El don de la diosa. Arantxa Comes
vuelvo sobre mis talones y contemplo el enorme mapa que se muestra como un nuevo misterio ante mí. Nueva Erain, bastante despoblada. Si los estudios del Caimán son correctos, yo debo vivir en el sur, en esa marca de color rojo que señala un pequeño punto en la frontera con el mar. Sin nombre, casi como yo. Sin habitantes, solo yo. Muchos de los caminos están marcados por líneas de diferentes colores, pero la roja, más gruesa que ninguna, se dirige por el centro del país hasta la capital, dividida en dos territorios enfrentados: Núcleo y Mudna. Ahí la tinta se pierde en un borrón. Sin embargo, es una buena zona para empezar a buscar al Caimán, además de propagar la verdad que el país parece desconocer. O esconder.
No sé cuánto tiempo habrá pasado desde que el Caimán y ese ser más pequeño abandonasen esta cabaña, pero si la situación del país continúa igual a como él explica en sus archivos, entonces me será fácil integrarme y guiarme por Nueva Erain.
Dos años de puro esfuerzo estudiando, entrenando y meditando deben ser suficientes para lograr mis objetivos.
—¿Pero lo vas a cambiar tú, una persona que ni siquiera se ha cruzado con alguien de su especie? Sí, yo. Yo solo. Como siempre ha sido. Estoy preparado. He estudiado todos los documentos que he entendido. Conozco la sociedad de este país mejor que sus propios ciudadanos.
» ¿Seguro?
Termino de convencerme en silencio.
Me dirijo a la mochila que descansa en una de las esquinas de la habitación y compruebo que todo lo necesario para sobrevivir está dentro. Solo falta empaquetar un poco más de comida y meter los archivos que he recopilado, y estaré preparado para dejar esta vida atrás.
Salgo al exterior, recordando que he dejado la camiseta y los calzoncillos en la orilla del mar. No puedo olvidarme de nada; no puedo dejar a la vista ninguna pista sobre mí. Me meto las manos en los bolsillos de la chaqueta y me dirijo colina abajo acompañado por la brisa. Voy a echar de menos el mar. Su sonido, su movimiento, todo él. Me agacho y entierro los dedos en la tibia y suave arena.
Sobreviviré sin todo esto. Debo hacerlo.
Me acerco a la orilla con pasos lentos para retardar el regreso. Me acuclillo y recojo las piezas de ropa. Están empapadas y sucias por la arena mojada. Es cuando alzo los ojos que algo capta mi atención. En medio de la extensión azul hay un punto negro que se acerca. Me froto los ojos con el antebrazo y observo de nuevo. El punto negro permanece, un poco más grande que antes.
—No puede ser.
Atraso un paso, dispuesto a echar a correr para esconderme, pero sé que no me dará tiempo a escapar. Tengo que hacer tantas cosas antes de partir. Respiro hondo. Valentía, digna de los personajes de las pocas historias de ficción existentes en la biblioteca del Caimán. Nunca me he enfrentado a una situación que requiera de un valor similar, pero he combatido al hambre y alguna que otra catástrofe atmosférica.
Dejo caer la ropa en la arena. Corro hasta el pequeño cobertizo que está unido al lateral de la casa, donde guardo las diversas herramientas útiles para arar el campo. De entre todas ellas, escojo un machete que apenas uso. No me detengo a comprobar si está afilado, así que me repito que debo mostrarme suficientemente amenazador como para asustar a ese punto negro, pero no tanto como para enzarzarme en una pelea que ya, desde el comienzo, sé que está perdida.
Regreso a la orilla con la respiración alterada. Ahora logro distinguir sin problemas lo que es la sombra en el horizonte. Una persona. Alguien como yo; o eso parece. El pelo anaranjado le roza el cuello. De momento, no discierno más. Alzo el machete. Las manos me tiemblan y el filo parece poseído por un seísmo. Agarro la empuñadura de diferentes formas, tratando de encontrar la postura que no me haga agitarme así. Pero no hay manera.
Por primera vez en mi vida, estoy sintiendo miedo.
Miedo real.
Es muy distinto a otros sentimientos, porque se esconde en zonas oscuras de mis instintos a los que no me atrevo a entrar. A enfrentar. Es una sensación parecida al vértigo, pero mucho más inestable. Es una visión agónica e indiscutiblemente incierta.
