El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


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que terminan con toda mi fortaleza:

      —¡Kira provocó la muerte de Kalestra y Dido!

      Mi cuerpo reacciona solo. Apoyándome en la mesa con una mano, me subo a ella. La cruzo sin que nadie logre detenerme y cojo a Almog del cuello de su peto de cuero. La aproximo hasta situarla a pocos centímetros de mi cara. Nuestros alientos chocan. El suyo movido por la estupefacción, el mío por la ira.

      —¡No os mováis! —advierto al ver que los demás están dispuestos a separarnos—. Yo no maté a Kalestra y Dido. Hice lo que pude. ¡Lo hice! —Siento que el ojo se me anega de lágrimas—. No estabas allí. Si yo no pude defenderlos y cargo con su muerte, ¿dónde estabas tú para no evitar el ataque? ¿Quieres torturarme por ello? ¡Dime, Almog! —La sacudo y ella no se resiste. Está paralizada—. Puedo soportar tus embistes. Pero soy yo la danían de Núcleo, no tú, y vas a acatar mis órdenes lo quieras o no.

      —¿Eso es lo que quieres ser, Kira? ¿Una dictadora? —Y se atreve a sonreír con suficiencia.

      Aflojo el agarre y el peto de Almog se escurre entre mis dedos. Ella ha calado mi culpa. Ella ha calado mi temor. Soy transparente, al parecer. Pero ella siempre hace una cosa de la que normalmente se arrepiente, y es subestimarme.

      Aquí de pie, mirándola desde arriba y con el resto de kalentes demasiado tensos, mi boca se mueve sola:

      —Hagamos un trato.

      —No, Kira —me alerta Ézer.

      —¿Un trato? Interesante.

      —No seáis crías. Esto no es un juego —nos reprende Ehun.

      —La danían de Núcleo está hablando, ¿no? —Almog se pasa un dedo por sus inexistentes labios, desafiante—. Adelante, Kira.

      Sé que voy a enfardarlos a todos con mi comportamiento. Yo misma no me siento cómoda destacando que poseo la danorniam, pero tengo que hacer algo con Almog. Tengo que lograr que lo justo gane terreno.

      —Si atrapo a Sid en la próxima batalla, los humanos son libres. Si no lo consigo…

      —Si no lo consigues me dejas a mí tomar la decisión sobre ellos —propone Almog—. ¿Hay trato? —Extiende su mano de seis dedos.

      De reojo, reparo en la negación de Ézer. Mi madre se ha llevado una mano a la cara y mi padre no parece contento. Pero no es nada extraño, él apenas se siente orgulloso de mí. No le gusta cómo tomo la mayoría de las decisiones. No desisto. Me haré respetar.

      Miro la mano de Almog.

      Avanzo hasta llegar al calabozo. Los dos intrusos se incorporan, mirándome como animales apaleados. Ézer me persigue, alarmado. En todo el trayecto no ha parado de gritarme que me equivoco, que lo mío es un suicidio y que he condenado a los dos humanos. Su falta de confianza en mis habilidades duele, pero no tanto como mi agotamiento físico.

      —¡Libéranos, por favor! —suplica la chica.

      Del bolsillo trasero saco unas llaves que le tiendo a Ézer. Mi hermano, rechistando, se dirige a la jaula de la chica para abrirla.

      —Os he conseguido una tregua. He conseguido sacaros de aquí, de momento…

      Mis palabras se enredan en mi lengua. Intento enfocar la vista en el desconocido que me observa como si fuese una estatua. Sus ojeras son dos surcos enormes como pozos… Como mi pozo. Me tambaleo.

      Un golpe seco contra el suelo.

      Y la oscuridad.

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      Por primera vez tengo la oportunidad de entablar conversación con más de un ser racional y ni siquiera he sido capaz de emitir una palabra. La garganta se me ha resecado, como si fuese un mueble cubierto de polvo: apenas usado e inservible. Todo lo contrario que Runa, que parece haber agotado todos los insultos y súplicas del planeta.

      Lo peor es que no he escuchado el consejo de Runa: los draizs rechazan realmente a los humanos. Si cierro los ojos puedo recordarlos al detalle manifestando su odio hacia mí. Pero por mucho que busque en mi interior, no puedo sentir el rencor del que el Caimán habla en sus escritos. Lo único que siento es curiosidad y una especie extraña de felicidad. Tal vez… ¿satisfacción?

