El don de la diosa. Arantxa Comes
único ojo descubierto puesto en mí.
La multitud nuclense que he congregado sin pretenderlo saluda a los recién llegados cerrando un puño sobre su vientre. Oh, no. El saludo de respeto draiziano. Continúo petrificado, con las manos en alto, incluso cuando la chica del parche se sube de un bote ágil al bordillo de la fuente. De reojo advierto a su compañero alternar su mirada entre ella y yo. No sé interpretar su gesto.
—Corre, Noah. Es La Mano Ejecutora —me advierte Runa.
—¡Almog! —grita la del parche—. ¡Detén a estos dos humanos por escándalo público!
—¡No! —chilla Runa, pero antes de que pueda huir, una musculosa draiz de piel rojiza ya está sujetándola por la espalda y amenazándola con un cuchillo.
La chica del parche se gira hacia mí. A corta distancia puedo apreciar a la perfección las pecas que salpican su nariz. La humana parece percatarse de mi escrutinio y me da un toque de atención con un ligero golpe de su espada envainada en la pierna. Alzo de nuevo la mirada y me encuentro con ese ojo de un castaño claro, pero tan profundo como un pozo. Parece vacía por dentro.
—Mi nombre es Kira, y soy la danían de Núcleo. Bienvenido, alborotador. —Sonríe. Retintín—. Tú y yo tenemos que hablar.
El fin de la humanidad. La historia alternativa y no demostrada —prohibida por el Código— sobre la llegada de los seres humanos a Nueva Erain. La versión que cuenta que algunos recibieron una segunda oportunidad para vivir y que la Magia los eligió de lo que llaman el antiguo mundo para salvarlos de su propia destrucción. Sin embargo, no hay pruebas que verifiquen esta versión. Los mudnanos niegan esta historia. Los nuclenses también. Solo los indómitos, humanos y draizs que decidieron marcharse de las capitales del país y vivir en pequeñas zonas de la isla, desvinculados y apartados de las leyes impuestas por el Código, apoyan esta historia abiertamente. Sé que el hecho de que el Código sepulte esta versión es motivo suficiente para sospechar y pensar que puede haber algo de verdad en ella. Pero si mis propios padres, los seres en los que más confío, la niegan. Y como no hay pruebas reales de que existe esa Magia, entonces no puedo creer en ella. Y, por tanto, en tal leyenda.
¿Soy culpable por centrar mis esfuerzos en la protección de los nuclenses y no en una historia que, venga de la mano de un poder superior o no, no está marcando ahora mismo una diferencia real?
Porque hace veintidós años que los humanos llegaron a Nueva Erain y conquistaron a los draizs. Hace veintidós años que el centro del país se dividió en dos para separar ambas especies. Años después, los indómitos decidirían no participar en esta guerra, pese a que fueron perseguidos, obligados a volver o a morir en su intento de huida. Hasta el Incidente, transcurrieron dieciocho años de puro horror en los que salir a la calle era un futuro incierto, porque el Código se enfrentaba a todo y a todos: a los que se exiliaron a voluntad, a los draizs que no bajaban la guardia y a los humanos que decidieron no apoyar su conquista y fueron recibidos en Núcleo.
Por suerte, mis padres eran los danían en aquellos tiempos. Comprensivos, tolerantes y justos, que aceptaron a los humanos que huían de su propia especie en la tierra que les había correspondido. Ellos mismos nos encontraron a Ézer y a mí llorando en medio de un bosque, cerca de un prado muy próximo a Núcleo. Nos acogieron y nos cuidaron. Nos criaron junto a Kalestra y Dido, sus hijos biológicos, como si también lo fuésemos.
Me llevo una mano al parche. Echo demasiado de menos a Kalestra y Dido. Mi hermana habría guiado Núcleo mejor que yo. Ambos habrían sabido qué hacer con estos dos humanos que han irrumpido en la ciudad avivando la llama de una historia que debería estar bien apagada por el bien de todos. No es el momento de tentar la ira del Código. Y lo que más me extraña es que ambos intrusos no conozcan las consecuencias hacerlo.
