crear diferentes focos.

      Salgo, tosiendo por el humo negro que se acumula en el espacio. Me saltan las lágrimas, incontrolables, y no sé asegurar si es a causa de la espesa y oscura nube o por el dolor que se está concentrando en mi pecho. Sin embargo, me alegro cuando me encuentro con ella esperándome fuera. Se ha alejado de la casa y, con los brazos cruzados, observa el mar.

      —Una llama más y…

      Pero,


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