El don de la diosa. Arantxa Comes
Entonces una montura se abre paso entre el resto del ejército. Tras el soldado que cabalga está sentado Elpor, el hijo de Guo. Por primera vez, han sido más delicados que nosotros.
—Elpor, ¿estás bien? —pregunto mientras el caballo se acerca.
El draiz me contesta con un asentimiento. En su gesto se entrevé el miedo y el trauma. Si le han tocado un solo centímetro de piel, yo misma cruzaré el límite, haré frente a cualquier defensa y desafiaré a cuantos hagan falta para vengar su dolor.
Cuando el caballo del soldado humano llega hasta el límite, Almog gruñe y Alejandro baja de la grupa con un salto muy torpe. Está maniatado, a la espalda, por lo que sus movimientos en todo momento parecen conducirlo a una dura caída. Por la parte de los humanos, Elpor desciende con las manos atadas al frente. El control de su equilibrio es mucho mayor y consigue llegar a nuestro lado sin problemas. Alejandro se desmaya una vez cruza la frontera.
Almog ayuda a Elpor a subir a su caballo y cuando me convenzo de que el draiz está libre y seguro tras la capitana del ejército, decido que ya es hora de concluir el Intercambio:
—Vámonos. —Estiro las riendas del caballo para reconducirlo hacia Núcleo.
—Nos vemos en la próxima batalla, Kira —me provoca Sid—. ¿A quién os arrebataremos esta vez?
¿Por qué no nos limitamos a cumplir nuestras obligaciones sin tener que verbalizar un odio que no existe?
—Adiós —le respondo con una última mirada cargada de más mensajes de los que pretendo.
No vuelvo a girarme para comprobar cómo se marcha el ejército de Mudna. Suspiro de alivio. Alejarme de Sid es como llegar a aguas tranquilas después de una fuerte marejada: descanso y paz.
Nos unimos a mis padres y al resto de soldados. Algunos palmean mi espalda y mi madre me da un suave beso en la frente. Sus finos labios contra mi piel terminan por calmar la tormenta de nervios que se ha desatado en mi pecho. Reemprendemos la marcha mientras Almog, sin tacto alguno, interroga a Elpor sobre lo que ha visto en Mudna y cómo lo han tratado. El hijo de Guo tartamudea y se queda sin palabras; la mitad de ellas siempre atascadas por un repentino ataque de tos.
—Almog, el interrogatorio para luego —le pide mi padre con tranquilidad, y la draiz responde de inmediato.
¿Alguna vez me ganaré la confianza de la capitana? ¿La confianza de cualquier draiz por quien soy como Kira y no por quien soy como hija de Ehun y Zigon, los antiguos danían de Núcleo?
—¿Eso es un mensajero de Haneul?
La pregunta repentina hace que atienda al horizonte. De los lindes de Núcleo se acerca alguien a caballo a una velocidad pasmosa. Sin esperar a una reacción ajena, espoleo mi montura y me dirijo hacia quien se aproxima a nosotros. Efectivamente, forma parte del sector de mensajería. No me gusta el gesto que arruga su rostro. No me gustan las prisas con las que corre hacia nosotros.
¿El Intercambio ha sido una trampa para que el resto del ejército humano embosque Núcleo? ¿Una revuelta interna? Lo cierto es que miles de teorías cruzan mis conjeturas. Todas, menos la que el mensajero me da a conocer una vez llega a mi altura.
—¡Kira! ¡Hay un… loco!
—¿Un loco?
—¡Sí! ¡Un humano está en la Plaza Triangular proclamando que…! —Las palabras se agotan con su aliento.
—¿Proclamando qué? —Noto el hormigueo y el frío en mis extremidades anunciando un futuro desmayo.
—¡Dice que los humanos os salvasteis del fin de la humanidad!
Corro sin mirar atrás. Escucho la respiración de la chica persiguiéndome, pero cada vez más lejos. Me detengo, aunque sé que, si bajo el ritmo, parte de mi energía reposará definitivamente con el descanso y ya no seré capaz de recuperarla de nuevo. Me doy la vuelta, recolocándome el asa de la mochila sobre el hombro. La chica intenta apretar el paso pese a que el camino, cada vez más empinado y rocoso, le dificulta la tarea de avanzar con sus cortas y gruesas piernas.
