El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


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tan complicado? Puedo llegar a entender por qué no quiere juntarse con otras anomalías. Hacerlo supone exponerse a un peligro mayor. Por lo tanto, su indecisión carece de sentido después de haberme expresado tan claramente su propósito de alejarse de mí. Pasan unos minutos en que el silencio le sirve más a ella que a mí, porque me encuentro harto de su quietud. Y es raro. Siempre me ha gustado el silencio, porque en él percibo más sonidos que cuando nada calla. Pero este cambio me sorprende; me sorprende descubrir que hay silencios incómodos y difíciles de romper.

      La humana no parece molesta con él, pero yo no aguanto más. Mi paciencia, hasta el momento inagotable, ha sido vencida. Me limpio las manos manchadas de tierra en el pantalón, doy media vuelta y emprendo el camino.

      —¡Eh! ¡Eh!

      Me llama con insistencia. Creo que jamás me cansaré de escuchar su voz. No es el sonido del mar, no es el gruñido de algún animal, no es el viento silbando, no es mi voz desgastada. Es otra persona. Y es tan fascinante y esclarecedor que tengo la sensación de que, si habla una vez más, su voz será capaz de desvelar todos los secretos del universo. Por eso respondo sin volverme:

      —¿Qué?

      —¿Cómo te vas así sin decirme nada? ¿Cómo eres tan maleducado? ¿Es que nadie te ha enseñado a comportarte?

      —Ya te he dicho que eres la primera persona que veo en mi vida. He leído sobre las normas sociales, pero, sinceramente, no comparto la mayoría. Al menos, no las de este país.

      Llega hasta mí y me detiene de un empujón.

      —Eres una anomalía muy rara. De hecho, eres una anomalía repleta de anomalías.

      Esa frase me hace sonreír.

      —¿Y ahora por qué sonríes?

      —Es que no te entiendo. Si todos los humanos y demás especies son tan complejas como tú, lo voy a tener difícil para integrarme.

      —¡Oh, créeme, soy de lo más fácil que te vas a encontrar en este maldito mundo! —Y su propia afirmación termina en una risa que tironea de mis mejillas, pero no consigo corearla.

      Reemprendo el camino. Ella suspira e intenta acompasar sus pasos a los míos. Mis piernas son demasiado largas para su ritmo, y me descubro intentado reducir el paso. No puedo negarlo: quiero que me acompañe. Después de tanto tiempo en soledad, por fin alguien aparece en mi vida. Pero no voy a tratar de convencerla de lo contrario, no voy a obligarla. Obligar es una práctica cruel que gracias al Caimán sé que debo evitar; solo alienta a personas perversas.

      —Llevas un mapa, ¿no? Dentro de tu casa vi uno colgado en la pared y me resultaría extraño que no lo hubieses cogido.

      —Sí, llevo uno.

      —Vale, pues te acompañaré hasta que sepa situarme, ¿de acuerdo?

      —Como quieras. —Me encojo de hombros.

      —Eres insufrible, de verdad.

      Un tirón en mi interior me revela que la energía que nos consume a los dos está de acuerdo con esta decisión. Me rasco el torso intentando aplacar la intensidad. La teoría sobre muchas cosas me la sé. Soy capaz de definir muchísimos conceptos sin ni siquiera pararme a pensar. Y, sin embargo, la práctica está siendo dura.

      » Es complicado mostrarse como uno es sin encubrir… Sin mentir, ¿verdad?

      Como siempre, la Voz tiene razón.

      Sentado en una roca gigantesca, continúo observando el territorio. La humana insiste en que no pretende continuar a mi lado, que lo mejor es que nos separemos y, sin embargo, no se marcha. Me persigue con sus cortas piernas que, aunque dan zancadas más lentas, parecen tener la experiencia de la exploración. Yo, en cambio, vagabundeo siguiendo las indicaciones de un mapa que, por el momento, acierta en sus señalizaciones. Aun así, no me confío. La diferencia de años entre que el Caimán y el ser más pequeño abandonaran la casa junto al mar y mi nacimiento en ella puede ser abismal. Puede que el mapa ya no sirva.

