El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


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      —Mi cuerpo no es un objeto que puedas repasar con atención. No te lo permito.

      Y, de golpe, lo entiendo. Ella piensa que la estoy mirando con un interés sexual o peor. Oh, no. No, esta no es mi intención. La indiscreción no es un término que abunde en los archivos del Caimán, pero el interés sexual sí. Con definiciones explícitas.

      —No te estaba mirando de esa forma. Yo… Lo siento.

      La chica ladea la cabeza, entorna los ojos y, tras unos segundos, se echa a reír. Su risa es contagiosa. Tiene una cadencia agradable. Pero, de nuevo, no consigue que me una. Estiro las comisuras de mis labios y me rasco la nuca, ahí donde el pelo sudado se pega a mi cuello.

      —¡Eres tan tan raro! —continúa hasta que su risa se agota. Se seca unas lágrimas. Reír hasta llorar, he leído sobre ello. ¿Seré capaz de conseguirlo algún día?

      —Lo siento. —Disculparme me resulta más sencillo de lo que el Caimán dice. Aunque tal vez hay distintos tipos de perdón. Tal vez, según qué, es más o menos complicado ofrecer una disculpa.

      —No, no. Es bueno. Eres muy peculiar.

      —No soy peculiar. Simplemente, he perdido la memoria.

      Ella enmudece de pronto. Otra vez esa mirada que parece decirme que no voy a sobrevivir en Nueva Erain. A lo mejor me lo estoy imaginando, a lo mejor solo quiero ver en cada gesto de su cuerpo un mensaje. Hay tantos detalles que se me escapan… Tendré que preguntarle sobre esa mirada en concreto, sobre qué significa.

      —¿Has perdido la memoria? —retoma la conversación.

      —Eso creo. —Pienso en mis palabras. Nunca he hablado con nadie de esto. Bueno, nunca he hablado con nadie que no sea conmigo mismo—. Según mi memoria solo he vivido dos años.

      —Pero tienes veintidós, porque eres una anomalía.

      —Sí. Veintidós. Veinte años perdidos.

      La desesperación vuelve a oprimirme el pecho. Me llevo una mano ahí donde el aire se acumula y parece esconderse para no llegar a mis pulmones. Luego tanteo hasta encontrar la bellota atravesada por el clavo. La manoseo y la cobijo entre mis dedos. Cierro los ojos, intentando concentrarme en la energía que me transmite este objeto tan extraño. Recuerdo la noche de mi despertar y lo mucho que me tranquilizó hallar el collar sobre la mesa. Sin abrir los ojos aún, me lo quito y comienzo a enrollar el cordel en torno a mi muñeca. Es, de pronto, cuando noto sus dedos sobre mis manos. Abro los ojos y dirijo la mirada hacia la chica.

      —¿Estás bien? ¿Echas de menos tu casa? Siento mucho…

      Tardo en contestar. Su mano reposa sobre las mías. Es la primera vez que me toca y su contacto me resulta diferente a cuando lo provoco yo —sin contar la vibración que producen nuestras magias conectándose—. Su gesto es muy distinto. Una sensación cálida se expande por mi pecho y siento… ¿paz? Pero si no estoy en guerra, ¿cómo es posible que esta humana transmita tanto con tan poco?

      » Estás en guerra contigo mismo.

      —No. —No sé a quién me dirijo con esta negación. Retomo la conversación—. Se supone que debería echarla de menos, pero no. La siento como algo material. Algo que, en realidad, no me pertenece.

      —No me refería a la casa en sí, sino a tu hogar.

      Lo comprendo.

      —Sí, al hogar sí, aunque fuese del Caimán y su acompañante. No mío. Yo ocupé su espacio como esos bichos que cambian de cascarón. No pertenezco a ninguna parte.

      —¿El Caimán?

      —Es el ser al que busco. Es por quien tengo una misión.

      —¿Y cuál es tu misión?

      —Contarles a todos que venimos del fin de la humanidad.

