El don de la diosa. Arantxa Comes
muchos progresos respecto al uso que se le da al Liman, sin embargo, convencer a todos los kalentes y nuclenses es complicado. Sus reglas son férreas y están asentadas en la sociedad.
—¿Cuál es vuestro objetivo final, entonces?
—Kira quiere que el Liman sea un edificio de uso público, en el que no viva nadie. Pretende que todas sus estancias sean útiles para los ciudadanos, sin distinción. Más de una biblioteca, espacios de entretenimiento, que las diferentes escuelas tengan un entorno adecuado… Por supuesto, la sala de reuniones, donde se congregan los líderes para debatir los problemas de Núcleo, se mantendría. En definitiva, no habría habitaciones privadas.
—Entiendo. Conozco la política de este país, pero en mis documentos falta la historia de los últimos cinco años. Desde esa fecha hasta el presente, no sé nada. ¿Han cambiado mucho las formas de proceder?
Ézer aminora el paso, frunciendo el ceño. Kira me observa por encima del hombro. Runa, sencillamente, me mira como si hubiese sentenciado nuestra muerte. Tardo en comprender por qué me contempla con tanta gravedad: queremos demostrar que somos inocentes, pero hablando sobre cosas que no conozco del país parezco todo lo contrario.
Sin embargo, Ézer me transmite demasiada confianza. Runa me había aconsejado mentir antes que ser sincero para poder sobrevivir, pero a mí me cuesta un esfuerzo enorme ocultar que he perdido mis recuerdos. Aparentar que lo conozco todo.
—Bueno, a ver… —Intento corregirme al notar que se me acelera el pulso y un sudor frío empieza a recorrerme la espalda.
—Ézer, ven un momento.
Kira llama a su hermano sin dejar de mirarme. Intimidar es una acción cuya sensación he conocido gracias a la dirigente de Núcleo. Sus gestos me hacen sentir como si fuese una hormiga que ignora su destino en un mundo de gigantes. En la fuente, en los calabozos, en su habitación… En este mismo instante. Es su ojo marrón claro, pero tan impenetrable como la noche, lo que me hace desviar la mirada al suelo.
—Te has lucido, Noah —me susurra Runa. Un reproche—. Te dije que mintieses. Lo más seguro es que ellos mismos lo estén haciendo. Querrán granjearse tu confianza, desplumar todos tus secretos y luego condenarte. Nunca te fíes de aquellos que ostentan demasiado poder.
» Tampoco de los que quieren alejarte de todo.
Son las palabras de la Voz las que me tranquilizan. Intuyo que Runa quiere ayudarme con sus conocimientos sobre el comportamiento humano, pero la Voz siempre acierta en sus mensajes. Al fin y al cabo, ella quiere alejarse de mí por ser una anomalía, y no tiene por qué darme más muestras de cordialidad. La entiendo, aunque yo sí necesito franqueza en mi vida si quiero reconstruirme del todo y cumplir mi misión. Tampoco soy tonto, sé que los demás me mentirán. El Caimán así lo advertía en sus textos: una de las mayores lacras de la humanidad. No obstante, la confianza también es fundamental y, al menos, en Ézer la estoy encontrando de una forma u otra.
Mi intuición, mi instinto de supervivencia y la Voz son mi mejor protección.
—Si nos quisiesen encerrados para siempre o algo peor ya lo estaríamos. Podríamos haber muerto esta mañana en la plaza.
—Primero nos quieren destrozar para luego matarnos. A no ser que averigüen antes lo que somos. —Runa se acerca un poco más a mí y descubro que el paisaje tatuado en su brazo comienza a cambiar y a transformarse en esos cuervos oscuros de ojos rojos.
—Si quieren mi historia, se la daré. Al contrario que tú, no tengo nada que esconder.
—¿Estás loco? Además, ¿tú por qué crees que yo oculto algo?
—Esquivas mis preguntas. No hablas sobre ti. Tu silencio habla por sí solo.
Runa enmudece y se separa de mí. Tal vez me equivoco al pensar que con honradez voy a alcanzar mi objetivo sin altercados, pero conozco demasiado bien el dolor que provoca la mentira. Me he engañado a mí mismo demasiadas veces como para querer causar lo mismo en los demás. Si mi sinceridad me condena, me condenaré siendo yo.