      Pero es mi única esperanza. Y si Nueva Erain de verdad es una isla y al final me pierdo, la costa me detendrá. Los límites físicos del país hacen más seguros mis pasos.

      Llevamos un día caminando sin descanso. Ella no me ha pedido parar y yo no siento agotadas mis fuerzas. No obstante, sé que, en un momento u otro, tendremos que descansar, al menos, unas horas. Comer caminando no me supone un problema, pero es obvio que es imposible dormir avanzando.

      Apenas hemos cruzado palabra en todo el camino, el cual ha consistido en subir hasta lo alto de una cadena de montañas, que separan el sur del país —mi casa— con el resto, y descenderla hasta llegar a un extenso prado. Después de recorrer diez kilómetros campo a través, en él hemos encontrado una ruta trazada por lo que parecen huellas de carros y caballos. La temperatura ha subido y las brisas son mucho más cálidas que en la costa. La hierba, en diferentes alturas, crece mullida bajo nuestros pies y los árboles se congregan a menudo en enormes masas. Y, pese a que echo de menos la arena de la playa y la visión que me ofrece un horizonte despejado, me asombra descubrir lo diferente que es el país según en qué zona te encuentres.

      —Vas muy rápido.

      —Si te dejo atrás es para comprobar que seguimos las indicaciones correctas.

      —Hay un camino de tierra, ¿lo ves? Es esta zona marrón que divide en dos las partes verdes del prado. —Llega hasta mí con la cara roja, a juego con el color de su pelo.

      —Lo veo claramente. Pero eso no significa que sea la única dirección de todo el país. No nos podemos confiar —le contesto, doblando el mapa.

      Como respuesta, pone los ojos en blanco y me grita:

      —¡Era una ironía! ¡Puro sarcasmo! ¿Es que no has leído sobre eso?

      —¿Ironía? ¿Sarcasmo? —Aprieto los labios—. ¡Ah, sí! Vale, entiendo… Creo. Es un concepto interesante.

      Y de verdad que lo es. No resulta tan complicado de captar. Si asocias bien los términos y escuchas el tono con el que se pronuncia, es sencillo descubrir cuándo intentan pillarte con un sarcasmo o no.

      —Increíble. Eres increíble. —Se deja caer en la tierra y se deshace de la mochila a brazadas.

      La observo con detenimiento. Su brazo manchado de pintura está intacto pese a las enormes perlas de sudor que lo recorren. El pelo pelirrojo parece un nido de pájaros que solo incita a tocarlo para comprobar si en su interior oculta algo. Su cuerpo está formado por curvas carnosas —a su lado yo estoy enfermizamente delgado—. Su ropa está empapada y sucia. Toda ella huele a animal muerto. A comida podrida. Olfateo mi chaqueta. Los dos apestamos igual.

      Ella se percata de mi estudio y frunce el ceño. Entreabre sus gruesos labios, pero no dejo que hable, adelantándome a sus posibles quejas. He tenido tiempo para meditar bastante sobre el impacto que mis inexistentes conocimientos sociales pueden causar en los demás. La desconocida está siendo un buen sujeto para practicar, porque responde sin temor tanto a mis supuestos errores como a mis supuestos aciertos.

      —Ayer… Ahora… No te estaba mirando. Es decir, lo estaba haciendo, pero no pretendía molestarte. Noté tu… ¿incomodidad? La noto —me explico.

      La chica parpadea, sorprendida. Yo mismo estoy atónito por haber descubierto el sentimiento que, de pronto, ha crecido en su interior. No estoy siendo un experto en la lectura de gestos y expresiones, pero tengo que aprender si quiero integrarme en la sociedad. Es necesario.

      —Pervertido.

      —No me gusta esa palabra. Suena a insulto.

      —Pues no me mires.

      —¿Que te mire te resulta molesto?

      —Que me mires como lo haces, sí.

      —¿Y cómo lo hago?

      El rojo de sus mejillas se torna incandescente. ¿He dicho algo malo? Solo deseo saber cómo la he estado


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