El don de la diosa. Arantxa Comes
y observo el campo para decidir qué será mi desayuno. Las fresas ganan la batalla visual, pero cuando voy a coger un puñado de ellas, las moras me parecen más apetitosas todavía.
Termino por coger un buen puñado de ambas.
Entro por la puerta trasera de la cabaña de madera. Me estoy tomando con mucha tranquilidad mi último día en ella. Mañana partiré y no miraré atrás. Mentiría si dijese que no me siento un poco alterado, como cuando desperté dos años atrás y no solo fui consciente de mi existencia, sino de todo lo que guardaba en mi cabeza —y todo lo que parece faltar—.
Ese estallido de pensamientos fue implacable.
Pero también esclarecedor.
Y, aun así, no hubo un temor real. Tal vez sorpresa, incomprensión y curiosidad. Pero ¿miedo por el conocimiento? Nunca. Al fin y al cabo, aquella tromba de saberes, que no recordaba haber aprendido, era totalmente lo opuesto a lo desconocido. Y, según los libros de la biblioteca, lo desconocido conforma el miedo más irracional para la especie humana. Yo voy a iniciar un viaje en esa dirección, y más que aterrado me siento eufórico.
Devoro el desayuno, fresco y delicioso. Me chupo los dedos y la sal del mar se mezcla con el dulzor de la fruta. Una mueca. Corro hasta la cocina en busca de agua. Cojo un vaso y lo hundo en un cubo repleto de ella. Bebo hasta que no queda ni rastro de ese sabor tan desagradable. Menos mal que en mi zona llueve con frecuencia, por lo que los huertos se mantienen sanos y siempre estoy abastecido para las necesidades más básicas.
Y hablando de necesidades básicas…
Salgo corriendo por la puerta principal y me acerco a una enorme roca que linda con una duna. Sonrío, divertido, cuando suspiro de alivio por no haberme orinado encima. Solo me ha pasado una vez; la primera noche después de mi nacimiento. La Voz y una pesadilla desordenaron todos mis sentidos hasta que no fui capaz de contenerlo más. Supuestamente, habría tenido que sentir vergüenza, pero no había nadie allí para hacérmela sentir. O tal vez es que no me avergüenzo por mis acciones y fallos.
La brisa cambia de dirección y me empuja por la espalda. Voy a dar media vuelta para entrar de nuevo en casa, cuando una flor marchita capta mi atención. Dudo en si ayudarla o no. Puede suceder cualquier cosa, desde destrozarla hasta conseguir revivirla. Incluso que no ocurra nada. Según los archivos del Caimán no podemos hacer daño con nuestro poder, pero la potencia de este sí puede provocar el caos.
Demasiada energía acumulada en un solo cuerpo.
Demasiada magia para controlarla.
Aun así, me acerco y me acuclillo frente a ella, protegiéndola de la impetuosa brisa. Carraspeo e inspiro hondo. Las pocas veces que he usado magia los resultados han sido catastróficos. Abro los ojos lentamente, concentrado. El viento se intensifica y el entrechocar de las olas contra la orilla estalla en mis oídos. En mi piel rezuma el poder. Rozo el tallo de la flor con un dedo. No sucede nada. No desespero. Pensando que la vida necesita más intensidad para proyectarla, concentro la energía en las yemas de mis dedos. Soy capaz. Esta vez acaricio los pétalos, que antes fueron blancos, y sucede. El fulgor dorado tiñe mis yemas y, como una nube ligera y dispersa, envuelve la flor entera.
Sonrío.
Dejo de sonreír.
Un segundo tarda un vendaval causado por la intensidad de mi magia en arrancar ese ser marchito de la tierra para llevárselo lejos. Mi energía se esconde y la ventisca cesa de golpe.
—Y por esto nos persiguen. Por la que llamaban Diosa a la Magia.
Me incorporo, sin dejar de mirar lo que he provocado. Me limpio algunos rastros de arena de las manos en el pantalón. Eso es todo. No puedo hacer más. Doy media vuelta y me dirijo de nuevo al interior. No hay tiempo que perder.