Jugueteo con la bellota pendida de mi muñeca, enganchando el clavo entre los dedos y haciéndola girar. Kira y Ézer han aminorado tanto la marcha que Runa y yo tenemos que detenernos para dejarles espacio. Están discutiendo y me descubro tratando de hacer el mínimo ruido para poder escucharlos.
Sé lo que es cotillear. Cotillear quiebra la intimidad de quien la guarda; muy parecido a observar a alguien indiscretamente siendo el otro consciente.
—No puedes irte de viaje… —susurra Kira.
—Una expedición va a partir hacia la costa oeste. No puedo desperdiciar esta oportunidad.
Noto una sensación molesta en el estómago al oír decir que Ézer se marcha. Es el único ser que hasta el momento no me ha causado temor, que incluso casi me provoca la risa. Kira puede ser su hermana y él puede confiar en ella por razones obvias, pero para mí la danían de Núcleo es como una sombra: esquiva y desconfiada. Oscura. Quedarme solo con ella me pone más que nervioso.
—No te necesitan para comprobar si la costa es adecuada para construir un puerto, Ézer. Puedes vivir unas semanas más con la duda, pero yo no sé si pasaré de la próxima batalla. Te necesito. Necesito a alguien de confianza con un ojo puesto en ellos dos.
Me gustaría confiar en Kira, y no me he parado a pensar que tal vez ella también esté haciendo un esfuerzo por fiarse de nosotros sin trabas. Que le pida a Ézer ser nuestro protector hasta que se decida nuestra liberación me dice dos cosas: Runa y yo no podríamos haber aparecido en un momento peor, y Kira quiere defendernos de lo que nosotros mismos hemos provocado.
O a lo mejor estoy confiriéndole a Ézer una esperanza falsa. A lo mejor no es cuestión de ser demasiado sincero, sino de ser demasiado crédulo.
—Hemos llegado.
Levanto la vista al frente, y los dos hermanos abren las puertas de madera pesada para dejarnos paso a Runa y a mí. Mis pensamientos me han alejado de su conversación y he terminado por seguirlos sin atender al recorrido. Por ello, no soy capaz de contener mi asombro ante el inesperado interior de la habitación a la que los nuclenses me están dejando acceder.
La biblioteca es inmensa, más a lo largo que a lo ancho. Un pasillo sirve de frontera entre dos interminables filas de gruesas y oscuras estanterías de madera labradas con entramados geométricos, rosas y animales. En sus baldas resguardan y acumulan, algunos sin orden, montones de libros, folios y pergaminos. Esta habitación supera con creces la biblioteca de la casa del Caimán.
Avanzo sin permiso. Mis ojos continúan recorriendo los estantes repletos de documentos de todos los tamaños y colores. Los muebles no son muy altos, pero el techo decorado de azul y blanco, imitando el cielo, y los amplios ventanales que dejan pasar la luz al fondo de la estancia, convierten lo demás en una gigantesca criatura de papel y madera.
A lo largo del pasillo hay varias mesas ovaladas rodeadas por sillas. Varios libros descansan sobre ellas y me acerco para ojear sus portadas. Algunos títulos están en draiziano, otros en eraino y unos pocos no los entiendo, pese a que usan el alfabeto de nuestro idioma. Reconozco sus formas inmediatamente: hay libros del Caimán escritos con el mismo lenguaje, que no supe descifrar. Frunzo el ceño y repaso con los dedos las letras doradas y en relieve que decoran el volumen.
—¿Te gusta? —La voz de Ézer me acaricia la oreja.
Me giro, un poco encogido por el sobresalto, y me encuentro al chico a pocos centímetros de mi rostro. Su hombro contra mi hombro. Noto la calidez de su cuerpo en mi piel, y la sensación que me recorre el estómago es muy distinta a la de mi primer contacto con Runa.
Compongo una sonrisa patética, porque Ézer espera mi respuesta, expectante, y porque, durante unos segundos, soy incapaz de articular palabra.
—Yo creía que en mi casa tenía libros, pero esto… Esto es increíble.
—Que tampoco te engañen las apariencias. Muchos no tienen páginas, es decir, solo conservamos las cubiertas.