Trago saliva.
—¿Qué quieres? ¡Tú! ¿Qué quieres?
La persona, como respuesta, alza una mano. Viste manga corta, mostrando un brazo totalmente pintado. Es un entramado de colores que ocupa toda su piel. Una segunda manga, tal vez… Me asusta aún más. ¿De dónde viene? ¿Con qué intención? ¿Por qué? Nadie nunca ha llegado a mi zona, ¿por qué ahora? ¿Por qué justo ahora?
—¿Qué quieres? ¡No lo vuelvo a repetir!
Me doy cuenta de que, por mucho que grite, va a resultar un intento vano por detenerla. Voy a pelear contra alguien. Sacudo el machete, haciendo movimientos que más resultan torpes aspavientos. Consigo escuchar cómo se ríe. Eso me paraliza del todo. La risa de otro ser. Ha acariciado mis oídos e inundando mi pecho de una sensación cálida. Y, de pronto, me doy cuenta de un detalle que me aterra mucho más que una futura pelea: voy a interactuar con un ser racional por primera vez. Voy a escuchar su voz, a descubrir su expresión corporal, a mirar a los ojos de alguien como yo. La impresión me ataca y noto que el aliento se escapa con toda la valentía que había reunido.
La persona de cabello naranja está tan cerca que ya es irremediable. Ha viajado en un bote de madera de un aspecto bastante inseguro. Una mochila cuelga de su hombro y desciende hasta entrar en el mar. El agua le roza las rodillas y me percato de que ha dado con un banco de arena.
Se aproxima hacia mí con el ceño fruncido. Su rostro comienza a mudar hasta quedarse mucho más pálido que el mío. Y entonces, alza ambas manos. Inclino la cabeza hacia un lado, intentando analizar su gesto y lo que significa. Asustado, levanto más el filo. La persona extiende totalmente los brazos, confundida, pero sin dejar de avanzar.
—¿Qué quieres?
Última oportunidad.
—¡Baja el arma, no voy a hacerte daño!
Su voz me desestabiliza durante unos segundos. Más porque proviene de otra persona que por su peculiar acento, muy distinto al mío, aunque se haya expresado en un perfecto eraino —el idioma de los seres humanos del país—. Es increíble. Estoy escuchando a otro ser, no a mí mismo delante de un espejo, imaginando que mi reflejo no soy yo.
Sin embargo, mi instinto me pellizca para advertirme que la curiosidad no se puede convertir en confianza. ¿Debo creerla? Puede estar mintiendo, y de la mentira conozco muchas cosas. No solo por lo que sé del país en el que me encuentro, construido a base de ellas, sino porque, día a día, yo me miento a mí mismo. Me hago creer que todo va a ir perfectamente, que todo se solucionará solo por esperar que es posible. Que recuperaré mi pasado y, por fin, seré feliz.
» La voluntad no lo es todo.
—Silencio…
—¿Perdona?
Me concentro de nuevo en la persona desconocida, intentando hallar un punto equilibrado entre mis reacciones contradictorias. Ahora está frente a mí. Bueno, más bien frente al filo del machete. Rememoro el tono de su voz, tratando de encontrar matices que me revelen sus intenciones. Profundizo en sus pupilas dilatadas, rodeadas por un anillo de un intenso azul, muy parecido al del mar.
—¿Eres un pervertido?
—¿Pervertido? —reproduzco. No sé a qué se está refiriendo—. ¿Qué me has llamado?
—Pervertido.
Le ha molestado que la observe tan detenidamente. El Caimán habla de eso en sus libros sobre la sociedad: a los seres vivos, sobre todo con raciocinio, no les gusta que se los estudie con atención. Indiscretamente. Sin embargo, yo nunca he puesto en práctica mi sutilidad. Las rocas, las plantas, el agua o la arena no reaccionan a mi curiosidad. Solo una ardilla me enseñó sus paletas cuando se sintió amenazada por mi atenta mirada.
Y aunque me doy cuenta de mi error, de pronto, el calor me sube hasta las mejillas. La persona sigue observándome. Quiero ocultarme de su dura mirada azul. Y, cuando comprendo mi reacción,