El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


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la sinceridad de otra persona es complicado. No quiero meterte en problemas.

      —Voy armada.

      —Esto solo empeora…

      Y no sé cómo lo logra, pero se ríe. Retomo la marcha y mi gesto se descompone a medida que nos acercamos. Estamos llegamos a Núcleo. Un paso y entramos en la ciudad. Un paso más y…

      Estamos en la ciudad.

      Avanzamos por la calle polvorienta. Núcleo es una ciudad muy poco colorida. Hay vegetación, aunque es escasa y queda sepultada por el marrón de la tierra, y el amarillo y el rojizo de los materiales que componen las edificaciones. Los alrededores de la ciudad ya ofrecen algunas pistas sobre lo que vas a encontrarte en ella: yermas superficies duras y arenosas, salpicadas por algunos matorrales y restos de construcciones metálicas del antiguo mundo —que solo había podido ver en dibujos del Caimán, pero que me moría por estudiarlas más de cerca—. Núcleo promete lo que desvela su camino.

      Estamos sucios y apestamos demasiado como para no llamar la atención. Aunque se me olvida que somos forasteros humanos, y que con eso basta. Un pequeño draiz de alas membranosas nos señala mientras estira del pantalón de su madre que, inmediatamente, lo devuelve al interior de una casa.

      —Hola —saludo. Avisto a un draiz de cuatro brazos—. Hola.

      —No saludes a todo el mundo —me chista Runa por lo bajo.

      —¿No es un gesto de buena educación?

      —Antes tal vez. Ahora resulta demasiado perturbador.

      —Puede ser. Nos miran inquietos.

      —¿Y qué esperabas?

      Vagabundeamos por las calles, totalmente perdidos, bajo la atención de los draizs. Runa trata de deshacerse de la tensión, indicándome sitios en los que estaría bien que empezase con mi misión, pero mi inseguridad ha crecido tanto que la respuesta a todas sus apreciaciones es una rotunda negativa.

      No sé en qué momento sucede, pero cuando nos damos cuenta, un enorme grupo de draizs nos persigue. Hallo entre la multitud unos cuantos humanos, sin embargo, eso no me calma. Los que habitan en Núcleo desde el comienzo de la conquista son aceptados porque han demostrado su lealtad y bondad. Todos los nuclenses parecen hostiles y alerta por igual.

      —Es perfecto. —Sonríe Runa.

      —Estás disfrutando. Nos persiguen. Nos conducen a una trampa.

      —¿Ves esa plaza de ahí? —No me ha escuchado y señala al frente—. Vas a subirte al bordillo de esa fuente y a empezar.

      —No. No, Runa.

      —Noah, si no lo haces ahora, no te vas a atrever nunca. Entiendo tu malestar, eres nuevo en todo esto. Que te presten atención, estar rodeado de público… Es nuevo, vale. Pero estoy aquí para ayudarte.

      —Estás aquí para marcharte.

      —No seas injusto.

      Lo estoy siendo. Estoy siendo hasta contradictorio con mis propias intenciones respecto a Runa. Estoy sacando todo de mi interior, dando golpes al aire por si alguno le cae a alguien y consigo, de esa manera, deshacerme de mi creciente ansiedad. Interactuar es complicado; interactuar y estar rodeado de seres racionales es casi agónico.

      Llegamos hasta la plaza y Runa me empuja hacia la fuente. Vuelvo la mirada, negando. Ella me mira con sus profundos ojos azules, advirtiéndome. Me giro de nuevo hacia la fuente a la espera de que mi público no sea tan numeroso como me ha parecido mientras cruzábamos Núcleo. ¿Por qué no podía empezar ante una masa pequeña? Tantear el terreno y no arriesgarme a terminar muerto, como bien ha destacado Runa a cada segundo de nuestro viaje hasta aquí.

      —Hazlo —me susurra la chica—. Están esperando.

      Están esperando, sí, a que sea un blanco fácil. ¿Por qué si no nos han seguido? Trago saliva y, con un paso tembloroso, subo al bordillo de la fuente. Giro sobre mis talones, mirándome los pies. De reojo, advierto la multitud que me rodea. Y, de pronto, todo lo que he aprendido con Runa: los gestos, las emociones... Todo desaparece. Solo aprecio innumerables ojos de distintos colores puestos en mí, con intenciones tan diversas que no logro sacar en claro ninguna.

