El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


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el pasillo del segundo piso. El olor a pan recién hecho y a queso fundido remueve mi estómago y lo hace rugir contra mi voluntad. Descubro la sonrisa de satisfacción de Ézer y entonces entiendo a dónde me conduce. Me resisto con más ahínco, deteniéndome en seco, pero el piso de mármol está tan pulido que mi hermano consigue, literalmente, arrastrarme.

      Algunas draizs del sector justicia se cruzan con nosotros y se ríen de la situación. Sé que, por ser quien soy, no debería armar tales escándalos infantiles, pero estoy dispuesta a hacer cualquier idiotez para no presentarme al desayuno al que Ézer me está obligando a asistir.

      —Kira, no seas cría.

      —¿Cría? —Pongo una mano sobre la de él para forzar la separación—. Me estás arrastrando por un pasillo para que vaya a desayunar, cuando debería estar a medio camino de la casa de Guo y no jugando a la familia feliz.

      Ézer se detiene en seco y la inercia me empuja hacia delante. Me detiene antes de que entrechoquemos y provoquemos la risa del resto de draizs que inundan el pasillo. Me saca fuera del camino y me arrincona tras una columna adosada.

      —Escúchame, se han reunido los kalentes. Ehun y Zigon quieren que estés presente.

      Hago una mueca de desagrado. Los kalentes dirigen cada sector importante de Núcleo. Kalente, aligerando la pronunciación de la inicial, significa «líder» en draiziano.

      —¿Para qué? ¿Para que me maten envenenándome con la comida?

      —No, idiota. Para demostrarles que a ti no te vence nadie.

      Me sorprendo por la afirmación. Ézer se extraña por mi reacción y recaigo en mi propio error. Mis padres confían en mí. Jamás pondrían en duda que yo no sea capaz de anteponerme a una situación tan grave como es que un draiz me ataque. De ser así, ambos nunca me habrían cedido el puesto de danían —«guía» para el idioma humano. Entonando fuertemente la «i», la palabra acoge el significado de «ser que dirige sin dominar»— en Núcleo.

      Al sol, el pelo blanco de Ézer es aún más níveo y brillante. Cuando alzo el rostro para clavar mi mirada en la suya, me cuesta mantener el contacto. Es como un copo de nieve suspendido en el aire. Sonrío débilmente. Este es mi hermano, la luz en mi eterna y profunda oscuridad.

      —¿Vamos allá?

      Los ojos de Ézer se iluminan de emoción y, juntos, avanzamos pasillo arriba. Esta vez ningún draiz se ríe de nosotros, de hecho, varios nos muestran su respeto con la mano cerrada a la altura del abdomen. Hasta que mis padres no cedieron su danorniam —«poder compartido con los demás y cedido a un ser valiente del pueblo»— en mí, no entendí por qué los que me aceptaban en la ciudad mantenían cierta distancia fría, aunque cortés, conmigo. Antes del cambio, rogué todos los días por ser tratada como cualquier otro. Y pese a que hoy en día considero bastantes amistades como un tesoro, con muchos de los draizs sé que no es recíproco.

      Porque antes que la amistad entre dos especies está la sangre.

      Sacudo la cabeza. Para mí no hay distinción entre ellos y nosotros. Me he cansado de analizar nuestras nimias diferencias y, por ello, lucho por derribarlas; nos tienen enfrentados sin sentido. Durante el paso de los años he alcanzado mi límite en el poder de convicción desde mi posición. Ahora que poseo la danorniam, soy capaz de lograrlo: lograr la unidad de ambos pueblos.

      Llegamos ante la puerta de la sala de reuniones, donde se congregan los kalentes de los distintos sectores para discutir los problemas políticos, económicos, sociales y culturales que pueden generarse en Núcleo y fuera de él. Son elegidos por el pueblo y me gustaría tener mejor relación con cada uno de ellos, pero ser humana parece importarles más que mi capacidad para guiar Núcleo —de la que dudo muchas veces, aunque sin dejar que la inseguridad venza—.

      —¿Prepara…?

