El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


Скачать книгу
clavando su filo en la tierra con firmeza. Ézer me coge la mano herida con suavidad. Yo le doy un apretón débil que aun así me duele.

      —Sigue practicando.

      El draiz huye confuso ante mi propia afirmación.

      —Pero no lo provoques.

      —Tiene motivos para odiarme. Todos lo tienen.

      Y es cierto. Los draizs no soportan a los seres humanos y viceversa. La historia de Nueva Erain cuenta que los humanos llegaron a este país sin nombre en una expedición por encontrar lugares del mundo que todavía no habían sido descubiertos. Los draizs eran una especie totalmente rural, de costumbres muy sencillas. A ojos de los humanos, fáciles de dominar. Y, por ello, cuando alcanzaron esta nueva tierra, la conquistaron. No superaban en número a los nativos, pero sí en conocimientos de batalla y artilugios. Los draizs, que no esperaban aquel ataque, se vieron sometidos por mi especie de la noche a la mañana. Se les impuso las leyes y costumbres humanas, diluyendo la cultura draiziana y acrecentando la tensión entre ambos hasta que fue insostenible y la sociedad se dividió en dos: Núcleo para los draizs, y Mudna para los seres humanos. Pocos viven fuera del centro del país. Esta es la versión oficial del nacimiento de Nueva Erain, de cómo llegamos y lo controlamos todo.

      Luego está la otra versión. La que prácticamente todos niegan y que parece sacada de la cabeza de alguien con muchísima imaginación. De la que apenas se habla ya. De la que no se ha demostrado nunca con pruebas fehacientes que sea cierta. Yo no creo en ella por eso mismo, y porque mi familia, en quien más confío, ha negado su verdad.

      —Kira —Ézer me saca de mis ensoñaciones de nuevo—, ¿ese no es el puesto de Guo?

      Mi hermano señala al frente y un tenderete de madera endeble que expone una gran diversidad de telas de colores me confirma que hemos llegado a nuestro destino. Asiento y me acerco al puesto, esquivando a varios draizs que me observan con precaución.

      —¿Guo? —No lo avisto por ninguna parte.

      Pero, ante mi pregunta, unos cuernecillos verdes aparecen en la parte posterior, tras unas cajas apiladas por cuyos bordes sobresalen retales. Entonces Guo se asoma. Me sorprendo al encontrarme con que su barba, antes negra como la noche, ahora reluce como la plata, dominada por las canas.

      —¡Kira! ¡Ézer!

      Sus ojos se anegan de lágrimas. Sé que por su cabeza solo pueden pasar dos opciones: su hijo está vivo o muerto. Enseguida alzo una mano para tranquilizarlo y Guo deja escapar un fuerte suspiro. Ézer me pone una mano en la espalda para infundirme ánimo. Estas situaciones nunca son fáciles. Apoyándome sobre los telares que reposan en el estante del puesto, me reclino hacia el draiz, que también avanza para recortar la distancia que nos separa. Mejor si no destacamos. Los Intercambios suelen perturbar a la sociedad, porque son los momentos en los que el Código más cerca está de Núcleo.

      —En breve realizaremos el Intercambio —le susurro—. Lo traeré de vuelta. Sano y salvo.

      Guo emite un sonido lastimero que me destroza por dentro. Reuniendo toda la fuerza que encuentro en mi interior, poso una mano en su hombro huesudo y aprieto. Él me mira mientras unas enormes lágrimas surcan sus verdosas mejillas. Hace el amago de abrazarme, pero se detiene. Se detiene. Tal vez porque soy yo, tal vez porque haberlo hecho habría significado un chismorreo seguro por parte de quienes nos observan con curiosidad.

      —Gracias, Kira. Eres buena. Tan buena que no sé cómo te lo voy a pagar.

      —Viviendo con plenitud la vuelta de tu hijo. Él fue muy valiente al enfrentarse aquella vez al ejército del Código, pero ya es hora de que vuelva a casa —lo consuelo al tiempo que poso una mano sobre su mejilla.

      Guo asiente con energía. Aparto la mano con un movimiento suave. Cualquiera de mis acciones es revisada con lupa por todo mi alrededor y, si me hubiera alejado de Guo rápidamente, habría supuesto unas habladurías que ni serían ciertas ni me puedo permitir: «Lo rechaza porque es un draiz»; «Lo odia porque es humana»; «No se merece la danorniam».