      Los draizs son especiales, solo me ha hecho falta echar un vistazo para comprobarlo. Al menos he contado diez subespecies, pero el mismo Caimán enumeró al menos unas veinte. Me sé todo lo que mi mentor recolectó sobre ellos. Y, sin embargo, cuando los contemplé desde el bordillo de la fuente, me encontré con que no conozco nada, con que mis datos no bastan.

      Los humanos y los draizs somos muy complejos. El raciocinio es lo que nos diferencia del resto de seres vivos. Y mi pregunta continúa siendo: ¿conseguiré sobrevivir a ellos? ¿Integrarme? ¿Esto me dará la oportunidad de encontrar al Caimán?

      Entro dentro de la bañera y tanteo el grifo del enorme barril colgado de la pared. La palabra bañera es curiosa y sonrío al recordar al chico del pelo blanco… Ézer, pronunciándola. Ni siquiera he sido capaz de manifestar que con un recipiente grande lleno de agua me basta para lavarme. Bueno, o tres, porque en cuanto el agua sale en forma de chorro desde este singular artilugio y comienzo a frotarme la piel, me doy cuenta de que voy a necesitar tanta agua como en el mar cabe para quitarme toda la mugre.

      El agua cae prácticamente negra y mi piel empieza a recuperar su color habitual, pero, aun así, no consigo eliminar la suciedad del todo. Miro a mi alrededor y, cerca de un cubo, hay una especie de piedra de color azul. La cojo, pero enseguida se resbala de mi mano. Me lamo los dedos y su sabor irritante me cierra la garganta. Después de un ataque de arcadas, me agacho a por el objeto. Lo friego entre mis manos, observando absorto cómo se genera una nube de espuma, como la del mar.

      Echo de menos el mar. Su libertad. Ahora entiendo lo que no es la libertad: negar mi voluntad. Si lo pienso bien, mi pérdida de memoria se parece a esa cárcel en la que me han encerrado; todos mis recuerdos están apresados en esas jaulas a las que yo no consigo acceder.

      —Creo que es jabón —me susurro a mí mismo, estudiando el objeto azul a contraluz del sol que entra por la ventana.

      En la lista de tareas del Caimán está escrita la frase «lavarse con jabón», pero nunca he visto nada parecido. Solo puedo suponer. O también puedo preguntarle a Runa, incluso a Ézer, porque no impone tanto como la danían. Lo he escuchado defendernos en los calabozos. Además, su mirada se parece al otoño: marrones con algunas pequeñas zonas que a veces están salpicadas de amarillo y otras de verde; es cálido, no como Kira.

      Me froto el cuerpo con el objeto y la espuma se lleva el resto de suciedad. Ahogo una exclamación, sorprendido por el resultado. Los individuos somos capaces de descubrir o crear cosas asombrosas. A veces me imagino en la sociedad del antiguo mundo de la que habla el Caimán en sus textos. La que añora de alguna manera. Aunque jamás viviría en ella, daría un vistazo por curiosidad, para comprobar cuánto lograron crecer y cómo lo echaron todo a perder.

      Y los antiguos humanos debieron conseguir algo grande, porque la Magia no fue capaz de hacer desaparecer toda su huella en el mundo actual; las ruinas metálicas susurran la verdad.

      Cuando decido que ya me encuentro lo suficientemente limpio y no apesto, busco la toalla para secarme, pero no está. Ni colgada en la puerta ni en el suelo. Me la he olvidado en la habitación contigua. Me sacudo el agua de encima, me escurro el pelo, salgo de la bañera y abro la puerta.

      Su débil exclamación es lo que me alerta. Ézer está sentado en la cama en la que Kira está acostada, dormida. Su rostro y sus orejas se encienden. Alterno la mirada entre mi cuerpo y su expresión.

      Deseo sexual. Incomodidad. Privacidad. Reacciono tan rápido y tan bien como puedo. Trato de taparme entero, encorvándome sobre mí mismo, pero como no sé qué parte de mi desnudez estará molestándolo, termino acurrucado en el suelo, cogiéndome de las rodillas y con la cabeza enterrada entre mis brazos y mis piernas.

      —Lo…


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