Una vez dentro, entro en la única habitación separada del resto. Hay una cama, un escritorio y un armario repleto de ropa. Nunca he usado el colchón. No me pertenece y no me transmite buenas vibraciones utilizarlo; siempre con la sensación de que he invadido un espacio al que nunca he sido invitado. El escritorio está totalmente despejado, muy diferente al caos que domina la mesa, las estanterías y el piso del salón. Abro el armario, repleto de ropa vieja.
Cojo un conjunto al azar. Mientras me quito los pantalones, me fijo por enésima vez en las prendas más pequeñas que cuelgan en las perchas de madera. Antes que yo, aquí vivieron dos seres. Uno adulto y otro más pequeño. Se marcharon antes de mi nacimiento y entonces yo ocupé el espacio que les pertenecía.
Que pertenecía al Caimán.
Vistiendo la ropa del Caimán.
Leyendo los libros del Caimán.
Aprendiendo y viviendo gracias al Caimán.
A su legado.
Un hormigueo me recorre la nuca. Reconocimiento.
Salgo al salón, arreglándome la manga de la chaqueta. Me calzo las viejas botas sin deshacer los cordones. Últimamente apenas me he asomado al espejo, pero puede que sea la última vez que me vea en mucho tiempo, así que echo un vistazo para recordar cómo soy.
Los iris de un verde intenso destacan a causa de las profundas ojeras que nunca me abandonan. El pelo rubio, de un pálido enfermizo, me roza los hombros. Me lo corté cuando llegó a la parte baja de mi espalda y se convirtió en una molestia para muchas de mis actividades cotidianas. Ato un puñado de mechones con una cuerda fina en la parte alta de mi cabeza. Me rasco la barbilla. No me gusta afeitarme, porque luego la piel me pica demasiado, pese a que termino haciéndolo.
—Estoy perdido. No recuerdo nada. ¿Y si esto es lo que soy? ¿Y si solo me estoy convenciendo de que antes tenía algo para no sentirme solo? —La sugestión me vence y la opresión se instala en mi pecho, alimentando los peores pensamientos—. Estoy solo...
¡Estoy solo!
» No lo estás.
—¡Cállate!
Enmudezco por mi propio grito. Intento acompasar mi respiración. Me ahogo, y pocas veces soy capaz de evitar perderme en esta oscuridad. Me apoyo en la mesa y empujo unos folios, que caen en estampida contra el suelo. Las lágrimas se agolpan en mis ojos. Oscuridad. Es lo único que me invade por dentro.
» La bellota…
La bellota. Palpo la superficie de la mesa intentando hallar el objeto. Los sudores fríos y los mareos comienzan a dominar todo mi cuerpo. Sin embargo, cuando doy con esa pieza única, una ola de alivio apacigua la inquietud. Siento el clavo que atraviesa el fruto contra la palma de mi mano. El corazón empieza a recuperar su ritmo habitual. Respiro hondo.
Enfoco la vista en el suelo agrietado de madera. Me concentro en una hendidura, intentando enumerar todos sus detalles. Luego deslizo la mirada hasta mi mano. La abro. La bellota reluce por el sudor de mi piel. El clavo ha dejado marcas anaranjadas en mi palma a causa del óxido que lo está carcomiendo. El cordel negro sujeto al extraño objeto raspa por el desgaste.
Me coloco el collar alrededor del cuello. Una sensación de nostalgia me inunda el pecho. Nostalgia por algo que no recuerdo. Sin embargo, es el tipo de sentimiento que reafirma mi teoría sobre que he perdido la memoria: para sentirla necesito un pasado. Y esta bellota atravesada por un clavo que encontré en la mesa del salón el día en que desperté ha sido, hasta el momento presente, el objeto con más carga emocional pese a no recordar su origen.
—Vale… Con cuidado.
Consigo sostenerme sobre las piernas, aunque las rodillas aún me tiemblan. ¿Seré capaz de vivir en un mundo que conozco por la teoría y no por la práctica? Observo todo el trabajo que he estado estudiando durante dos años enteros y que reposa sobre la mesa en forma de folios, libros y mapas.
Acaricio los volúmenes en los que he resumido todos los conocimientos recopilados por el Caimán y en los que se encuentra todo lo necesario para salir de aquí y defenderme en un país inhóspito: Nueva Erain. Una tierra en la que conviven dos especies totalmente diferentes. Una tierra que fue destruida y reconstruida por…