El don de la diosa. Arantxa Comes
tranquilizaron.
—¿Qué haces?
—Voy a por nuestro hijo —le espetó Fiama.
—¡Ese no es nuestro hijo! ¿Cómo te lo digo? Nuestro hijo es dulce y cariñoso, y no ese monstruo que brilla… así. ¿Es que no has notado el peligro rezumando de su cuerpo?
Un relámpago iluminó el cruel rostro de Basil. Fiama no reconoció a su esposo en aquella expresión y se preguntó si haber sobrevivido al pasado lo había cambiado; si la parte más benévola de él había muerto con su anterior vida. Entonces despertó el implacable rayo que atravesó el cielo en dos y descargó su ira contra la tierra. Contra el bebé.
—¡No!
Fiama echó a correr por la pradera. La lluvia se convirtió en un tupido manto de agua. Se resbaló con el mismo barro que al despertar había ensuciado su rostro, pero se recompuso de la posible y estrepitosa caída. No percibía si Basil la seguía; los truenos continuaban rugiendo y la lluvia salpicaba en alto y monocorde, silenciando el resto.
Alcanzó a la criatura entre sollozos. La luz, acariciando su tierna piel, no dejaba de brillar con intensidad. El rayo no había acabado con su vida; o tal vez lo había hecho y aquello que lo hacía refulgir era una energía externa a él. Sin embargo, cuando interpuso su cuerpo entre su hijo y la lluvia, este abrió sus ojos redondos y dejó de llorar.
—¿Pequeño?
El bebé alzó un bracito y Fiama acercó el rostro para que su diminuta mano le rozase la mejilla. Era su hijo. Aquellos iris tan parecidos a los suyos. Aquellos suaves mechones oscuros intentando poblar su cogote. Aquella delicada y pálida piel. Era inconfundible.
Lo abrazó, sintiendo que el agua podía sepultarlos a los dos bajo tierra. Entonces una mano se posó sobre su espalda, cálida y reconfortante. La joven alzó la mirada a duras penas, pero pudo distinguir la figura de Basil entre la violenta luz que desafiaba al cielo.
—¡Este es nuestro hijo, Basil! ¡Y no es un monstruo!
—¡Ha sobrevivido al impacto!
—¡Parece que no le ha dado! —Fiama estudió con alivio el cuerpo del niño, intentando a su vez protegerlo de la lluvia.
—¡No! ¡El rayo le ha dado! ¡Lo he visto! ¡Es Ella! ¡Está en él! —El tono de Basil la alarmó.
En sus profundos ojos relucía algo más que vida, tal vez… ¿codicia? Fiama cobijó a la criatura contra su pecho. ¿Protegiéndolo de su propio padre? ¿Protegiéndolo de la persona que ella más amaba? Un relámpago, que sostuvo su destello mucho más tiempo del que ella habría preferido, reveló entonces la horripilante sonrisa que Basil había dibujado en su rostro.
—¡Es cierto! ¡No es un monstruo! ¡Es… otra cosa! ¡Es nuestro hijo! ¡Nuestro hijo! —repitió, desquiciado.
Y Basil extendió la mano, como una garra en la oscuridad, dispuesto a arrebatar a su hijo de los brazos de Fiama. Dispuesto a darle la vida que se merecía.
Un rumor arrulla en mis oídos. Noto los rayos de sol reverberar cálidos sobre mi rostro. Hora de despertar; aunque sienta por primera vez en mucho tiempo que puedo quedarme acostado más tiempo del habitual. Cojo la manta por el borde y estiro hasta que me cubre la nariz. De nuevo, el arrullo molestándome. ¿Será algún pájaro repiqueteando su pico contra mis ventanas?
» Noah, despierta.
—Cállate —susurro.
Hace días que no hablo conmigo mismo y mi voz surge ronca. No debo abandonarme. No puedo darme ese lujo ahora que he determinado qué hacer con mi vida. Cuál puede ser mi misión en ella.
» Ha salido el sol.
Gruño para acallar al rumor; la Voz que se pierde en el flujo de mis pensamientos una vez me detengo a estudiarla. Pero para estudiarla tendría que compararla con mi propia voz y yo tampoco soy un sujeto muy fiable. Haciendo acopio de las pocas ganas que tengo de levantarme, me desperezo y pataleo hasta quitarme la gruesa manta de encima. Aunque es primavera, las brisas matutinas son frescas y la humedad sigue calándome los huesos como en invierno.
