El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


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sí, padre, no, Kira. ¿Entiendes que como nuestra danían no puedes comportarte así con los kalentes de los sectores más importantes? ¿Entiendes que es necesario el apoyo de todos ellos para que tú puedas completar tus tareas sin iniciar una guerra civil? ¿Es lo que quieres?

      —No, padre.

      —No, padre; ya estamos otra vez —suelta Zigon en un draiziano tan cerrado que, por un momento, no logro discernir lo que me ha dicho.

      —Quiero decir… Ha sido inapropiado y cuando todo esto se solucione, le pediré disculpas a Almog y al resto de kalentes. —Me cuesta mucho ceder, pero Zigon me ha educado en la humildad, y me alegro de que esta salga a relucir en el momento apropiado.

      —Así lo hará Almog también.

      —¿En serio? —me sorprendo, abriendo mucho mi ojo.

      —En serio.

      Una fuerza interna me llena por dentro. Sí, yo le pediré a Almog disculpas, pero ella también tendrá que hacerlo. Qué satisfacción. Siento la mano de mi padre sobre mi nuca; un ligero golpe de advertencia, señal para que me centre. Lo mucho que Zigon me conoce me alarma. Cómo sabe leer mis gestos, incluso mis pensamientos. Si las apariencias no nos distanciasen tanto, cualquiera habría asegurado que somos familia biológica.

      Una vez salimos de Núcleo, una alargada sombra de color granate, que se extiende a lo largo del horizonte, nos espera. Chasqueo la lengua, molesta. El Código trae soldados de más. ¿Y si la misiva comunicaba que la batalla se realizaría tras el Intercambio? Imposible. Ézer me lo habría dicho. Me insulto por dentro, a mi orgullo, por no haber leído esa estúpida carta. Aprieto las riendas del caballo y lo espoleo para avivar el paso. Necesito… No. Deseo que este día termine ya.

      Los dos ejércitos se van aproximando. Dos líneas difusas en diferentes zonas que, poco a poco, se van haciendo más nítidas hasta que los integrantes nos descubrimos los rostros. Ese punto esclarecedor es el límite entre Núcleo y Mudna. Una frontera que jamás puede cruzar alguien de la ciudad contraria sin un permiso especial. A no ser que desee una flecha entre ceja y ceja.

      Mis soldados aminoran la marcha y mis padres también. Yo me quedo delante con Ézer. En el ejército contrario sucede lo mismo. De la primera fila de chaquetas granates, solo dos personas se acercan a nuestro encuentro. A medida que se aproximan, vislumbro con más precisión sus rasgos y sus prendas. Hace dos meses que no nos vemos, pero tampoco vamos a hacer de nuestro reencuentro una fiesta. Lucen la levita característica del Código con su símbolo: un círculo negro bordado en la pechera, significado de unión y fuerza. Nadie sale ni nadie entra si el círculo no lo desea. Para mí, opresión y mentes cerradas. Un peligro.

      Bernice se ha cortado el pelo rubio hasta el hombro, detalle que me sorprende. Siempre lo ha llevado recogido en una larga trenza. Desde mi posición ya advierto sus ojos verdes observando con devoción a la persona que cabalga con seguridad unos pasos por delante de ella: Sid. Sid, que continúa igual que siempre. Igual de presuntuoso.

      —Ya se acerca…

      —Ya los veo, Ézer. Tengo un solo ojo, pero los veo.

      —Hablo de Sid.

      Me giro hacia él, alarmada, descubriendo en su rostro una sonrisa demasiado traviesa. Odio cuando insinúa este tipo de cosas. Me hace sentir incómoda, fuera de lugar, lejos del mundo al que me estoy enfrentando. Como si todo se resumiese a una realidad fácil y banal.

      —No me eches tus ganas a mí si no corresponde tu amor, Ézer.

      —Oh, ¡ja, ja, ja! No es mi tipo, no te preocupes.

      Y calla, porque Sid y Bernice han llegado al límite; esa fina línea invisible que, sin embargo, todos advertimos. Los morros de nuestros caballos están a pocos centímetros de tocarse, pero mientras sus patas no traspasen la frontera imaginaria, estamos a salvo.

