El don de la diosa. Arantxa Comes
—¿Estás bien?
La chica se agacha junto a mí y me tira del brazo. Sin mirar al mar ni a mi casa, me incorporo intentando ahogar los quejidos que intentan desgarrar mi garganta. Me duele todo. Nunca me ha consumido un sentimiento así, pero está destrozándome por dentro. Las lágrimas no dejan de surcar mis mejillas.
—¡Vámonos!
Y avanzamos hacia delante. Hacia el futuro. O, al menos, yo corro hacia el mío. Corro para entregar la verdad y para enfrentar la mentira. Corro para expandir la palabra del Caimán. Para decirles a todos que nacimos del fin de la humanidad.
En la herida puedo ver perfectamente al draiz que intentó asesinarme ayer al atardecer. Lo lógico habría sido buscarlo, encerrarlo y luego condenarlo a muerte en secreto. Lo lógico según el Código. Pero yo no soy el Código, aunque sea humana. Cuánta etiqueta, cuánto estigma.
Suspiro mientras me levanto de la cama. Hoy va a ser un día demasiado largo como para estar analizando los contratiempos del pasado. Ayer me intentaron asesinar, sí. Pero no es la primera vez, ni será la última. Me acerco a la ventana y la abro, dejando que la brisa cálida de la primavera cruce mi habitación y la llene de olores que nunca me recuerdan nada bueno. Aun así, dejo que el aire viciado del cuarto se esfume, y cierro la ventana de golpe.
Entro en el baño. Me despojo de toda la ropa que, más tarde, cuando tenga un hueco libre, quemaré. Mi madre odia que me deshaga de las prendas solo porque me recuerdan momentos malos de mi vida. Ella no sabe que, si fuese así, entonces iría desnuda por la calle. Quemo la ropa cuando está manchada de sangre. Cuando huele a ella y a humo… y a muerte. Esta, además, resalta por la sangre del draiz del que me tuve que proteger.
Lo había herido en una pierna y ese hecho avivará una llama a la que, al final, no me podré enfrentar. Mi futuro está sentenciado, aunque saberlo no me va a detener.
Peleo con el pequeño grifo hasta que cede y el enorme barril deja correr el agua. Está helada. Tirito, con la piel erizada, alejando la mano herida del chorro. Haber intentado detener una estocada agarrando el filo del arma no ha sido una buena idea, pese a que ha sido la que me ha salvado de que me rebanase el cuerpo por la mitad.
Las campanas resuenan. Una, dos, tres… hasta siete. ¡Siete campanadas! El amanecer me ha engañado. Salgo del baño corriendo, con el pelo mojado haciéndome cosquillas en la parte baja de la espalda. Me seco tan rápido como puedo y luego me visto con lo primero que encuentro en el armario. Decidida a salir, me detengo: olvidaba dos cosas muy importantes. Corro hasta la esquina de mi cama, donde descansa Sustituta, la espada que perteneció a mi padre.
Sonrío cuando la agarro por la empuñadura, verde esmeralda y tallada en cientos de escamas. Nunca olvidaré el día en que le cambié el nombre a la espada. Mi padre se escandalizó, poniendo el grito en el cielo porque quería cambiar el sagrado nombre de su espada, legado de familia, por otro. Sin embargo, fui contundente en mis razones: «Siempre me has contado que la espada no hace a quien la empuña, sino que es quien la empuña quien hace a la espada. Pues muy bien, tú usaste a Sienco —“alianza” en draiziano— como creíste, por eso no puedo permitir que tu forma me domine a mí. No. Hasta el día en que la merezca por fin, Sustituta será su nombre».
Estoy segura de que mi padre nunca se ha vuelto a sentir tan orgulloso de mí como aquel día.
Lo segundo de lo que no puedo olvidarme reposa sobre la cómoda. Lo agarro, lo poso sobre mi ojo derecho y ato el cordón negro por detrás de la cabeza, ocultándolo entre mi enmarañado pelo. Me observo un segundo en el espejo de pared para comprobar que me he colocado bien el parche. Hace años que no necesito guía para ponérmelo, pero desde aquella pesada broma que me gastó…
La puerta suena tres veces.