Primavera. Con el próximo verano habré vividos dos años. Eso según unos retazos borrosos prendidos en mi débil memoria. A veces solo hay eco en ella.
—¿Cómo te llamas? Noah… O eso creo. ¿Cuántos años has vivido? Dos años... O eso creo. ¿Por qué estás en esta casa? Porque nací aquí…
Se me quiebra la voz antes de continuar con mi examen para comprobar el estado de mi memoria. Todo sigue en su sitio, menos los episodios de mi vida; los que espero que solo estén perdidos y no borrados para siempre. O esa es la conclusión a la que llegué tras despertar hace ya dos años. Gracias, en parte también, a la Voz. Porque eso explicaría por qué estoy en esta casa, por qué sé hacer lo que sé, y por qué no entiendo o no recuerdo cuándo aprendí todo lo que no he olvidado. Por qué me lo cuestiono todo.
Soy un ser humano. Estoy solo en esta casa junto al mar, pero no estoy solo en el mundo como creí al comienzo. Hay más; más como yo y de otras especies. Muy lejos de mi hogar. Mucho más al norte.
» Pierdes el tiempo.
Frustración. En mi corta vida solo dos cosas me han hecho experimentar este sentimiento que me encoge la garganta, me incendia las mejillas y me hinche de malestar. Una de ambas es no haber comprendido algunos textos de la biblioteca de mi casa; capacidad tal vez perdida en mi memoria o que nunca llegué a aprender. La otra es la misma Voz. Porque no es mi voz, es otra cosa… Algo explicado en los libros, cuya existencia algunas veces niego por miedo y otras me debo a ella.
Porque esta Voz es la prueba de la verdad.
Y esta certeza me quita el sueño más que nada.
Un cosquilleo me recorre la nuca. Sacudo la cabeza para espantar la reacción.
Dispuesto a no dejar que la Voz vuelva a hablar —si hablar es el término adecuado para describirlo—, me incorporo de un salto bastante torpe. Me desperezo otra vez mientras estiro las piernas y los brazos. Observo por la ventana: hace un día espléndido para salir a correr. Me miro la ropa. He dormido con el conjunto de ayer, bastante cómodo y elástico. Perfecto.
No me calzo las botas, porque ya amenazan con dejar caer sus suelas, y salgo por la puerta principal. Inspiro hondo y, sin perder más tiempo, corro colina abajo hacia la orilla de la playa. La frustración se la llevan las olas. Adoro el mar, porque me hace sentir libre. Aunque nunca he sentido lo contrario como para saber si esto es la verdadera libertad. Porque parte de mi experiencia se perdió con mis vivencias, y un cosquilleo se adueña de mí cada vez que creo sentir por primera vez; como si quisiese despertar la parte dormida de mis recuerdos. Como si estuviese reconociendo un sentimiento que ya he vivido antes.
Sacudo la cabeza: estoy corriendo, me siento bien y eso debe bastarme… por ahora.
Después de alcanzar los cinco kilómetros, doy media vuelta. Nunca he sobrepasado el espigón que crean las gruesas rocas que reconducen el río Sur —como lo denominé en su momento gracias a mi poca imaginación— hasta el mar. Jamás se me ha ocurrido cruzar al otro lado. Viajar. Pero eso va a cambiar pronto.
Cuando llego de nuevo frente a la casa no me detengo a recuperarme del resuello. Me desvisto hasta quedar completamente desnudo y me lanzo contra las olas como algunos peces de escamas plateadas hacen al atardecer. No espero que el agua esté tan helada y, por un instante, mis músculos se engarrotan tanto que tengo que detenerme. No obstante, el acaloramiento por la carrera y los rayos de sol recuperan el sofocante calor, y me zambullo en el agua para bajar la temperatura de mi cuerpo.
El baño me despeja del todo y renueva todas mis fuerzas. Después de chapotear, bucear y jugar con las olas, salgo del agua. Me coloco los pantalones y, dejando el resto de ropa atrás, me dirijo al huerto, separado de la playa; más cerca del resto del mundo que del infinito