      Observo la piel de mis dedos, empapada por las lágrimas del draiz desconsolado. Cálidas y transparentes como las de todos nosotros. Somos iguales, pero nos empeñamos en marcar la diferencia, porque siempre tiene que haber un pez más grande en el mar; siempre tiene que haber una especie que devore a la otra.

      De repente, los ciudadanos que abarrotan el mercado comienzan a hablar más fuerte y a replegarse hacia nosotros. Ézer me coge del codo y alzo la mirada, dispuesta a enfrentarme a cualquiera que quiera echarme en cara el contacto con Guo. Sin embargo, el escándalo no es por mi causa, sino por la llegada de Almog y dos soldados montados a caballo.

      —¡Almog! —la llamo, acercándome a la posición en la cual la capitana está deteniendo a su montura.

      —¡Se acercan, Kira! ¡Ya están aquí!

      Si no quería que nadie se enterase de que el Código iba a acercarse a los límites de Núcleo, Almog se ha encargado de fastidiarlo todo. No obstante, no se lo reprocho. Esta vez en su mirada no detecto malicia, más bien preocupación. Pese a todo, sé que la kalente sería incapaz de mezclar sus asuntos personales con los de Núcleo. Quiere demasiado a su pueblo. Así que dejo a un lado el disentimiento que siempre nos enfrenta y me dirijo hacia los soldados.

      Me hago escuchar por encima de los gritos que los draizs y los humanos profieren sobre el miedo que les causa saber que se acerca una comitiva de humanos de Mudna.

      —¡Soldados, calmad este caos! —les ordeno a los otros dos—. ¡Ézer!

      Los dos draizs, que lucen las hombreras del ejército de Núcleo, descienden de los caballos a mi orden. Me monto enseguida en el blanco, mientras que mi hermano se sube con elegancia al negro, que parece encabritado. Él tiene mano con los animales. Bueno, tiene mano para todo en general.

      —¡Almog! —aviso a la capitana a la vez que obligo a mi montura a que cambie de dirección, hacia la salida del mercado—. ¡Han llegado antes de lo previsto! ¡Saca al prisionero de los calabozos y tráelo al límite! ¡Yo haré tiempo!

      La del sector militar asiente y dej o que abra camino entre los ciudadanos que se lanzan hacia nosotros suplicando por una respuesta a tal acontecimiento. A duras penas alcanzo a oír las inútiles explicaciones que Ézer intenta darles. Inútiles porque no lo escuchan, porque el terror impera en sus oídos. No quieren palabras que los calmen, quieren soluciones inmediatas.

      Y soluciones les daré.

      Almog consigue crear un pasillo que aprovechamos para cabalgar rápidos, aunque cuidadosos de no aplastar a nadie. Los temerosos gestos de los nuclenses se desdibujan por la velocidad, pero los escucho tan alto y claro, que mi estómago se retuerce nervioso por cualquier posible error. Porque no me puedo permitir fallar. Nunca.

      Conseguimos salir del mercado sin altercados. Almog me hace una seña con el brazo para indicarme que se dirige a los calabozos. Le respondo con una indicación similar y nuestros caminos se separan. Tomamos la ruta por una de las cuatro calles principales que estructuran Núcleo. Esta conduce a las afueras y, normalmente, nunca está transitada. Es una parte poco habitada, ya que su localización es la más cercana a los límites que separan nuestra ciudad de Mudna. A medida que avanzamos, los edificios se van convirtiendo en ruinas; las ruinas que encontraron los primeros draizs que se asentaron aquí. Monstruosas construcciones metálicas prácticamente enterradas en la tierra, que chirrían y siempre parecen a punto de derrumbarse.

      Mis padres me contaron que así se habían encontrado el mundo, medio construido y medio destruido. A veces pienso en cómo fue el mundo antes de la llegada de los seres humanos, antes de los draizs, cuando esas edificaciones habían sido alzadas en un tiempo donde todo fue más… ¿moderno?

      El eco de los cascos de unos caballos por una calle transversal reconduce mi atención. Mis padres se acercan con una comitiva de soldados para acompañarnos al límite de Núcleo. Ézer y yo aminoramos la marcha hasta que Zigon y Ehun se colocan a nuestro lado y el resto del ejército, detrás. Reemprendemos el camino a buen paso, pero el silencio no es portador de buenas


Скачать книгу