El don de la diosa. Arantxa Comes

El don de la diosa - Arantxa Comes


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de ambos desconocidos y los estoy encerrando por ello. Pero como danían debo acatar ciertas normas por el bien de Núcleo, aunque me convierta en un objeto de odio. Aunque me sacrifique a mí misma en el intento.

      La chica grita hasta que se da cuenta que su eco es el único que la va a responder. No me pasa desapercibido su extraño acento. Hay muchos y muy distintos en Nueva Erain, pero el suyo destaca por ciertos siseos. El chico solo se recuesta en el suelo y cierra los ojos. Ézer le dice que puede descansar en el camastro, que para eso hay uno, pero el desconocido simplemente lo mira a los ojos y asiente, sin moverse del sitio.

      A veces me olvido de que el Liman tiene construido en el subsuelo un amplio calabozo. Es el lugar que menos me gusta utilizar de todo el edificio. Pero si algo odio más que esta caverna oscura son las enormes jaulas en las que encerramos a nuestros prisioneros. Sí, jaulas. Todas construidas con barrotes de metal, cuyos huecos privan la intimidad de quienes las ocupan. El interior queda a la vista del ejército que custodia. Entre jaula y jaula apenas hay dos metros de separación; espacio que, en tiempos de guerra, no fue suficiente para contener tanto a draizs como humanos, que encontraban la manera de recortar la distancia para matarse entre ellos.

      Trato de recomponerme y llamo a Ézer, que sigue insistiéndole al chico en que se acueste en el camastro. Mi hermano me mira, enfadado. Es muy cabezota cuando quiere, y si se junta con sus ansias de ayudar, resulta imparable. Pero tal vez es mi mirada de alerta la que debilita sus ganas de que nuestro nuevo inquilino se sienta más cómodo en el calabozo. No hay forma de que se sienta a gusto si de todas formas va a estar encarcelado.

      —Voy a convocar otra reunión con los kalentes —le susurro a Ézer cuando se acerca a mí—. Querrán saber qué quiero hacer con ellos.

      —Sabes que mantenerlos prisioneros por lo que han hecho es absurdo.

      —Son humanos. Los van a querer bien atados. Aparte, quiero comprobar si Mudna se ha enterado de esto. No quiero darles más razones para que rompan los Pactos de la Armonía. —Me cruzo de brazos, observando de reojo a la chica que se agarra a los barrotes y pone la oreja en nuestra conversación con descaro.

      —Pero tú eres la danían de Núcleo, no ellos. Si los convences de que no son una amenaza, no habrá problema.

      —¿Y no son una amenaza? —Escruto el rostro de mi hermano en busca de alguna apreciación que a mí se me haya escapado para confiar con tanta facilidad en los dos aparecidos.

      —No tienen pinta de serlo.

      —Ojalá no tener pinta fuese suficiente. —Le doy la espalda a la caverna.

      —Kira, tú no quieres esto. Lo sé. Tienes que hacer lo posible para dejar claro que cualquier draiz o humano puede manifestar sin problemas su opinión. Que no nos doblegamos ante las crueles imposiciones del Código.

      —¡Eso ya lo sé, Ézer!

      Alzo la voz y el grito se lo lleva el eco. Ambos intrusos alzan el rostro hacia mí. La chica parece sorprendida, pero el otro es, de nuevo, una máscara de curiosidad. Me rasco la frente para intentar aplacar el nerviosismo que me está carcomiendo desde el estómago. Les hago una indicación a los dos soldados que vigilan las celdas para que se mantengan alerta. Ellos se cuadran ante mi gesto y giro sobre mis talones.

      —Tengamos esta conversación en otro sitio.

      Avanzamos escaleras arriba, perseguidos por los gritos de súplica de la chica. Del otro no obtengo nada. Y hasta que no llegamos a la planta baja, no retomo la conversación. Estoy demasiado alterada por los consejos de Ézer. Tiene razón, tanta que abrasa. Pero no puedo hacer lo que me venga en gana por muy buenas que sean mis intenciones. La danían guía, no ejecuta sin escuchar a los demás.

      —Kira, parecen cadáveres en vida.

      —Habrán recorrido un largo viaje.