Respiro profundamente; tanto que toso. Tanto que una especie de jadeo se me escapa junto a un montón de lágrimas más. La casa del Caimán ahora es un punto negro y rojo bajo mis pies. Desde aquí, el mar parece comerse lo que, en dos años, he podido considerar mi cobijo. Pero en toda esa inmensidad azul no encuentro el otro punto negro que nos ha amenazado a la llegada de la desconocida; la embarcación que ha forzado el inicio de mi viaje.
Como la humana aún está lejos y el navío desparecido ya no parece constituir un peligro, me permito llorar en voz alta. Me desgarro la garganta mientras las lágrimas recorren mi rostro acalorado y se cuelan entre mis labios o se pierden por el cuello. Durante unos instantes, tengo que apoyarme sobre las rodillas para no desfallecer. De pronto, mi vista comienza a nublarse y un insoportable pitido copa mis oídos. El dolor me está ahogando. Un dolor muy diferente a cuando me hiero físicamente. Un dolor muy diferente a la noche en que desperté. La vida es capaz de golpear así de fuerte y comienzo a dudar de si estoy preparado para afrontar lo que viene después.
La desconocida llega hasta mí e intento boquear para recuperar toda la entereza que se ha escapado junto a mis lágrimas. No dice nada. Se queda ahí de pie, observándome, como si fuese un animal apresado en una trampa. De nuevo, no me gusta que me contemple así, como un humano indefenso e inútil.
Pestañeo, intentando recobrar los cincos sentidos. Encontrar un punto en el que calmar todo este torrente de emociones que jamás he experimentado —aunque un reconocible cosquilleo por la nuca me indica lo contrario—. Y entonces, más allá de la desesperación, lo que creo que es una planta llama mi atención. Está atrapada entre dos enormes rocas, a merced de la brisa fresca que se cuela por los resquicios de sus protectoras. Jamás he visto en los alrededores de mi casa, ni en los archivos del Caimán, un organismo tan extraño. Tiene la raíz larga, delgada y verde, coronada por un conjunto de finísimas pestañas blancas que aparentan demasiado frágiles como para sobrevivir en un medio natural tan salvaje como es la propia Tierra.
—Diente de león.
Me giro, aguantando el impacto de los rayos del sol contra mis ojos y esperando que la sombra que proyecta la chica me ayude a mirarla directamente. Suda muchísimo y se toca la zona de los hombros donde descansa su mochila, entre quejidos. Se deja caer en el suelo y resuella. Mis labios resecos se despegan para decirle que no es momento de descansar, que, aunque no veamos al Código perseguirnos, eso no significa que no estén tras nuestros pasos. Y, sin embargo, me encuentro de pronto sentado en tierra, con las piernas temblando sin control.
Decido contestar:
—¿Así se llama esta flor?
—Exacto. —Ella extiende la mano, acerca la planta a su rostro y sopla con decisión.
Las delgadas y pálidas pestañas se desprenden de su centro y sobrevuelan el espacio, planeando y dejándose llevar por la brisa. La danza de los frágiles fragmentos a través de la luz me atrapa hasta el punto de que olvido por qué me tiembla todo el cuerpo.
—Bueno, yo me tengo que marchar —digo, tras recuperar el aliento—. No puedo perder tiempo.
—¿Me vas a dejar aquí?
Frunzo el ceño. Ella no quiere acompañarme. Ella prefiere no estar cerca de mí y, sin embargo, ahora me está preguntando que por qué la dejo aquí. No lo entiendo. Yo no la dejo en ninguna parte, ella se marcha de mi lado.
—Pero tú no quieres acompañarme. —Me incorporo, acomodándome la mochila.
—Cierto, pero tengo un problema mayor. La marea o… la Magia, si quieres verlo así, me ha conducido hasta tu costa, y no sé dónde me encuentro. No conozco todos los caminos de este país. —No me pasa desapercibido de nuevo su extraño y suave acento, y la forma en la que habla de Nueva Erain como si no perteneciese aquí.
—¿Eso