      Balbuceo. Me atraganto. Oigo una risita, y también el entrechocar de dos metales. Cierro los ojos. Estoy sudando. Me he confiado. Tengo demasiada fe en la sociedad; demasiada, teniendo en cuenta la poca que tiene el Caimán.

      —¡Hola! —saludo en eraino. Pienso un instante en expresarme en draiziano, pero no lo domino lo suficiente y no deseo que alguien crea que los estoy faltando al respeto. Abro los ojos. Alzo una mano y capto cómo Runa se estampa la suya en la cara—. Quiero decir…

      —¡Fuera de Núcleo, humano!

      —¡Es un infiltrado del Código!

      —¡Despojo!

      —¡Traidor!

      Me parecía una suerte saber draiziano, pero ahora que mis oídos están copados por su odio, preferiría olvidar su idioma. Al final no chillan tanto como preveo, pese a que sus mensajes me llegan igual: altos y claros. Voy a morir aquí, estoy casi seguro. Pero entonces, la voz de Runa atraviesa la plaza y acalla a los nuclenses, sorprendiéndome.

      —¡Escuchadlo! ¡Tiene un mensaje importante y sin distinción para todos nosotros!

      Sus palabras levantan un murmullo generalizado que me intranquiliza todavía más. Sin embargo, alguien comienza a chistar. Alguien está callando a los demás y no es mi compañera. Poco a poco, el murmullo se convierte en un silencio que domina toda la plaza. Runa me ha dado una oportunidad y, aunque los nervios están ahogándome, no voy a desperdiciar su esfuerzo.

      —Nuclenses…

      » Más alto. Alza el rostro.

      La Voz.

      Lo hago.

      —¡Nuclenses, vengo a entregar un mensaje muy importante! ¡Venimos del fin de la humanidad!

      Nadie responde. Veo algunas bocas abiertas. Miradas confusas. Draizs y humanos. Dirijo una mirada desesperada a Runa, que enseguida hace aspavientos con las manos, indicándome que continúe con la explicación. Antes de que comiencen a criticarme, prosigo:

      —Vosotros no. Vosotros sois hijos de esta tierra, pero los seres humanos no. No del todo —matizo—. Nosotros tuvimos la oportunidad de vivir hace mucho tiempo, antes de que… —Dilo—. ¡Antes de que la Magia destrozase todo lo que la envenenaba en este planeta para regenerarse de nuevo! —murmullos. Algunos de reconocimiento, otros que me cuestionan—. ¡La conquista del ser humano a los draizs fue inaceptable! ¡El Código es el terror! ¡Restos de la sociedad que llevó a este mundo a la perdición! En el pasado, en el antiguo mundo, la Magia aguantó la vida de este planeta hasta que los humanos prefirieron explotarla. La Magia, considerada entonces como una divinidad, decidió terminar con la humanidad que, día a día, asesinaba a la naturaleza. A ella misma. No justifico su decisión, sin embargo… —Mis ojos se deslizan hacia la calle en la que un revuelo comienza a formarse—. Sin embargo…

      —Vamos, Noah —me anima Runa.

      —¡Las anomalías, que no las conocéis, pero así las llama el Código…! ¡Las anomalías son la prueba viviente de que hay fe en este mundo, porque fueron salvadas por…!

      Y una flecha sobrevuela el espacio y me roza la mejilla. Enmudezco. Siento mi sangre, punzante y cálida, recorrerme la piel. Runa se tapa la boca con ambas manos, asustada. Los draizs también callan de golpe. En la plaza solo se advierten, de pronto, los cascos de unos caballos avanzando. El peligro. Lo percibo sin ni siquiera tener que echar un vistazo. Frente a ello, decido poner en práctica la maniobra que Runa me ha enseñado para declarar que he venido en son de paz. Alzo las manos y me vuelvo lentamente hacia el sonido del metal y los relinchos de los caballos.

      El escenario me deja sin aliento. Un ejército de, al menos, cincuenta draizs, ocupa toda la calle por la que han llegado.


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