Observo al chico desde mi montura. La herida que le ha causado la flecha de Almog ha parado de sangrar, aunque ha dejado un rastro rojizo en su pálida piel. Parece enfermo, y las ojeras que enmarcan sus enormes ojos verdes no mejoran su aspecto. Pero es en su mirada donde descubro lo raro que es. A veces el pánico titila en sus pupilas, sobre todo cuando Almog lo intimida y él se percata. Sin embargo, durante gran parte del camino, lo que más reluce es su curiosidad y sorpresa.
Todo lo contrario que su compañera, que no enmascara su desasosiego ni un solo segundo. Se mira las muñecas encadenadas e intenta mantenerse firme en la grupa del caballo de Ehun. Parece al borde de la histeria. Ni siquiera cuando el chico la observa y trata de decirle algo ella se esfuerza por atenderlo.
Algo en esa actitud me dice que no son tan íntimos como he imaginado en un comienzo.
—¿Qué vas a hacer con ellos?
Ézer se coloca a mi lado y me susurra la pregunta sin desviar la mirada de los recién llegados. Su voz destila tensión y, por un momento, me duele que mi propio hermano piense que esta situación me va a sacar de quicio. Sabe con todo lo que he tenido que lidiar de primera mano durante cinco largos años; esto no va a superarme. Me observo las manos y puedo ver en ellas toda la sangre que he derramado por la causa. Sacudo la cabeza, sintiendo el corazón golpearme el pecho. La sangre desparece. Me fijo en el desconocido que ahora me mira con el ceño fruncido. El estómago baila en mi interior y me encorvo hacia delante, mareada.
—¿Kira?
Me aferro a la realidad de la voz de mi hermano, aunque queme como el fuego. Quiero que ese chico deje de estudiarme como si fuera una pieza de exhibición. Aprieto las riendas y alzo el rostro. El sudor me resbala por la nuca hasta perderse por la espalda. El desconocido ladea la cabeza, desconcertado, y vuelve la vista al frente.
—No voy a castigarlos, si es lo que te preocupa.
—Kira, eso no…
—Déjalo, Ézer.
He golpeado fuerte y bajo. Sin embargo, sé que él aguantará mi arremetida. A veces es el pozo en el que descargo toda mi frustración. Lo recompensaré por ser tan paciente, por quererme tanto. Le daré la libertad que tanto anhela, porque cada vez es más evidente; el hecho de que quiere marcharse de Núcleo.
—¿De dónde han salido? ¿Por qué han decidido venir a Núcleo a hablar sobre algo que lleva muerto desde hace años? ¿Sobre algo que causó tanto dolor? ¿Se sabe si en Mudna ha sucedido algo parecido?
—No que sepamos. Le preguntaremos a Haneul por si acaso, pero… —Baja la voz—. En cuanto llegue cualquiera de las espías les preguntaré también.
Está claro que el kalente de los mensajeros no va a saber nada, a no ser que el Código quiera que lo sepamos mandándonos una de sus preciadas cartas de letra roja. Así que nos tocará averiguarlo por la otra vía. De cara a Mudna cumplimos los Pactos de la Armonía a raja tabla, porque mantienen esta guerra fría en suspense. Sin embargo, si actuásemos sin artimañas, no sobreviviríamos, y por eso existe la parte oculta del ejército nuclense: las espías. Infiltradas en territorio enemigo para extraer la mejor y más fresca información.
El espionaje está prohibido en los Pactos, pero sé que el Código tiene sus formas, y yo me niego a ceder.
—Cuando Pantea y las demás regresen, comunícamelo. Esta irregularidad no nos conviene. Esto… necesito hablarlo con los papás y el resto de kalentes.
—Los ciudadanos están descontentos.
—Lo sé. He visto el terror, el desconcierto y la rabia en sus rostros. Así que, de momento, vamos a encerrar a esos dos en los calabozos.
—Pero, Kira…
—Yo tampoco quiero y, sin embargo, es lo que único que se me ocurre de momento para mantener la situación bajo control.
Espoleo al caballo. El animal aprieta el paso y, poco a poco, me alejo de mi hermano. Necesito espacio. Necesito meditar. No quiero tenerlos encerrados para siempre, solo lo suficiente para comprobar que Mudna no se ha enterado de esto y para que Núcleo vea que este pequeño altercado no va a afectarnos negativamente.