      —¿Estás…? ¡Estás loco!

      —Sé que se ha ocultado la verdad en este país. Yo los liberaré de la mentira —sentencio.

      —Noah —es la primera vez que usa mi nombre, marcando mucho su acento por la tensión—, te asesinarán como hicieron con los que trataron de contar esa historia después de que se prohibiese hacerlo.

      Enmudezco de golpe. Tiene sentido que ella sepa la verdad, porque es una anomalía, pero me sorprende, porque siempre he pensado que nuestra verdadera historia es un secreto muchísimo mejor guardado. El Código la vetó bajo pena de muerte para someter a los draizs y engañar a generaciones y generaciones de humanos. Ellos no quieren que recordemos por qué se nos dio una segunda oportunidad para vivir.

      » Es lo que sois…

      —Cállate…

      » Es lo que eres y no debes frenarlo.

      —¡Silencio!

      Otra vez. La calidez de su mano; esta vez apoyándose en mi espalda. Luego me acaricia y me voy dejando caer contra tierra. Soy un laberinto de pasadizos escurridizos que no llegan a ninguna parte, a ningún final. No conozco mi pasado y tampoco parezco saber mucho del presente. El Caimán es mi respuesta. Ofrecer la verdad es el encuentro definitivo. ¿O la huida definitiva?

      —¿Noah?

      Levanto la mirada y la chica me recibe con una sonrisa. Una sonrisa que me recuerda a la casa junto al mar. A la casa que invadí con mi presencia. Pero en su gesto descubro un doble filo, como el de un arma: me reconforta y me destroza. Me reconforta porque, por fin, estoy junto a alguien. Junto a un ser que late vida y la transmite. Pero me destroza, porque me está dando a entender que esa casa que yo he creído un simple techo bajo el que dormir, ha sido mi verdadero hogar. La vida de mi corta memoria.

      Las lágrimas se acumulan en mis ojos y no las retengo. Por segunda vez, lloro de pura tristeza. Y la tristeza agota, aunque el vacío que crea también llena. O, más bien, deja espacio para nuevos sentimientos. Como vaciar un recipiente para tener la oportunidad de rellenarlo de algo nuevo. Algo, supuestamente, mejor.

      —¿Noah?

      —¿Cómo te llamas?

      No sé por qué lo pregunto.

      —Ya te he dicho que…

      —Por favor.

      Suplico. Suplico como lo hice hacia el duro invierno, cuyo frío casi me mató el primer año. Como lo hice cuando no sabía descifrar algunos escritos del Caimán. Suplico porque nunca he sentido la soledad como una bestia que se afila los dientes para hacer daño.

      —Me llamo Runa.

      —¿Runa?

      —Sí.

      —Pues Runa, he perdido mi hogar. He llorado bastante por él, pero no entendía el porqué de ese sentimiento tan desesperante. No sabía que algo aparentemente material pudiese convertirse en algo intangible y sentimental.

      —El hogar no tiene por qué tener forma de casa. Puede ser el cobijo de un árbol o incluso alguien.

      —Tu sonrisa, Runa, me ha recordado al hogar. —Intento componer un gesto agradable.

      Me gusta decir su nombre en voz alta. Hace más real su presencia.

      —Pero que me acabas de conocer, ¿qué dices?

      Se separa de mí, aunque no bruscamente. Comienza a estrujarse las manos como si así pudiera contener un sentimiento irrefrenable. Runa es demasiado divertida, mucho más que las olas del mar.

      —Eres una anomalía repleta de anomalías, Noah.

      No puedo evitar que mi imaginación juguetee con la idea de que Runa me acompañe y me ayude a extender la verdad por Nueva Erain. A contarles que venimos del fin del mundo a todos los que no lo saben y a alzar de nuevo la voz de los forzados a callar. Que el Código se ha inventado un nuevo origen para enaltecer la figura de los seres humanos y ocultar que, en realidad, invadimos a otra especie, también hija de la naturaleza.


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