      Pero no lo dejo terminar. Empujo las puertas de la sala de reuniones con las dos manos y entro sin mirar atrás. Escucho a Ézer a mis espaldas, con sus pasos tranquilos, casi silenciosos, pisándome los talones. No bajo la mirada ante el imponente panorama que se presenta ante mí. Una larga mesa ocupa el centro de la enorme habitación de mármol blanco y sobre ella reposan unos cuantos platos llenos de comida. Y, aunque no es abundante, me sigue pareciendo demasiada para quienes la van a disfrutar.

      Mis padres están sentados en una esquina y entre ambos hay dos sillas vacías para Ézer y para mí. Nos esperan. Siento la mirada roja como la sangre de Almog, la kalente del sector militar y capitana del ejército nuclense, de la que cada vez estoy más convencida de que me odia profundamente. Ese resentimiento lo palian un poco los ojos completamente amarillos y comprensivos de Roll, el kalente de los artesanos. En los demás no me detengo; si lo hubiese hecho, habría vomitado de puro nervio.

      Continúo avanzando sin dudar, con el sonido de las hebillas de mis botas entrechocando a cada paso. Cuando llego a la altura de Eka, la kalente de los eruditos, todos se levantan para recibirnos con parsimonia, con el puño sobre el vientre. Ézer y yo respondemos con el mismo gesto, y hasta que no alcanzo mi silla y mi hermano asiente desde el otro lado de la enorme mesa, que ahora me parece infinita, no intervengo:

      —Gracias por asistir. —Me expreso en draiziano. No suelo usar el eraino, el idioma de los humanos, porque no me he criado con él.

      —Tu fría bienvenida es para morirse de risa —suelta Almog mientras se sienta de nuevo.

      —Querida Almog —empiezo, sin ser capaz de retener el sarcasmo—, cuando venga a Núcleo el festival del humor, ya te llamaré. Haces mucha falta.

      —¡Kira! —me reprende mi madre.

      Oigo cómo rechina la silla de Almog. Estoy segura de que no me perdonará la afrenta, pero ya son muchos años cuestionándome y, quiera o no, yo soy la cabeza de toda esta organización. Sin embargo, tengo que morderme la lengua para no continuar despotricando. No debería ceder ante tanta provocación, cuando mi intención no es separar más ambas especies, sino establecer la paz entre ellas. Pero soy humana y, como tal, me meten en el mismo saco que al resto de mi especie; en el saco de los del Código, para ser exacta.

      Me vuelvo hacia mi madre, que ahora posa una de sus manos de seis dedos azulados sobre mi brazo. Parpadea a una velocidad pasmosa con sus cuatro ojos anaranjados y me da un apretón. Nunca he sido capaz de obviar la tristeza de mi madre, así que chasqueo la lengua y destenso los hombros.

      Alcanzo la fuente de panecillos recién horneados y comienzo a desmenuzar lentamente la hogaza. Tengo los ojos de mi padre taladrándome la frente. No voy a ser yo quien hable primero. No puedo evitar demostrar que no me agrada no haber sido informada de esta reunión con antelación. Y, aunque trato de permanecer imperturbable, paso de participar en este desfile de apariencias.

      —Kira, esta reunión ha sido organizada por la misiva que ha mandado esta mañana el Código —me informa mi padre—. ¿La has leído?

      —No —suelto.

      —Esto no se puede tolerar —gruñe Haneul, el kalente de los mensajeros.

      —Pero, Kira, es necesario saber cuándo son las batallas. Prepararnos. Sopesar nuestras opciones —apunta Eka, toqueteando las arrugas de los guantes que caracterizan a los artesanos.

      —Ya sé lo que van a decir. Ya sé cuándo quieren jugar. Sé el porqué, la forma y cómo frenarlos. Siempre lo he hecho y siempre lo haré.

      —La última vez se llevaron al hijo de Guo. Eso es mucho suponer, hija. —Mi madre entorna los ojos.

      Un golpe bajísimo por su parte.

      —¡No es digna para ser la danían! —grita Almog.

      —¡Soy digna porque me lo he ganado! —me defiendo, y mi madre me intenta detener de nuevo por el brazo, pero ni siquiera noto su tacto—. Los draizs no otorgáis la danorniam por herencia. Estoy donde estoy por mi esfuerzo. Por lo que hice hace cinco años.

      —¡El Incidente no es un buen ejemplo! ¡Todo son mentiras! ¡Eres una humana! —Se incorpora Almog,


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