      —Kira —Ézer me detiene por el brazo y me obliga a mirarlo directamente—, han venido a pie, ellos dos solos, única y exclusivamente para esto. El chico parece que vive dentro de una burbuja y la chica está a punto de mearse encima de miedo. Solo ella llevaba una daga y ni siquiera la ha sacado cuando nos ha visto llegar a la plaza. Te resultan raros y eso, justamente, es lo que los vuelve inocentes.

      —Está claro que o son temerarios y venían a tentar a la muerte, o no conocen la problemática del país. Lo primero me insta a que los mantenga encerrados, y lo segundo me preocupa. Hay pocas posibilidades de que alguien viva solo en Nueva Erain, aislado de todos y todo, sin conocimiento de nada. Lo otro que se me ocurre es que…

      —Es que vengan de fuera. De otros países.

      —Es improbable, pero puede ser, sí. —Me llevo un dedo a los labios, pensativa, rememorando los matices tan peculiares en la voz de la prisionera.

      Ézer tiene razón. Hay demasiadas variantes misteriosas que envuelven a las dos personas. Tanto mi hermano como yo hemos aprendido a analizar bien al resto de seres, a tratar de resolver quiénes son antes de que hablen y les dé tiempo a callar lo que su apariencia sí transmite. Estos dos han aparecido de la nada, hechos polvo, con un mensaje demasiado peligroso.

      —Está bien. Trataré de usar tu baza. —Respiro hondo.

      —Esta es mi hermanita. —Ézer me rodea con sus largos brazos e intenta alzarme, pero no se lo permito.

      —No te emociones tanto. Aún no lo he conseguido.

      —Eso es lo que tú crees. —Y sonríe, confiado.

      Deshacemos nuestros pasos hasta llegar a la puerta principal del Liman. En ella espera agolpada una multitud gigantesca que reclama una respuesta. Una solución. Al verme, la revolución crece en exigencias más feroces y algún que otro insulto. Intento tranquilizarlos, pero, al final, solo los soldados, haciendo barrera con sus cuerpos y armas, consiguen dispersarlos.

      Subimos hasta la sala de reuniones, a sabiendas de que los kalentes y nuestros padres ya se encontrarán dentro. Tengo claro que Almog, Eka y Haneul no van a perder la oportunidad de despellejarme viva. Por suerte, las puertas de la enorme sala están cerradas, lo que me permite tomar una profunda bocanada de aire antes de exponerme a las críticas.

      —Ézer. —Tengo que decírselo o voy a reventar—. Kalestra y Dido lo habrían hecho mejor que yo. Tú lo habrías… —Pero mi hermano me detiene.

      —Kalestra y Dido estaban siendo educados para ello. Y yo… Kira, que sea cuatro años mayor que tú no me faculta para desempeñar mejor esta tarea.

      —Ya, bueno. Tú solo quieres ser libre fuera de aquí.

      —Kira…

      Pero esta vez soy yo la que no le deja concluir. Me pesan los hombros y me duele la cabeza. La herida de la mano comienza a mandarme punzadas de dolor. Arrastro los pies. Intento levantarlos, andar con confianza, pero es como si las suelas de mis botas contuvieran las rocas más pesadas de todo el país. En menos de un día me han intentado asesinar dos veces, me he enfrentado a una conversación con mi peor enemigo y he capturado a dos humanos que han metido el dedo en la llaga. Y solo han dado nueve campanadas matutinas.

      Apenas miro a mis padres y a los kalentes cuando entro en la habitación. De reojo advierto a Korshid, la líder del sector justicia. Me alienta encontrarla por fin entre nosotros. Es la única del lugar, junto a mis padres y Ézer, que me trata como a una igual. La necesito de mi lado en esta discusión, sobre todo cuando parece que también vamos a tratar el tema de mi primer atacante.

      —¿Qué ha sucedido? ¡Esos dos humanos nos han puesto en peligro! —me recrimina Almog nada más llego a la mesa, libre de comida y de sillas.

      —¿A mí me lo preguntas? Que sean humanos no significa que tenga que conocerlos ni mucho menos leerles la mente.

      —Con esa voluntad… Así de despreciable es vuestra especie —me escupe Haneul.

      —¡Silencio! —ordena mi padre.

      Quiero agradecérselo. Quiero insultar a Almog y Haneul por ser tan poco comprensivos. Quiero


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