—Hablando del susodicho —carraspeo—. Adelante, Ézer.
La puerta se entreabre y mi hermano asoma la cabeza. Me vuelvo hacia él con una mueca y Ézer no puede más que echarse a reír. Entra con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y se detiene frente a mí. No suele ser tan silencioso por las mañanas. De hecho, tiene un espíritu demasiado enérgico para mi mal humor matutino. Una de las pequeñas y finas trenzas que siempre recogen parte del lado izquierdo de su pelo está prácticamente deshecha. Él nunca habría dejado un detalle así sin perfeccionar. Es demasiado detallista. No me hace falta indagar más: trae malas noticias.
—¿Qué sucede?
Todavía mudo, saca un sobre manchado de tierra de su amplio bolsillo. Recorro el espacio, siguiendo la carta que, por supuesto, va dirigida a mí. Conozco demasiado bien el papel. Conozco demasiado bien la tinta roja que se transparenta entre las capas a causa de los intensos rayos de sol.
—Quémala —digo mientras me engancho el cinto.
—Kira…
—No, Ézer. No estoy preparada para leer sus tonterías. Tengo muchas cosas que hacer.
—Sabes que es una advertencia de batalla. No la puedes obviar. No eres adivina… De momento.
—Sé cuándo va a suceder. Sé los tiempos que se toman entre batalla y batalla, Ézer. Llevo a la cabeza de esta guerra fría desde hace cinco años. No tienes que enseñarme cómo gestionarla.
Quizá he sido demasiado contundente con mis palabras, pero sirve para que mi hermano guarde la misiva en su bolsillo. Luego entorna sus preciosos ojos marrón claro y estudia mis movimientos. No ha reparado en que me estoy colocando a Sustituta, pero no tarda en demostrar su desacuerdo cuando se percata.
—Zigon y Ehun —le cuesta llamar padres a la pareja draiziana que nos ha cuidado desde que éramos pequeños— no te van a dejar salir. No después de lo de ayer.
—No pienso postergar ni un día más el Intercambio. Y menos por lo de ayer —contesto con retintín.
—Vas a hacer que te maten.
—Lo sé, pero eso no me va a impedir salir de estas cuatro paredes y hacer lo mejor por Núcleo. —Termino de amarrarme bien el cinto, compruebo la sujeción de la vaina y lo miro con determinación—. ¿Te quedas o me acompañas?
Mi hermano se recoge un mechón de pelo blanquecino tras la oreja y me aguanta la mirada, enfurruñado. Nunca suele ganar contra mí en estos juegos. Y, como es de esperar, rompe el contacto apartando la cabeza y cruzándose de brazos. Sonrío, victoriosa.
—Ay, mi pobre Ézer. —Extiendo las manos para arreglarle la trencita, pero un dolor agudo inunda mi palma. Gruño.
—Estás sangrando.
Me coge la mano. Es verdad; el vendaje destaca rojo contra la luz.
—Creo que se te ha saltado algún punto.
—Eso podremos solucionarlo lue…
—Ahora mismo.
Se dirige a un cajón de la cómoda y rebusca hasta encontrar un pequeño maletín médico. No sé hasta qué punto me gusta que Ézer conozca el contenido de todos mis muebles. Se yergue, dejando sobre la cama un rollo de vendas blancas. Maniobra hasta que consigue pasar el hilo por el ojal de la aguja y luego mueve los dedos en mi dirección para que le dé la mano herida. Miro al exterior a la vez que él obra un milagro. Porque no hay otra forma de describir las artes curativas de mi hermano. Es cuidadoso, decidido y eficaz. Nunca me ha dolido una curación por su parte, tal vez, porque es agradable sentir sus suaves manos tratando mi piel.
Las mías son todo lo contrario a las suyas: llenas de cicatrices y durezas. Demasiado ásperas.
Después de vendarme la herida no espera a que diga nada, me coge por la muñeca y estira con fuerza hasta que me saca de mi habitación. Forcejeo un poco, pero Ézer no afloja. Sabe que puedo vencerlo, por lo que ha aprendido a no bajar la guardia. Descendemos las escaleras, cruzándonos con varios draizs alados. Son del sector de los eruditos. Lo sé por