El don de la diosa. Arantxa Comes
de alguien. No necesito que me observe como si estuviese desperdiciando mi vida a raudales. Él sabe que lo odio, y que lo haga en este preciso momento hiere muchísimo más mi orgullo.
—Estaré bien —le espeto—. Las manos, digo…, estarán bien.
Me sacudo su agarre de encima y me dirijo hacia la puerta de entrada a la sala. Lo último que oigo es a Noah musitar:
—Mentira.
Y es verdad que es mentira. Pero yo nunca estoy bien. Y cuando algo me hace sentir medianamente satisfecha, se derrumba.
Ando con decisión, como si nada ni nadie pudiera derribarme. Esta debe ser la actitud a demostrar delante de mi pueblo y, sobre todo, de mi ejército. Desde mi posición logro escuchar los gruñidos de esfuerzo, el acero entrechocar, las caídas y algunas risas. Los soldados están bien entrenados y su predisposición a la victoria es incomparable. Los draizs no eran una especie violenta, sino protectora. Sin embargo, los humanos los obligaron a evolucionar en sus artes de guerra para poder sobrevivir.
Los pocos humanos con los que cuenta el ejército también están en forma, pero su naturaleza no es como la de los draizs. No son tan ágiles, tan fuertes y tan resistentes de base. Aun así, ambas especies se esfuerzan de igual manera para alcanzar su mejor estado para proteger Núcleo de cualquier tipo de ofensiva.
Pantea y Copelia gritan instrucciones al grupo de humanos que, en este momento, están practicando diversas técnicas cuerpo a cuerpo para inmovilizar al enemigo.
Las normas de estas batallas me las tuve que aprender en su día a la perfección para no equivocarme en mi estrategia y, por ello, llevar a Núcleo a la perdición. Cada ejército debe estar compuesto por cincuenta soldados, con la particularidad de que el de Núcleo incorpore diez humanos entre sus filas.
Sé por qué quieren la presencia de los humanos nuclenses. Gracias al grupo de espías descubrimos la estúpida cruzada contra las anomalías. Humanos con supuestos poderes mágicos que el Código busca en secreto para controlarlos. Es tan contradictorio. Prohíben que se hable de la supuesta Magia, pero la desean entre sus filas. Ojalá tuviese más tiempo para indagar sobre esto.
Debo estar atenta a cada batalla, preocupada por que capturen a alguna de ambas especies. Ya que en eso consisten los combates entre ambos ejércitos: en darse caza. Cada parte va vestida de un color identificativo y deben enfrentarse hasta encontrar, de forma individual, un contrincante al que piense que puede vencer. En cuanto escoges a uno, se detiene la batalla. A partir de ese momento, todo depende de un sencillo y peligroso duelo, mientras el resto forman un círculo alrededor de la pelea principal, sin derecho a mediar.
Las peleas no son a muerte; ni siquiera está permitido causar heridas graves. Se puede usar todo el cuerpo y todo tipo de instrumentos posibles para enfrentarte al enemigo, pero si la herida alcanza un punto peligroso, la contienda se termina y gana el ejército cuyo soldado ha sido dañado de gravedad.
El campo de batalla se encuentra hacia el noreste, a medio camino entre Mudna y Núcleo, donde las llanuras son más amplias y hay menos zonas verdes. Unas rocas enormes delimitan el terreno formando un rectángulo gigantesco. Nuestro instinto se ha acostumbrado a los límites, pero en un principio los sobrepasábamos muchas veces y perdíamos; un símbolo de rendición, sea voluntario o no.
Y rendirse no es una opción.
¿Cómo se gana en el enfrentamiento? Cuando en el duelo uno de ambos se rinde o no puede continuar. Nadie puede ayudar al individuo apresado, porque no es su pelea. Así que te detienes y observas cómo pierdes a un compañero mientras el enemigo sonríe ante su victoria.
Eso, precisamente, es lo que quiero hacer con Sid. Lo elegiré como contrincante en la próxima batalla. Seré feroz y lo ganaré. Y luego, con su captura, no solo conseguiré la libertad de Noah y Runa, porque el intercambio de Sid valdrá mucho más que el de cualquier otro mudnano. Y sé que el Código querrá recuperarlo; esta vez no lo abandonarán para quedarse con los nuclenses ya capturados y hacer con ellos a saber qué. Los rumores dicen que los esclavizan, que los tienen encerrados y que incluso a veces los asesinan. La incertidumbre no me deja dormir.
Yo, en cambio, intento reinsertar en la sociedad a los soldados de Mudna que el Código no recupera. Les doy la oportunidad de reconstruir su vida. Muchos nuclenses no apoyan esta medida, pero yo soy partidaria de ofrecer una segunda oportunidad. Normalmente, terminan de nuevo en el ejército, en nuestro ejército, pese a mi negativa. Sin embargo, varios de los kalentes creen que, de esa manera, esos antiguos mudnanos avivarán la llama de los contrincantes y los desconcertarán. Los reinsertados no se quejan nunca. Piensan que es mejor volver a luchar que el destino que les pueda ofrecer el Código tras su derrota.
—¡Pantea! ¡Copelia!
Las dos chicas se giran ante mi llamada. Dan varias indicaciones al grupo de humanos y luego corren hasta mí. Son las dirigentes de mi grupo de espías humanas en Mudna. Alguien tiene que indagar en los asuntos de la otra ciudad sin llamar la atención y, por supuesto, los draizs no tienen opción de pasar desapercibidos. A veces me arrepiento de haber creado este grupo, porque constantemente las estoy exponiendo a un peligro diferente. Si mueren en una misión de espionaje, no seré capaz de perdonármelo. Sobre todo, si son Pantea o Copelia, a las que considero mis amigas.
Copelia se ha cortado mucho el pelo y uno de sus pajaritos mensajeros reposa sobre lo alto de su cabeza. Ha cambiado de lugar y, por tanto, de aspecto. Pantea luce un feo moratón en la mejilla; el maquillaje que se ha aplicado se lo ha llevado el sudor y ahora se advierte perfectamente.
—Pantea, ¿quién te ha hecho eso?
—Sigo infiltrada en ese antro —murmura.
—Te ordené que no volvieras ahí —le espeto con demasiada dureza.
Suspiro para calmarme. Pantea es demasiado exigente. Está tan entregada a la causa como yo o incluso más. Sé que es su forma de agradecerle a Núcleo el darle una segunda oportunidad tras rendirse en el Incidente y pedir asilo entre nuestros muros. No tenía familia, ni amigos ni nadie de confianza en Mudna. No sabía qué aportar a la sociedad y, al final, solo sirvió para engrosar las filas de aquella guerra. Un rostro más entre los miles que cada día vivían por defender la ciudad. Y aquí trabajó duro, se ganó la confianza de todos y escaló hasta dirigir a las espías. Insistí en que escogiese otro tipo de trabajo, en que era muy peligroso, porque cabía la pequeña posibilidad de que alguien la reconociese, pero ella cambió su aspecto hasta que no quedó nada de la antigua Pantea. Ni física ni psicológicamente. Aun así, siempre que emprende una nueva misión, sufro por ella.
Pantea es el ejemplo claro de que debemos esforzarnos para dejar de juzgarnos. Confío en ella casi tanto como en Ézer. Mudnana, nuclense o de la otra punta del planeta, da igual.
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