      Permanecemos en silencio, escrutándonos con fiereza. Nos medimos la valentía, aunque yo desisto antes, porque me urge conocer el paradero del hijo de Guo. ¿Por qué no está junto a ellos? Si la respuesta es negativa, Sustituta desayunará de inmediato. Sin embargo, y como suele suceder, no soy yo quien habla primero.

      —¿Dónde está Alejandro? —pregunta Sid.

      —¿Quién es Alejandro? —suelta Ézer con ironía.

      Y luego me replica a mí por provocar a los draizs que no me apoyan.

      —No tientes, Ézer. No estás en posición de tensar más la situación.

      —No estás en posición tú, Sid. —Tomo las riendas del asunto—. Os habéis adelantado a la hora del Intercambio. Doce campanadas, no siete. No anunciar un contratiempo rompe…

      —…las leyes, bla, bla, bla —me interrumpe, y la rabia me estrangula por dentro. ¿En qué se ha convertido?—. Ya lo sabemos, pequeña Kira.

      Bernice ríe la gracia de Sid y la rabia pasa de estrangularme a mí a estrangularla a ella. Una pena que la voluntad no sea suficiente para que ocurra. Intento concentrarme, obviando las ganas que tengo de gritarle a Sid todo lo que nos hemos ocultado durante años. Me reprimo, porque esos secretos ya no importan.

      —Tenemos la misma edad, pequeño Sid —replico con retintín—, pero entiendo que lleves mal las matemáticas. Visto un idiota como tú, conocida toda Mudna.

      Involuntariamente, aprieta los labios. Pronto se percata de su propio gesto e intenta corregirlo, pero ya es demasiado tarde. La misma Bernice se ha dado cuenta de que, esta vez, la batalla verbal la he ganado yo. Ézer suelta una risita de diversión y eso cabrea aún más a Sid, cuyas mejillas pálidas se tornan rojo fuego. No me satisface atacarlo de esta manera, pero no sé qué más hacer para distanciarnos sin llegar a las manos.

      —Si volvéis a incumplir las normas, la próxima vez nos encontraremos en una batalla real.

      —Eso si no la provocas tú antes con alguna de tus violentas salidas, Kira. Porque el día en que tengas un desliz, conquistaremos Núcleo. ¿Es que no has leído nuestra misiva? —Bernice se cruza de brazos como si hubiese soltado una gran proeza.

      —Creía que había dejado claro que no atiendo a idiotas mudnanos. —Sonrío.

      De pronto, la chica da una sacudida a su caballo, que responde dando un paso adelante. Y lo que sucede después es tan rápido que mi propio movimiento me sorprende. Sid coge las riendas para detener al animal de Bernice, tiempo suficiente para que yo desenvaine a Sustituta y apunte con su filo en dirección al cuello de la mudnana, sin traspasar el límite.

      —Baja el arma, Kira, no ha irrumpido en vuestro territorio.

      —Solo por haber violado la Ley de Intercambios contemplado en los Pactos de la Armonía que, recuerdo, nos mantienen en esta supuesta paz, ya debería haberme cobrado su vida —espeto con voz grave.

      —Está prohibido matar humanos.

      —También asesinar nuclenses y parece que esa parte del contrato, a veces, la olvidáis.

      —Nosotros no hemos asesinado… —empieza Sid, pero mi hermano interviene:

      —Aquí llega Almog con el prisionero.

      Con Sustituta todavía en ristre, no dejo de clavar mi mirada en Sid. Tiene los iris de un intenso color gris que a veces lucen extrañamente opacos y sin vida. Qué veo en ellos suelo guardarlo bajo llave en lo más profundo de mis pensamientos, porque me confunden. A veces me proponen que lo ataque y otras que lo salve.

      Por fin capto los pasos del caballo de Almog y, lentamente, desciendo la espada hasta que la envaino. Oigo a Bernice tragar saliva. Al menos esta noche tendrá pesadillas con Sustituta. Cuando Almog llega a nuestra altura interrumpo el contacto con Sid para observar a la capitana. En la grupa de su montura está acostado hacia abajo el prisionero humano de Mudna.

      —¿Dónde está Elpor? —cuestiona Almog con acritud.

      —¿Sid?

      El chico


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